El cuerpo del país
Por Giulio Vita
Cuando Hugo Chávez ganó por primera vez las elecciones presidenciales de Venezuela, yo tenía diez años y vivía en Caracas con mamá y mi hermana. Ahora tengo casi veinticinco, vivo en el sur de Italia con Sara y Chávez está muerto.
Mi generación pasó de la infancia a la adolescencia en sintonía con el país, que pasó de ser la República de Venezuela a la República Bolivariana de Venezuela; cada cambio físico era también un cambio para el país pues todos estos años han sido un desorden hormonal en muchos sentidos. Creo que esa es la razón por la que nosotros asimilamos mucho mejor el chavismo de lo que puede hacerlo la generación de mamá, porque no tenemos nada para comparar sino el extranjero o lo que nos dicen los historiadores (cuya percepción de la historia depende de su ideología política). Hablo de asimilarlo, no de aceptarlo ni estar necesariamente de acuerdo. Atravesar el cambio institucional e ideológico de un país joven cuando se está abandonando la niñez, es tan agresivo como descubrirse otra voz, otro pubis, otro rostro, porque al país le fue cambiando el rostro tanto externo como interno. Nosotros lo fuimos aceptando así como a nuestro nuevo cuerpo, no sin recelo, claro está. Todos los cambios son traumáticos, para bien o para mal, y fue eso lo que sufrió nuestra ciudadanía.
Confío en mi generación porque es la de la mudanza. Aquellos que han nacido en chavismo solo tienen una versión de los hechos, y, por otro lado, la generación de mi madre estaba demasiado acostumbrada a una forma de país por lo que suelen ser pasionales sobre el asunto. En la mía seguramente hay mucha pasión pero percibimos la transformación del país de una forma física que nos ha conectado más visceralmente, independientemente de nuestras tendencias.
Yo creo que el chavismo fue (para unos un mal para otros un bien) necesario para la pequeña Venezuela pues la adolescencia es un proceso que todo ser vivo requiere. También las sociedades son seres vivos y nadie puede vivir de Peter Pan sin atraer graves consecuencias. Obviamente, cada ser tiene su tiempo y sus procesos, por lo que no se puede medir de la misma forma un país que una persona. Los individuos de mi generación compartieron con mi país el puente, el proceso de mutación niño-adolescente, pero mientras nosotros ya entramos en la edad adulta, el país se quedó atrás, todavía adolescente, experimentando sus nuevas habilidades, sus nuevos miedos, sus nuevas emociones. Por esta cercanía dolorosa (porque de dolor se trata) y comprensiva hemos podido entender su funcionamiento disfuncional y quererlo de una forma diferente.
El cuerpo del país desarrolló también un lenguaje nuevo, componiendo palabras y expresiones que se infiltraron rápidamente en la población. Venezuela, que había llevado una democracia bipartidista y, según fuentes históricas y testimonios, socialmente desigual, se unía a la adolescencia del país sin distinción alguna. Fuimos tragados por el cambio hormonal y en nuestra rutina se impuso también la cambiante y explosiva condición física del nuevo cuerpo.
En lo personal, crecí descubriendo nuevas palabras y frases que me obsesionaron y que repetí hasta descomponer su significado: «Chávez», «Círculo Bolivariano», «Oposición», «Escuálido», «Guarimbero», «La Cuarta», «Soberanía», «Socialismo», «Imperio», «Revolución», y muchas más. Lo interesante de este proceso cognitivo es que mientras algunas palabras aparecían ante nosotros por primera vez, otras ya las habíamos escuchado pero la novedad residía en su significado. Por ejemplo, no es lo mismo «revolución» cuando estudiábamos la Historia de Francia a esta «revolución» de los discursos de Chávez. Todo empezaba a ser nuevo otra vez y se sustituía por otra cosa, mutaba, el lenguaje cambiaba las habitaciones conocidas y construía otras. Eso también es parte del proceso que hemos vivido. La confusión es parte de nuestra cédula como las hallacas navideñas.
Durante los años dentro del país y después, en la emigración, busqué mi identidad. Para un descendiente de emigrantes que es también emigrante, es un concepto muy difícil y muchas veces doloroso. Uno es de aquí y de allá y también no es de aquí ni de allá. Pero hablando con otros amigos en el exilio voluntario (otra frase aprendida dentro del país) me di cuenta que nuestra identidad es todo. No somos esto o eso. Somos todo eso. Siento que mi individualidad está marcada por todo lo externo que me ocurre y esa es mi identidad personal. La identidad colectiva, aquella que todo emigrante desespera encontrar, es más amplia y así como pertenezco a Venezuela, pertenezco a Italia, pero también pertenezco un poco a Madrid, donde viví, así como pertenezco a la cultura occidental en general y a tantas otras cosas en particular. Quizás el problema de orfandad se deba a que la adolescencia convirtió a nuestra sociedad en una máquina de etiquetación, donde comprendemos la identidad como una cosa única, sin fugas y con una palabra, cosa imposible más aún en un país compuesto en su mayoría por emigrantes desde su fundación.
Por supuesto está bien tener grupúsculos, pequeñas sociedades íntimas o simples clubs. Lo que está mal es creer que ser miembro de una cosa, te impide serlo de otra. Nuestra adolescencia, como todas, es pasional y celosa, y no comprende todavía la complejidad de los hombres en todas sus variantes. Quiero decir con esto que las etiquetas no me molestan tanto pero sí aquellas definitivas e indestructibles, porque si tuviera que etiquetarme, necesitaría un bloque entero de post-it y lo haría orgullosamente pues comparto mucha afinidad con tantos grupos e individuos. Sobre todo con los venezolanos de mi generación y en mi condición, pero también con muchos más jóvenes o más ancianos que viven en el país. La cicatriz que me quedará siempre de este estirón que dio el país se ve claramente en mi forma de percibir el idioma con sus significados y significantes intercambiables más por la Historia que por la RAE.
Por supuesto que siempre faltará algo. A todo emigrante le falta siempre algo pero también a todo adolescente, y este proceso del país, que se debate ahora entre intentar absurdamente volver a la niñez o sobrellevar lo mejor posible la adolescencia para convertirse en un adulto, será muy largo y dependerá en gran parte de la nostalgia de algunos y la necedad de otros. Esperemos que al final nos quede suficiente sentido común para crecer.
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