De la estética de la protesta y otros visiones de la identidad artística Venezolana
Por Aglaia Berlutti
@Aglaia_Berlutti
A Nelson Garrido se le ha llamado provocador. También procaz y la mayoría de las veces grotesco. Sin embargo, el trabajo del Fotógrafo Venezolano — que mereció el Premio Nacional de Artes Plásticas de Venezuela de 1991 — la mayoría de las veces es una profunda crítica, inteligente y sobre todo, rebosante de un sardónico sentido del humor de la realidad y el mundo que insiste en interpretar en códigos propios. Y es que Nelson Garrido — iconoclasta y directamente contestatario — busca en la fotografía no sólo una idea que refleje su reflexión constante sobre el yo fugitivo — esa identidad difusa de un país en construcción — sino algo mucho más desconcertante, al borde mismo de la interpretación del arte como vehículo creador. Porque para el fotógrafo, la imagen se reinventa pero también, es capaz de reinventar el espacio que invade, que interviene y al final de cualquier propuesta transforma. Una idea que transita esa línea invisible en lo que consideramos normal — aceptable — y lo que nos incomoda, preocupa e incluso, directamente nos abruma.
Para Garrido, la crítica debe sostenerse de una idea mucho más profunda, de un análisis pormenorizado de la individualidad en contraposición a esa cultura que moldea el mensaje original. Ningún arte — mucho menos la fotografía — puede ser por completo inocente de la opinión que lo rodea, pero en el caso de Garrido la opinión es el elemento fundamental que lo sostiene. Tal vez por ese motivo, provoca tanto malestar: desde su “estética de lo feo” — propuesta artística que revaloriza lo desagradable y en ocasiones desagradable como simbólico — hasta su percepción de la violencia como elemento del paisaje urbano — inevitable, visible — Garrido construye una interpretación de la realidad dotada de un sentido transgresor por origen. Esa naturaleza donde la excentricidad, lo escandaloso y lo directamente incómodo crean en sí mismo un metamensaje sobre lo que se crea, se muestra, se expresa.
Crítico de la cultura pero sobre todo, autoproclamado defensor — y promotor — del arte como elemento primordial en la divulgación de las ideas, encuentra en la fotografía esa herramienta esencial para construir extensas reflexiones sobre lo social, lo cultural y lo político de un país en conflicto. Porque para Garrido, nada es sagrado. O tal vez, todo lo es, en tanto que lo que la búsqueda del significado consagra la obra a un bien común, a un lenguaje que se elabora a partir de esa búsqueda incesante de un concepto que pueda aglutinarlo. Tal vez por ese motivo, el trabajo de Nelson Garrido mantiene una evidente congruencia en tono y forma: conserva lo más chocante del llamado kischt “tropical”, pero aún así, tiene constantes y firmes referencias en el arte clásico. Desde sus visiones surreales sobre esa Caracas violenta y árida que asume como objeto fotográfico — y que plasma de manera cruda y muy directa en La Virgen de Caracas y Caracas Sangrante — hasta sus sorprendentes reflexiones sobre la sexualidad, la belleza y lo erótico — como las poderosas I Estudio para Madonna de Caracas (Homenaje a Ofelia) y Adana y Evo (2007) — Garrido parece atravesar sin mayor problema el manifiesto intelectual y la creación artística. Eso, a pesar de que muchas veces se le acusado de insustancial, de utilizar la imagen sólo como una forma de confrontación y más aún, como un debate doloroso entre lo que se muestra y la opinión que se adivina bajo la imagen.
Pero Garrido insiste en mostrar su obra sin brindar una verdadera explicación de sus intenciones. Tal vez no necesita hacerlo: con esa renuencia del libre pensador, continúa creando imágenes que parecen nacer de ese punto en común entre lo conceptual y lo meramente anecdótico, lo casual y lo espontáneo. Pero en realidad, no hay nada al azar en las fotografías de Garrido: minucioso, obsesivo y sobre todo muy consciente del valor del símbolo que se transmite, el fotógrafo logra en su obra un nivel de expresión cuidadosamente planeada. Desde las abrumadoras puestas en escena, hasta la profusión de símbolos y objetos que parecen superponerse entre sí para crear un mensaje mixto, la fotografía de Nelson Garrido crea una versión de la realidad alternativa, inquietante pero esencialmente concreta, en la medida que el arte siempre será el medida — y reflejo — de lo que ocurre y nos conmueve, nos irrita y nos emociona. Un reflejo de la identidad colectiva e incluso de lo que consideramos meramente individual.
Pensamiento único: La rebelión del pensamiento crítico.
En una ocasión, Nelson Garrido comentó que consideraba a sus fotografías “Una pendejada” con respecto a lo que estaba ocurriendo en el país. De hecho, su interpretación de la violencia — física e ideológica — que ha padecido Venezuela durante los últimos quince años lo ha convertido en un acérrimo opositor de conciencia del gobierno Chavista. En más de una ocasión, ha dejado muy claro que “no quiere convertir en víctima ni héroe” y no obstante su franca resistencia, ese diatriba incesante con el poder lo convierten al menos, en un interlocutor de la disidencia o mejor dicho, de esa visión esencial de enfrentar el poder a través de un lenguaje sustancial.
Tal vez por ese motivo, su serie “pensamiento único” sea interprete de inmediato como un manifiesto político, aunque no lo sea. Audaz, durísima y directa, la serie de fotografías — que retrata los símbolos más evidentes del culto a la personalidad del Chavismo en una serie de escenas inverosímiles — no sólo recrea esa visión del poder Venezolano como una autocracia basada en un líder carismático, sino la consecuencia directa de esa insistencia en la política que explota la figura de Hugo Chávez como nexo de unión ideológico. La imágenes, donde hombres y mujeres llevando los conocidos emblemas y colores que identifican la Revolución Chavista se cubren el rostro con máscaras de Hugo Chávez, demuestra de nuevo que para Garrido, el poder es una aspiración cultural incompleta, sometida a lo emocional y lo insustancial. Por cada uno de los personajes que miran a la cámara — anónimos, cuya identidad sólo es reconocible a través del prejuicio — el fotógrafo representa esa visión del País convertido en una diatriba ideológica borrosa, sin verdadero asidero y carente de verdadero sustento político. Una parodia de la realidad que sin embargo, no tiene por objetivo humanizar con humor la diatriba que sufre Venezuela desde hace quince años, sino parodiar con amargura esa otra faceta del ciudadano sometido a la caja de resonancia del anonimato de un Gobierno que utiliza la manipulación como una forma de expresión cultural.
Pero Garrido no se detiene allí: explora esa necesidad del venezolano por identificarse con el símbolo, con ese pensamiento unitario que intenta amalgamar todo disenso y opinión en contra, sin lograrlo. Bajo la máscara — nunca mejor dicho — del poder cuartelario que presiona y obsesiona al que lo detenta. Un análisis certero de quienes somos, o mejor dicho, en qué nos hemos convertido a medida que las relaciones de poder se han hecho más turbias y exigentes. El poder que insiste en necesidad de mirarse así mismo como reflejo del pueblo que representa — sin serlo — y más allá, de la insistencia en el ideario — y la ideología — que dice representar sin lograrlo.
Muy probablemente, allí radique el triunfo de esa estética desagradable, burda y en ocasiones Vulgar de Garrido: en que más allá de lo que nos asombra y nos desagrada, hay todo un Universo de ideas construyéndose, mostrándose en capas superpuestas de información. Como diría el mismo Nelson Garrido “ningún arte es inocente” y sin duda, el suyo no lo es.