El problema del plomo en millones de viviendas demuestra que el partidismo no es solo simbólico
«Cuando la ideología importa más que la salud»
Donald Trump sigue afirmando que «la delincuencia en las ciudades está alcanzando niveles inauditos» y prometiendo salvar a los afroamericanos de la «matanza». Lo cierto es que este apocalipsis urbano es producto de su imaginación; la delincuencia urbana se mantiene de hecho en niveles históricamente bajos. Pero Trump no es una de esas personas a las que les preocupe otro veredicto de «completamente falso» de PolitiFact.
Pero, naturalmente, hay cosas que distan de estar bien en nuestras ciudades, y hay mucho que hacer para ayudar a nuestras comunidades negras. Podríamos, por ejemplo, dejar de bombear plomo en la sangre de sus hijos.
Quizá piensen que hablo de la crisis del agua en Flint, Michigan, que provocó —con razón— la indignación nacional a principios de este año, para enseguida desaparecer de los titulares. Pero Flint fue solo un ejemplo extremo de un problema mucho mayor. Y es un problema que debería formar parte del debate: nos guste o no, envenenar a niños es un tema político.
Sin duda, hay mucha menos intoxicación por plomo en el Estados Unidos actual que en la época que los partidarios de Trump consideran los buenos tiempos. De hecho, algunos analistas creen que el descenso de la contaminación con plomo ha sido un factor importante en el descenso de la delincuencia.
Pero acabo de leer un estudio publicado por un equipo de economistas y expertos en salud que confirma el creciente consenso en que incluso niveles bajos de plomo en el torrente sanguíneo de los niños tienen efectos perjudiciales significativos sobre su conducta cognitiva. Y, aún hoy, hay una importante relación entre crecer en el seno de una familia desfavorecida y la exposición al plomo.
¿Pero cómo puede ocurrir esto en un país que afirma creer en la igualdad de oportunidades? Por si no resulta obvio: los niños intoxicados por su entorno no disfrutan de las mismas oportunidades que aquellos que no lo están.
Para tener una perspectiva más amplia he leído un libro publicado en 2013, Lead Wars: The Politics of Science and Fate of America’s Children [Las guerras del plomo: la política de la ciencia y el destino de los niños estadounidenses]. Para ser sinceros, la historia que el libro cuenta no sorprende tanto. Pero sigue siendo deprimente. Porque llevamos generaciones conociendo el daño que causa el plomo y, sin embargo, las medidas solo se han tomado lentamente y aún hoy están lejos de completarse.
“Llevamos generaciones conociendo el daño que causa el plomo y, sin embargo, las medidas solo se han tomado lentamente y aún hoy están lejos de completarse”
Pueden ustedes imaginarse de qué va la cosa. La industria del plomo no quería que su negocio se hundiese por culpa de unas normativas incómodas, de modo que quitó importancia a la ciencia al tiempo que exageraba enormemente el coste de proteger a la población (una estrategia que conocerán todos aquellos que hayan seguido los debates sobre la lluvia ácida, el ozono o el cambio climático).
Sin embargo, en el caso del plomo, se sumaba también el elemento adicional de culpar a las víctimas: afirmar que el envenenamiento por plomo era solo un problema de ignorantes «familias negras y puertorriqueñas» que no arreglaban sus viviendas y no cuidaban de sus hijos. Esta estrategia consiguió retrasar la acción durante décadas; décadas que dejaron un legado literalmente tóxico en forma de millones de hogares y viviendas saturadas de pintura con plomo.
Al final, la pintura con plomo se retiró del mercado en 1978, pero ahí es donde entró la ideología. Ronald Reagan insistía en que el Gobierno era siempre el problema, nunca la solución. Si la ciencia apuntaba problemas que necesitaban una solución pública, era el momento de negar la ciencia y acosar a los científicos; o, al menos, asegurarse de que los grupos de expertos que ayudaban a establecer la política oficial estuviesen colmados de promotores favorables a la industria. Lo mismo hizo el Gobierno de George Bush padre.
Lo que nos lleva a la actual situación política. Con toda la información que nos satura, puede que resulte difícil centrarse en la intoxicación con plomo o en las cuestiones medioambientales en general. Pero en dichos temas hay enormes diferencias entre los candidatos y entre los partidos. Y son diferencias que importan, independientemente de lo que pase con el Congreso: buena parte de la política medioambiental consiste en decidir cómo aplicar las leyes existentes, de modo que, si se convierte en presidenta, Hillary Clinton podrá influir de manera sustancial, aunque se enfrente a la obstrucción de un Congreso republicano.
Y la división entre los partidos es exactamente la que sería de esperar. Clinton ha prometido «quitar el plomo de todas partes» en un plazo de cinco años. Probablemente no lograría que el Congreso pagase ese ambicioso programa, pero todo en la historia de la candidata — sobre todo, las décadas que ha dedicado a políticas para las familias— hace pensar que haría un serio esfuerzo.
Por el contrario, Trump… Bah, da igual. Despotrica contra las normativas públicas de todo tipo y pueden imaginarse qué pensarían sus amigos en el sector inmobiliario de la obligación de retirar el plomo de todos sus edificios. Bueno, a lo mejor, las pruebas científicas logran convencerle de que haga lo que debe. O también, a lo mejor, se le puede convencer de que se convierta en monje budista, lo cual parece igual de probable.
La cuestión es que las diferencias entre partidos acerca del plomo no solo deberían considerarse algo importante en sí mismo, sino también un indicador de lo que está en juego. Si piensan que la ciencia debería influir en la política y que los niños deberían estar protegidos de los productos tóxicos, sepan que eso es ser partidista.
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