Auge y muerte del partido militar

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En estos tiempos de contradicciones sistémicas se presenta una situación peculiar. Me refiero a una tendencia, un tanto marcada por la desesperación, dirigida a buscar la solución de los problemas potenciando las causas que los provocaron. De modo que es común, inclusive en aquellos que ocupan posiciones de liderazgo y representan la institucionalidad, invocar la necesidad de ciertos entendimientos sin reparar en consideraciones éticas. Un ejemplo, los intentos permanentes de seducción del mundo militar por parte de factores que se dicen opositores.

Bajo la pragmática consideración de que “ellos” detentan las armas y “sin ellos” no se puede hacer nada, la consecuencia es la entrega incondicional de la voluntad de lucha sin reparar que, para un militar, la rendición a discreción supone un acto de indignidad que se traduce en un derecho indubitable del vencedor para disponer de bienes y personas, convirtiéndose el vencido en un “dediticio” de acuerdo a la terminología más añeja del Imperio Romano. En palabras simples, la sensación de debilidad solo contribuye a apretar el yugo. Y ese es un mensaje que se ha mandado desde la Asamblea Nacional a pesar de la formidable fortaleza que da la legitimidad obtenida el 6D y ser el único órgano del Estado que representa la soberanía nacional. Mi tesis es que el Partido Militar, no el P.S.U.V., es la causa eficiente de los mayores males que sufre Venezuela.

Quiero contrastar lo sucedido el día de juramentación de la nueva directiva del Parlamento para el año 2017 con la instalación del Congreso Constituyente de Valencia, el 6 de mayo de 1830. En el acta de ese día se describe una situación bien peculiar en los siguientes términos: “Enseguida se dio cuenta de hallarse a las puertas del Congreso una guardia mandada por el Comandante de Armas de la Provincia, a prestar el honor debido al Cuerpo y hacer respetar su autoridad, y se acordó despedirla porque no habiendo más segura garantía que la opinión pública, y estando cierto el Congreso de tenerla en su favor, juzgaba innecesario este auxilio, dándose sí, las gracias al Jefe que la enviaba por el interés que toma en obsequio de la respetabilidad del Congreso”. De esta forma tan categórica se marcó el civilismo que ha sido el desiderátum secular de esta República frente al Partido Militar que, en ese momento histórico, era dirigido por el General José Antonio Páez.

Se me ocurrió redactar este artículo mientras impartía una clase de seminario a mis alumnos del quinto año de la UCAB en la que comentábamos el contenido y la forma de actuación de los parlamentarios en ocasión del enfrentamiento que se da actualmente entre los poderes públicos. Y recordé este testimonio sin igual que reseñé en el libro que escribí bajo el título: La Fuerza Constituyente Inicial: Revolución y Ruptura. En el mismo indico que este es el mejor ejemplo de la vocación civilista de aquel Congreso Constituyente y considero que un parlamentario que hoy se respete a sí mismo y a la institución que representa debe valorar la sagrada función que ejerce. Un legado que se ha transmitido durante décadas a pesar de las usurpaciones que ha ejecutado el Partido Militar.

Puedo traer infinidad de ejemplos del talante democrático que siempre se ha opuesto a una concepción autoritaria y guerrerista en los manejos de los asuntos públicos. Siempre cito al famoso diputado Ayala y la afirmación que realizó en la sesión del 7 de agosto de 1830: “Y que se vayan los militares acostumbrando a saber que todos dependen de la nación”; para aclarar inmediatamente: “Cuando he dicho la nación he querido decir las Cámaras”. Y lo hago precisamente para demostrar que el militarismo ramplón, corrosivo y depredador no es propio de todos los militares ya que Ayala era militar veterano, en una familia de militares; y que él y sus hermanos fueron líderes de primer orden en la Guerra de Independencia.

No se puede afirmar que todo militar es un delincuente sin ser falaz. Lo que sí tienen es la responsabilidad histórica, en este tiempo y en este espacio, por la pérdida de la República, la entrega de los recursos nacionales a potencias e intereses extranjeros, el sometimiento a una ideología de odio que justifica la sistemática violación de los derechos fundamentales de los venezolanos y la aceptación de la nación de la soberanía nacional. Ni siquiera guardan las apariencias. Dan discursos, alocuciones y ruedas de prensa en la que declaran sin rubor su lealtad a quienes ejecutan la usurpación. Han roto un guión que habían cumplido los gobernantes militares que ha tenido Venezuela: Su aparente sumisión a la autoridad civil. Cuando quieren dar visos de constitucionalidad a su mandato, aunque la mayoría no se haya interesado en ello, realizan manifestaciones formales de acatamiento de la voluntad popular representada en los cuerpos legislativos. Por ejemplo, Páez comenzó la función remitiendo al Congreso Constituyente una comunicación en la que rehusaba aceptar el encargo de ejercer el Poder Ejecutivo.

La comedia fue estupenda. El Congreso votó la propuesta de Narvarte “que no se le admita a S.E. el General José Antonio Páez la renuncia que hace”. Posteriormente, remitió un oficio, fechado el 14 de mayo, en el que manifiesta que “sometiéndose a la soberanía del pueblo acepta el encargo de ejercer las funciones de Poder Ejecutivo que con instancia se le ha confiado”. Así, después de vencer esa voluntad irrevocable del Caudillo, el Congreso Constituyente tomó juramento a José Antonio Páez, como Jefe del Ejecutivo, el 27 de mayo de 1830. Pero hoy los militares prefieren colocar a un títere que los represente y les permita trabajar en la sombra. El problema es que ese payaso ya no les garantiza el ejercicio indefinido del poder y, la búsqueda de solución, ahora los tiene divididos. Coloco el parámetro que ellos deberían seguir en la aceptación de las decisiones políticas fundamentales emanadas de las instituciones democráticas; la más importante, la Asamblea Nacional. Aprendan de uno de sus fundadores. Aprendan también de Eleazar López Contreras, Isaías Medina Angarita y mi paisano Wolfang Larrazábal.

En el Mensaje que dirigió con motivo de la instalación del Congreso Constituyente de 1830, el cual se encuentra en el archivo histórico de la Asamblea Nacional, año correspondiente de 1830, Tomo XI, folios 1° y 2°, aparece una vocación por el sometimiento a la autoridad civil y a la ley: “Mi espada, mi lanza y todos mis triunfos militares están sometidos con la más respetuosa obediencia a las decisiones de la Ley. Hasta este día he gobernado como Jefe del Estado y general del ejército sin otra regla que el bien común y la tranquilidad de todos; los pueblos congregados parcialmente me confiaron la autoridad, y desde el día trece de enero en que tomé sobre mí tan delicados encargos se ha conservado el orden, la paz, sumisión al gobierno en todo el territorio del Estado, y el ejército ha observado la más estrecha disciplina. Se han disipado ya las negras nubes formadas por un poder ilimitado, que causaban temores al celo de la libertad, y con la más dulce satisfacción he visto llegar la aurora del día en que la Ley recobra todo su poder. Yo devuelvo a la Soberanía del pueblo las facultades de que me había revestido sin quedarme otra cosa que el contento de presentar a Venezuela unida, sus autoridades respetadas, sus votos protegidos y armadas para defenderlos con un numeroso ejército tan capaz de resistir cualquier invasión, como de invadir si fuere necesario (…) Lleno de placer me considero desde hoy reducido a la clase de simple ciudadano y espero con ansia la resolución de la majestad del pueblo que designe la persona que haya de sucederme, así para entregarle la dirección del Estado y mando del Ejército; como para dar en mi despedida un tierno abrazo a mis antiguos compañeros de armas, que sea el signo de mi verdadera estimación y amistad; encareciéndoles al mismo tiempo la obediencia como su primer deber, el valor como el fundamento de su gloria y la libertad como el objeto de sus triunfos (…) Para mí sólo quiero que el descanso y el reino de la Ley; consagrar el resto de mi vida a la gloria de mi patria y ver establecida por reglas invariables la igualdad, la libertad, la seguridad y felicidad de todos los venezolanos”.

No quiero aparecer como ingenuo al presentar armoniosas relaciones cívico-militares como marco de nuestro nacimiento institucional; al contrario, lo que hago es valorar la actitud de un jefe militar que se sobrepone a las presiones para imponer una visión civil y liberal en la vida pública y la administración del Estado. Páez no actúo como civil, tampoco como militar, lo hizo como un político que, siendo el máximo exponente del mundo militar, se arrogó la representación de la sociedad venezolana para consolidar un proceso de formación nacional.

Y quiero concluir indicando que hoy los militares tienen el reto de una decisión singular. Una que se ha afrontado varias veces en la historia de Venezuela. La tomaron en el momento de la muerte de Juan Vicente Gómez canalizando un proceso democrático en los términos que permitía aquel tiempo. Lo hicieron también al sumarse a los factores políticos que propiciaron la caída de Pérez Jiménez. Tienen que ponderar una definición sin las cobardías de quienes se esconden detrás del títere que habla por ellos. O detienen el proceso de destrucción nacional reconociendo la institucionalidad democrática que representa el Parlamento y permitiendo las elecciones; o se hunden con las hordas depredadoras en la inevitable caída bajo himnos wagnerianos. Lo que está planteado es la muerte del Partido Militar. Ustedes deciden.

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