¡Me salí de un grupo de whatsapp!

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Amigos, lo logré. La adrenalina antes de hacerlo fue incontrolable. Me fumé una caja de cigarros mientras veía el bendito grupo en la pantalla del teléfono. Ya no tenía pellejitos en mis dedos para morder. Me salieron llagas y acné. Estuve días ensayando frente al espejo para verme seguro cuando llegara el momento, pero ahí estaba, frente al celular, mientras me corría una gota de sudor por la espalda.

Tomé el aparato en mis manos, respiré profundo, miré al cielo, vi las estrellas ya pareció Mufasa. Comenzó a hablar con eco y todo: “Nuestros ancestros no usaban celulares en el círculo de la vida”. Y desapareció. En ese momento, con una lágrima en el ojo, tuve el coraje. Me salí del grupo.

Llegar a ello fue un camino lleno de piedras. Estaba inmerso en una adicción que devoraba los momentos más preciados de mi vida. Me perdí el instante cuando mi mamá entró y le gritamos “¡sorpresa!” en su sexagésimo cumpleaños por estar revisando el grupo. El primer día de clases de mi hijo no lo recuerdo por estar chateando. Dañé un teléfono por mandar notas de voz al grupo mientras me bañaba. Mi esposa casi me bota cuando descargué un video del grupo recién terminados de hacer el amor.

Mis amigos más cercanos me lo advertían. Nunca les hice caso. Mi familia me comenzó a dar la espalda, pero no reaccionaba. Fue hasta el día en que toqué fondo. Me encontraba haciendo la cola nocturna para comprar la batería del carro y a las diez de la noche me quedé sin datos. Entré en pánico. Pasé tres noches sin dormir, temblando y llorando. No quería comer. Entonces decidí dar el paso.

Subimos hasta el Pico Naiguatá los tres: mi teléfono, el grupo de whatsapp y yo. Ya en la cima, de cara al viento, alcé mi teléfono al cielo, abrí el whatsapp para salirme del grupo y me quedé sin pila. Pero la vida conoce sus vueltas. Las cosas sucedieron como debieron suceder en la comodidad de mi hogar. Hoy, gracias a Dios, soy un grupólico recuperado.

¡Cuánto cambió mi vida! Ahora puedo oler las cosas, la comida me sabe a algo, ni mis dedos ni mi ropa huelen a teléfono, ya no me canso tan rápido cuando subo escaleras, los árboles son más verdes, el cielo es más azul, Trump es más patán. ¡Y no se crean! ¡Ha sido duro! Estar en una fiesta con un trago en la mano y ver a otros chateando en sus grupos, genera una ansiedad terrible. Cómo extraño esa chateadita en el grupo después de almorzar. Sentarme en la poceta sin nada en la mano se convierte en un número dos eterno. Pero si no te mata, te fortalece.

Ahora, sin proponérmelo, me he convertido en una inspiración para miles de personas. Vivo de dar charlas motivacionales para grupólicos de whatsapp y de vender mis libros de autoayuda: “¿Quién se ha llevado mi cel?” “El caballero de la carcasa oxidada”. “La culpa es de la administradora del grupo”. “No es cuestión de megas, es cuestión de actitud”.“Padre Rico, Padre Prepagado”. “El monje que vendió las conversaciones de su grupo”. Gracias a esa sabia decisión, ahora la gente me demuestra su cariño de muchas maneras. Todos los días me llegan correos, llamadas y solicitudes de entrevistas.

El otro día mi teléfono empezó a sonar como loco. Cuando fui a verlo, me habían agregado a un grupo de whatsapp del cual sería imposible salirme. Se llamaba “Abandonadores de grupos”.

Reuben Morales
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