El caso Milagro Sala pone al gobierno argentino en la encrucijada
Diplomacia y derechos humanos
Milagro Sala expresa lo peor de la política argentina. A cargo de la Organización Barrial Túpac Amaru, era la cabeza de la fuerza de choque del kirchnerismo en la provincia de Jujuy. Una estructura clientelar que ejercía control del territorio por medio de la violencia contra sus adversarios políticos y el uso discrecional de los fondos públicos.
La construcción de viviendas populares era su tarea; las platas recibidas desde Buenos Aires, la grasa en las ruedas de su estrategia de dominación. En la remota provincia de Jujuy fue un régimen político en sí mismo. Un caso de autoritarismo subnacional, un Estado paralelo con rasgos patrimonialistas y feudales.
En un Estado de Derecho, sin embargo, Milagro Sala es hoy inocente. Es decir, su culpabilidad no ha sido demostrada y sus derechos son los mismos que tiene cualquier ciudadano. Precisamente, vivir en un Estado de Derecho quiere decir que nadie está por encima de la ley. Tampoco por debajo, ni siquiera quienes violan esa ley.
En democracia, además, el Estado de Derecho rige también para los opositores del gobierno. La Sudáfrica del Apartheid y la Unión Soviética, por citar dos ejemplos, también eran Estados de Derecho, solo que no eran democráticos. La norma jurídica estaba codificada pero no era neutral, objetiva e impersonal. La justicia no tenía los ojos vendados.
Similar a Venezuela, donde la norma se aplica de manera arbitraria y, por ende, injusta. Esta es la encrucijada en la que se ha metido el gobierno argentino con el caso Milagro Sala. Es la disyuntiva de practicar los derechos humanos, las garantías constitucionales y el debido proceso, o solo declamarlos.
Es que el caso tiene vicios de origen. Sala fue detenida el 16 de enero de 2016 bajo el cargo de «sedición», delito que normalmente implica instigar a la insurrección violenta contra la autoridad pública pero que el Código Penal argentino define de manera mucho más difusa, sin hacer referencia al uso de la violencia. Por ello alcanzó con acusarla por una protesta política, acampe y corte de calles para detenerla.
Ese no sería el mayor problema salvo que así se le dictó prisión preventiva, sin una adecuada justificación de que su libertad durante el juicio suponga riesgo de fuga o pueda comprometer la investigación; las dos condiciones procesales de la prisión preventiva. Más aún, una vez encarcelada, y ya ha pasado casi un año, se le han ido agregando acusaciones al expediente. La última imputación, de esta semana, es por instigación de tentativa de homicidio, en 2007, caso cuyo principal imputado fue sobreseído por el mismo juez.
El ministerio público jujeño aparece así involucrado en acciones orientadas a justificar lo que parece ser una decisión tomada de antemano. Los expertos en derechos humanos tienen esta maniobra sobradamente tipificada como una habitual estrategia de violación de garantías procesales. Así lo expresó el Grupo de Trabajo sobre Detención Arbitraria de las Naciones Unidas, opinión a la que fueron sumándose varias organizaciones afines: Human Rights Watch, Amnesty International y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, entre otros. El tema se internacionalizó.
Pero fue la carta del Secretario General de la OEA en respuesta a la de Milagro Sala, con una postura alineada con todas las organizaciones recién nombradas, que produjo una reacción en estampida en el oficialismo argentino. Legisladores, miembros del gobierno y varios analistas estuvieron prestos a criticar a Almagro—ad hominem, por cierto, por hipotéticas intenciones presidenciales, compromisos con el expresidente Mujica, supuestas amistades con kirchneristas y hasta desconocimiento de las reglas de la diplomacia, entre otros—y de esa manera dejar de hablar del caso legal en cuestión. Un conveniente giro discursivo.
En entrevista en La Nación, la canciller Malcorra reprochó a Almagro no haber avisado antes al Estado argentino ya que «la OEA es una organización de Estados», señalando que el caso Sala ya estaba en manos de la CIDH, y que la Comisión y la Secretaría General son instancias institucionales distintas. Que lo son—como diseño administrativo autónomo, se podría agregar—al mismo tiempo que son parte de la misma organización y tienen idéntica misión: el fortalecimiento del Estado de Derecho para beneficio de los ciudadanos del hemisferio.
Ambas instancias son parte esencial del Sistema Interamericano, fundamentalmente un sistema de derechos humanos, un detalle no menor y obviado en la crítica de la canciller. Con ello también se soslaya, tal vez como punto más general, que la diplomacia de los derechos humanos no es una diplomacia necesariamente entre Estados ni para Estados. Habitual en el Cono Sur de los setenta, en Europa Oriental bajo el comunismo y en la Cuba de los Castro, por citar algunos ejemplos, y ya sea practicada por misiones nacionales o por organismos internacionales, la actividad diplomática en derechos humanos tiene como objetivo al ciudadano afectado por una arbitrariedad.
En otras palabras, la diplomacia de los derechos humanos es la permanente injerencia en los asuntos internos. Tal vez un paso más y los funcionarios argentinos que tan vehementemente reprobaron a Almagro habrían estado en consonancia retórica con Maduro y Castro, quienes siempre rechazan «la intervención extranjera». Es decir, objetan la diplomacia de los derechos humanos.
Con mayor franqueza reaccionaron las cámaras empresariales de la Provincia de Jujuy, quienes masivamente, y en un documento con título «En honor a la justicia y la verdad», rechazaron toda intromisión o avasallamiento al accionar de la justicia de la provincia por parte de organismos internacionales, enfatizando que el orden mundial se basa en «la libre determinación de los pueblos», literalmente. Ahora sí, ni Maduro ni Castro podrían haberlo dicho mejor.
Y más honesto todavía fue el presiente Macri, aún a costa de revelar un problema grave. Ante una pregunta periodística sobre el caso respondió que «a la mayoría de los argentinos nos ha parecido que había una cantidad de delitos importantes que se habían cometido por parte de Sala», admitiendo lo que era un secreto a voces: que el gobierno hace encuestas sobre Milagro Sala. El inconveniente es que si la justicia se administra en base a encuestas, el debido proceso está por definición ausente. Un paso más y habría que votar las sentencias judiciales.
Además de la culpabilidad o la inocencia de Milagro Sala, la próxima encuesta debería preguntarles a los jujeños si les parece que viven en democracia o bajo un autoritarismo subnacional del que todos son parte, un espejo en el que todos se reflejan independientemente del partido en el poder. Ya sea con Milagro Sala desde la calle o con el gobernador Gerardo Morales desde su oficina, en esta especie de sultanato humahuaqueño el Estado de Derecho no es más que un deseo. Allí también la justicia aparece sin venda en los ojos.
Fuente original: http://internacional.elpais.com/internacional/2016/12/11/america/1481413889_860047.html
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