De Barquisimeto pa’ Caracas: travesía en dos caóticos terminales
Un viajero entra al terminal de Barquisimeto, ubicado en una de las zonas rojas de la ciudad, sujeta su bolso con fuerza y camina hacia el frente sin mirar para los lados, ha escuchado demasiadas anécdotas desagradables de sus amigos de la universidad, que sabían que era la primera vez que viajaba solo, estaba empeñado en ir a una convención de comics en la capital, aunque ninguno de sus compañeros de la carrera lo acompañarían—Yo mínimo llego a Chacao, La Bandera está rodeado por barrios candela—le dijo uno de los que se la pasa con él, excusándose por no seguirlo en el viaje.
Un vendedor de pasajes aborda al muchacho, la experiencia le permite distinguir a los pasajeros inexpertos tan solo observando sus miradas vacilantes:
— Chamo tengo tu pasaje para Caracas, en un expreso, bus-cama—El novato en viajes balbucea una escueta interrogante, quiere saber cuánto cuesta el boleto
—Mil setecientos mi pana, puedes salir a las 11 o a las 12, tú me dices—El joven intuye que a media noche es mejor, llegaría a la capital a una hora en que el metro esté abierto
—Bueno padre, quédate en la sala de espera—los ojos de aquel hombre de chemise manchada por sudor, que no puede ocultar un abdomen abultado, señalan una fuente de sodas con mesas abarrotadas por viajeros, luego cuenta el dinero y llena el ticket que sirve como pasaje
—Ya está listo brother, a las 11: 20 los busco a todos para montarlos en el bus— El mercader de paradas continua su jornada, desentendiéndose del muchacho, para cazar a otros pasajeros incautos, a los que cobrarles más dinero de lo que cuesta en la taquilla de la línea de buses.
El jovense se acerca al mostrador de la venta de comida y pide una arepa
—Mil trecientos—le solicita el despachador con una mirada ausente de empatía, al joven le parece caro, pero igual paga, no es el hambre que tiene que calmar con comida, sino a los nervios que se expanden por su nuca, recorren su pálida piel que se humedece con gotas frías de sudor, haciéndolo consciente de su soledad en aquel lugar, en donde las personas hablan sin risas, con las caras largas y sentimientos apagados tras ojos indiferentes.
No soporta la quietud y la penumbra de los otros viajeros, empieza a dar vueltas por el que fue alguna vez, hace muchos años, uno de los terminales modelos del país, antes de convertirse en el hotel de las miserias de la ciudad. El muchacho recorre los pasillos, que están cubiertos por cuerpos envueltos en cartón y ropa sucia, que muestran vida, al estornudar o al roncar como motores ahogados, ajenos a la observación impresionada del estudiante, que al llegar al pasillo principal, se encuentra con un hombre que le impide el paso, con la mano extendida esperando algunos billetes para comer.
Le impresiona el aspecto del mendigo, alto, de mediana edad sin los dientes de enfrente, que al percatarse del asombro previo al pánico del joven, le da paso y empieza a tener una discusión exhortadora con el viento— ¡viste, tu siempre asustas a las personas!—reclama a su acompañante vestido de invisible, mientras se aleja hacia las paradas de los buses, pobremente iluminadas, refunfuña y trae al presente, resentimientos pasados, por relaciones imaginarias.
Luego de que aquel limosnero se escapa de su vista, se percata de la cantidad de enfermos mentales que deambulan por todo el terminal, entre ellos uno que no debe pasar de los 30 años, que se acerca a otros pasajeros desafiante, exigiendo dinero con una sonrisa burlona, recibe 10 bolívares por persona, para luego introducirse nuevamente en uno de los pasillos con su carcajada babeante, desagradable incluso para los otros indigentes que le miran con desprecio.
Ya no quiere estar más en aquel lugar, el muchacho, hijo de un médico afectado por la crisis, cree que tal vez, debió hacer caso a las lágrimas manipuladoras de su madre, que le ha costado cortar el cordón umbilical—Este peo por mis vainas de nerd—piensa, mientras ve al primero de los locos, sentado al lado de un grupo de pasajeros, que juega con un niño indígena a las cartas, observado por otra niña, tal vez su hermana, acostada en los brazos sucios y fuertes de su madre, que duerme profundamente en el piso polvoriento, perfumado con orine y humedad negra de lluvias pasadas.
Por fin se embarca en el bus, mira a sus compañeros de viaje, intenta descubrir si se encontraba entre ellos un atracador, como si el hacer una lista de sospechosos, podría evitar que lo robasen como aquella vez camino a la universidad, un intento inútil por sentirse más seguro, hasta que el bus inicia su camino a la capital. Ya no hay nada que hacer, ya el regreso será hasta mañana, cuando tenga que volver nuevamente a ese templo de miserias.
Ya en Caracas se baja del bus, llegó exactamente a las 5: 30 de la mañana a La Bandera, con mucha más gente, pero con menos indigentes en el interior, le asusta la ausencia de uniformados, lo único parecido a un guardián de la justicia, es un predicador que grita a viva a voz “Arrepiéntanse” en medio de la multitud que ignora su exhortación— No seas marico, nadie va a robar frente a tanta gente—se dice para llenarse de valor, cuando ya son por fin las 6:00 de la mañana, hora que le parece prudente para salir del terminal, directo a la estación del metro.
El cielo apenas deja el azul oscuro, la luna se observa potente en el cielo, espera la aparición avasalladora del sol en una hora, pese a eso las calles están vivas llenas de gente, vendedores de café, taxistas y motos, muchas pero muchas motos, que rugen por la avenida como dueñas de todo. Mientras el estudiante camina rápido por la acera, bordeada por ríos de aguas negras, que expiden una fetidez que entra por su nariz y recorre sus fosas nasales hasta llegar a su garganta, el terrible olor hace que saboree sin querer, todo lo que componen esas aguas de la desidia, provocándole fuertes ganas de vomitar, que logra evitar al mirar hacia los cerros cubiertos de casas de bloques anaranjados y techos de zinc, cuando siente un jalón en su bolso.
Tres chamos como de su edad lo batuquean intentan quitarle el bolso TOTO que lleva en su espalda, el joven se defiende como puede, hasta que es tirado a un charco y soltado por sus agresores, quienes impotentes le dan un par de golpes y unas patadas, frente a las miradas indiferentes de los otros transeúntes, que siguen su camino, tienen que llegar temprano al trabajo.
Los rateritos saben que no pueden luchar mucho tiempo, tarde o temprano puede pasar algún policía, así que se alejan del joven barquisimetano, recordándole a su madre y diciéndoles cosas acerca de su masculinidad. El muchacho no es tonto, sale en huida directo hacia el metro, recordaba el mapa que había memorizado antes de salir de su casa, entra a la estación, baja las escaleras mojado, cansado, pero victorioso.
Al llegar a la convención no siente ninguna inferioridad frente a los héroes y villanos de los comics, había sobrevivido a Caracas, al terminal de Barquisimeto en la noche, solo y sin ayuda, defendiéndose con lo que tenía, mantiene en su espíritu su honor, que aunque para muchos no vale nada, para él en esas horas desafiantes significó todo lo que realmente era importante conservar.
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