Embestido por la anomia: Crónica de un accidente típicamente venezolano
Había mucho tráfico en Barquisimeto, era medio día, muchas personas salen de sus trabajos a almorzar o a buscar a sus hijos a los colegios, así que las vías estaban llenas de carros, algo que para una persona como yo, se convierte en el ambiente perfecto para que la impaciencia se manifieste en su faceta más desesperada. Manejar con tantas colas y con el riesgo de que se me recalentara un vehículo que no era mío, con los recién casados adentro después de su primera noche, me impulsó a conducir como solía hacerlo cuando estaba estresado, metiéndome por en medio de los otros carros, pasándolos por la izquierda, por la derecha, por donde pudiera desplazarse el Aveo tres puertas que manejaba, mientras tocaba la corneta a todo aquel que se me atravesaba. Estaba seguro que no habría consecuencia por mi imprudencia. Muy pocos piensan en las consecuencias hasta que llegan.
Ya cerca de una intersección, entre la calle 14 con carrera 24, de un camión bajaban reses muertas hacia un carnicería, una camioneta estaba detenida a su lado, en el canal del centro y en el izquierdo, un carro viejo de esos que se usa como por puesto. Yo iba detrás, impaciente, esperaba que el vehículo de enfrente, verde acabado, desteñido e irritante, se movilizara por fin, para yo salir de esa calle, de ese calor, de la presión del reloj de temperatura, que se mantenía en el medio, pero ¿hasta cuándo? En algún momento su aguja se elevaría rápidamente, hacia el extremo que indicaba máximo de calor. Tendría que detenerme, buscar agua en el algún lugar, sudado y cansado por la fiesta de la noche anterior, con el deseo de pasarle por encima al camastrón de enfrente que no se movía. Seguía inerte como clavado al pavimento, hasta que por fin cruzó.
La camioneta a mi lado derecho se detuvo, vi como a varios metros venía una Toyota Fortuner subiendo por la carrera (Calle de un solo sentido en dirección este u oeste), creí verla frenar, así que puse la velocidad en primera, solté el croche al mismo tiempo que aceleraba, hasta que tuve la suficiente potencia para pasar la palanca a segunda, para ese momento estábamos en medio de la calle, cuando el rostro metálico y de fibra de vidrio de la camioneta, embistió toda la parte lateral del lado del copiloto del carro, elevándolo algunos centímetros del suelo y empujándolo hacia la otra acera, en sentido contrario de nuestra dirección original, mientras yo aferrado al volante miraba a los vidrios desintegrarse y volar entre nuestros cuerpos y los asientos, suspendidos en segundos congelados, al mismo tiempo que pensaba—¡Esto me va a salir caro!
El airbag se activó, fue medio segundo que mí rostro permaneció en la bolsa de aire, la sentí casi como una almohada, que se desinfló cuando mis sentidos dejaron su letargo momentáneo, mientras un humo blanco nacía desde el centro del volante. Miré a mi lado, el copiloto, un amigo de hace muchos años, me miró y dijo luego de verificar que no sangraba— ¿Qué te pasó pues?—pregunta que llevaba un señalamiento implícito. Naturalmente me culpaba por el incidente ¿Cómo no hacerlo? Tenía todo el día exhortándome que obedeciera las normativas de tránsito, pero creo que a medida que ha pasado el tiempo, he adquirido algunas mañas presente en muchísimos venezolanos, que hasta ahora vengo a reconocer en mi forma de manejar— ¿Cómo no lo viste?—Un cuestionamiento parecido al que me había hecho un par de años atrás, cuando me tragué una flecha cerca del terminal.
Realmente no le preste mucha atención a las preguntas, lo que me interesó era poder ver, sí los recién casados atrás estaban bien— ¡Mi amor quédate quieto, estás botando demasiada sangre!—Escuché apenas volteé. Mi otro amigo, quien había dejado la soltería en la tarde del día anterior, se tapaba con la mano la herida en su parpado, desde donde nacían gotas carmesí incontrolables, que manchaban su pantalón y la camisa color lila, que le había prestado para su boda, mientras su esposa acariciaba su cabello enrulado, y posaba sus dedos blancos y frágiles en los dedos de su amado, con los que inútilmente intentaba parar la sangre, que no dejaba de caer sobre tapicería de tela.
Una docena de personas rodearon el vehículo para auxiliarnos, algunos para curiosear por supuesto. Yo me bajé para sacar a mi amigo herido. Cada vez llegaba más gente, como samuros encima de un animal muerto, lo que me pareció asfixiante y grotesco. Los rostros de angustia de los buenos samaritanos, que tomaban al recién casado y lo sentaban en la acera, me recordaron los accidentes que había visto con anterioridad y mis interpretaciones de la actitud social frente a la tragedia—¡Chamo desconecta la batería!—Me sugirió alarmado un hombre gordo de bigote ochentero, que señalaba el cofre del carro con su mano robusta. Obedecí casi por inercia.
Después de desconectar los cables me pregunté por el conductor de la camioneta, lo busqué con la mirada, hasta que encontré a un hombre de unos 60 años, recogiendo los pedazos del parachoque de la Fortuner a cinco metros de nosotros, luego la voz extrañamente calmada de mi amiga, la esposa que estrenaba su segundo día teniendo marido, con sus manos manchadas de la sangre de su conyugue, me llamó para que vigilara que nadie se llevara alguna de las cosas que estaban en la maletera. Entre almas benefactoras, siempre se cuelan quienes no resisten la tentación de tomar algo mal parado.
La puerta del copiloto estaba hundida, los vidrios de la ventana desintegrados en cristales minúsculos y el parabrisa, roto hasta la mitad— ¡No puedo salir de aquí!—Me dice quién iba en el asiento derecho, su cara me recordó a la tarde en que llevaba a una hermosa muchacha junto a él, en un carro blanco que yo manejaba entonces. De la piel canela de aquella chica, se desprendía un perfume natural que se expandía por mi cuerpo, dejándome a su merced, algo que ella aprovechó sin dudar. Necesitaba ir al terminal a comprar un pasaje y devolverse a su casa con inmediatez, así que con su voz dulce como el brandy, me pidió que le hiciera ese favor, algo que inmediatamente acepte, observado por la mirada de mi amigo que me miró con cara de: “Eres un imbécil”. Él ha sido por años la voz de mi conciencia.
Ella estaba apurada, necesitaba estar en la capital a buena hora. Me sentí en la obligación de complacerla, mientras volteaba de vez en vez para observar su sonrisa y sus ojos grandes y marrones. Tal era mi abstracción por la belleza de esa mujer, que crucé como novato por una calle que no era, atrasándola lo suficiente para que frunciera el ceño. No podía permitir malos ratos si quería algo con ella, así que al ver la oportunidad de tragarme una flecha, como un ciego que camina hacia un abismo, me fui en contra vía por una calle cercana al terminal, pese a la advertencia de mi conciencia personificada en mi amigo —¡No va pasar nada!—Dije, segundos antes de ver al policía de tránsito frente a mí, que sonreía y me pedía con la mano, que me estacionara a la derecha. Me multó sin derecho a pataleo.
¿Cómo no me iba a echar la culpa por este accidente? Después de mi prontuario como infractor, entendía que pensara que mi imprudencia había causado el choque, pero esta vez, aquel viejo había sido el principal responsable. La camioneta freno su masa metálica contra nosotros ¿Cómo no vernos?—El tipo aceleró, yo lo vi—comentaría luego el herido en la clínica, al apoyar mi versión de los hechos. Estaba seguro que el conductor del otro vehículo, hablaba por teléfono cuando cruzó la intersección y por eso, no le dio tiempo de frenar luego de que el Aveo apareció enfrente de su costosa máquina japonesa.
Los bomberos llegaron y revisaron al herido, el recién casado tenía una profunda herida en la parte superior del parpado, por donde se podía observar la carne y los tendones rojos vibrar, después de haber sido lacerados por un vidrio—Vamos a esperar una ambulancia—dijo una de los apaga fuego, mientras anotaba mis datos en un libreta—No tenemos gasa desde el año pasado—sonrió con ironía al revisar uno de los bolsillos de su chaleco. Quisiera decir que me sorprendía, pero ya es bien sabido que en la lista de prioridades de los gobernantes, los servicios de salud tienen un lugar inferior, bastante por debajo de las ayudas a los partidos políticos.
Al llegar la ambulancia y llevarse a los recién casados, los curiosos se habían dispersado y desaparecido entre las calles de la ciudad, en el sitio solo estábamos los involucrados con nuestros teléfonos pegados en el oído. Yo llamaba a algunos amigos abogados, para saber quién me podía asesorar rápidamente y sin cobrarme por supuesto, pero repetidamente me encontré con el tono de espera. Quería saber exactamente qué hacer, puesto que al revisar en la guantera, descubrí que ese carro carecía de seguro alguno, algo por donde los policías de transito se afincarían para intentar sacarme algo de dinero, además el viejo de la camioneta parecía de plata.Llevaba una camisa de tela importada, un pantalón jean de marca y unos zapatos de cuero impecables, lentes fotocromáticos y una cadena de oro que hacia juego con un reloj dorado. No duraría en darles una buena brindada de refrescos a los funcionarios para no perder el choque.
Por fin me contestó un abogado, el apoderado legal de los negocios de un amigo con mucho dinero—Hermano sí llega tránsito, los carros van detenidos al haber lesionados, además la otra parte es muy probable que se resuelva con los policías. Mi recomendación es que negocies con el otro conductor y si tu carro se mueve, vete antes de que lleguen los funcionarios— En mi experiencia como vendedor de carros y de autorepuestos, había escuchado demasiados cuentos sobre los estacionamientos judiciales, entre ellos recordé uno en especial.
Tenía un carro para vender en un taller de confianza, hablaba con el mecánico sobre política, la vida, las mujeres y de un cuento a otro, me contó sobre un cliente al que se le había doblado la cámara del motor, este buscó por cielo y tierra una cámara para su vehículo a buen precio, pero los repuestos estaban por las nubes y no tenía suficiente dinero, así que por medio de un amigo suyo, se había ido en la noche a un estacionamiento judicial y después de pagarle a los funcionarios de guardia, le quitaron la pieza que necesitaban a un carro igual, montándole la parte dañada al otro, ahorrándose en la operación, más de 500 mil bolívares de entonces.
No sé si aquella historia era cierta, las mentiras abundan en un taller como la grasa y el aceite, pero no sonaba inverosímil. Lo menos que quería era que a ese carro que le habían prestado a mi amigo, lo dejaron montado en bloques, con el motor robado y sin asientos, no me iba a arriesgar a que perdiera mucho más dinero, prefería arreglar los daños a cuenta mía, pariendo la plata como pudiera, así que fui a negociar con el viejo, que estaba acompañado por un familiar, imagino su hijo—Señor la situación es la siguiente, yo tengo todos mis papeles al día y desde mi perspectiva el culpable del choque es usted, pero eso ahora es irrelevante, sé que tiene su punto de vista sobre lo que pasó, así que discutir al respecto es una pérdida de tiempo, por eso le vengo a proponer que nos vayamos los dos de aquí antes que llegué tránsito. Así evitamos que detengan los carros.
— Yo prefiero esperar, estoy seguro que no soy el culpable, además necesito el informe de tránsito para llevarlo al seguro— Aquel viejo estaba en una posición ventajosa, indiferentemente de la decisión, el quedaba mejor parado ante el choque. Lo perdiera o no, el seguro le reconocería una parte, en cambio a mí, me retendrían el carro, probablemente lo dejarían en el chasis, así que aunque el seguro me reconociera el choque, perdería más dinero del que ya debía pagar.¡Anomia!
La anomia es un conceptosociológico introducido por Emile Durkheim, en su obra “El suicidio” en 1897, refiriéndose al estado del individuo cuando las normas son confusas o no existen, dejando sin un modelo de conducta a las personas, ni límites para sus pasiones. Un concepto que queda como anillo al dedo para definir la situación venezolana. ¿En que otro país es preferible dejar las cosas así en asuntos de tránsito, sabiendo que se va a ganar, para no perder mucho más de lo ganado al final? Es difícil confiar en los funcionarios policiales, mal pagados y escondidos tras un sistema dominado por la impunidad.
Claro que destituir funcionarios corruptos no es resolver el problema desde la raíz. Hace años que estuviéramos lejos de la Anomia sí fuera así. Basándonos en la observación a otros países, donde no tienes miedo a que te desbalijen el carro en un estacionamiento judicial y con institucionesautónomas, como Inglaterra por dar un ejemplo, se pudiera afirmar que para mejorar la situación, es necesario hacer un verdadero énfasis en la institucionalidad despartidizada, en donde los directivos de organismos como la policía, no sean nombrados a dedos por gobernantes, sino que lleguen a sus puestos por medio de la meritocracia, para que estos cumplan su rol con profesionalidad y así, la probabilidad de que estos sean unos desalmados corruptos bajé.
Un problema tan complejo no puede tener una respuesta simple, así que con mi punto de vista solo planteo que se debe empezar por allí, por la definición de la institucionalidad y su aplicación, así como una lucha en contra del nepotismo y la intromisión política, en asunto que no le compete a personas ajenas a la seguridad pública. Todo un desafió, en un país acostumbrado a valorar la viveza por encima de la ley.
Algo que también hay que tomar en cuenta y creo, que empecé a meditar con mayor seriedad y profundidad después del accidente, es la participación de nosotros como ciudadanos en esta locura. Como pueden darse cuenta no he sido un conductor modelo, me he tragado flechas, comido luces rojas, dado vueltas en U indebidas, estacionado en rallados amarillos y pare de contar, he cometido infracciones que aún no sé qué existen, pero ¿Seré uno de los pocos? ¡Que tire la primera piedra quien nunca ha infringido las leyes de tránsito! la verdad, es que nuestra cultura es anárquica, nuestro inconsciente colectivo no comprende el sentido de las leyes, piensa que la buena ciudadanía no es rentable y por eso, la mayoría, actuamos como Manuel Barroso afirmaría en su libro “La autoestima del venezolano” ¡como marginales!
El hijo del viejo de la camioneta, abogado y consiente que su padre perdería el choque, se me acercó mientras yo pensaba cómo hacer para que no se llevaran el carro sin tener que sobornar—Pana, hagamos algo, vámonos cada uno y aquí no pasó nada. Tu prendes tu carro y te vas y salimos de esto—Era lo que le había propuesto, así que acepte, extendí mi mano y me despedí. Conecté los cables de los bornes de la batería, prendí el carro que rugió con normalidad, apreté el cloche, puse la palanca en primera, solté el freno de mano y avancé.
El sol estaba particularmente más intenso que en otros días, hacía calor lo que producía que gotas grandes de sudor corrieran por mi frente, pensaba en mis amigos recién casados ¿Cómo me iban a recordar cuando sus hijos le pregunten sobre su luna de miel? me mencionaran de seguro—Una nueva raya para el tigre—pensé. Mi conciencia personificada, se había ido con el papá del herido (La puerta del copiloto no se abría) así que estaba solo cuando el reloj de temperatura mostraba el temido sobrecalentamiento. Paré el carro frente a un parque, el agua de la regadera que rociaba la grama, caía sobre mi como un roció frio, que humedecía tiernamente mi piel, me senté en la acera a esperar que se enfriara el motor, reflexioné por fin, el tiempo se detuvo en aquel punto de inflexión.
Después de tanto apuro, me quede con un carro dañado, la sangre de mi amigo en mi camisa y una nueva oportunidad para ser un mejor venezolano, me hice consiente verdaderamente, lejos de la retórica y la dialéctica, de mi responsabilidad ciudadana, que debía hacer parte de mi conducta viciada por el sistema, sino quería permanecer en la anomia y la marginalidad.
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