Fiesta venezolana

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Cualquiera que haya asistido a una ceremonia, presentación o a una simple fiesta, notará como en el afán de divertirse y compartir con los semejantes, el venezolano no se queda en las chiquitas y pone lo mejor de sí para que el acontecimiento sea simplemente inolvidable. Y si pone lo peor, anótenlo, tampoco nadie lo olvidará.

Asistir a una fiesta en Venezuela, puede resultar un acontecimiento muy singular. Si bien la buena educación y la cortesía indican que lo lógico es llegar a la hora, usted notará inmediatamente que una de las peculiaridades de nuestro gentilicio, es que absolutamente nadie llega a la hora indicada. Si usted alardea de puntual, se encontrará con una pila de mesas y sillas sin ordenar en la entrada, al dueño de casa montado en la escalera haciendo la acometida de cables para iluminar el garaje, y a la anfitriona de la fiesta en licras, sin sostén, con el pelo lleno de rulos y corriendo detrás del agasajado, que se niega a vestirse mientras corretea desnudo por toda la casa.

Luego de repuestos de la primera impresión, nos disponemos a disfrutar del agasajo. Pero a nadie le pasa desapercibida esa cierta tensión que existe en el ambiente. De vez en cuando los invitados voltean nerviosamente hacia uno y otro lado, como si esperaran algo que se echa en falta ¿La causa de ese comportamiento? Pues que no han salido los tequeños. Infaltables en toda fiesta que se precie, los tequeños se convierten en el botín más codiciado y el objeto del deseo de todos los asistentes. Con cada batida de la puerta de la cocina, los invitados se sobresaltan y estiran el cuello para ver las bandejas que salen, y luego de visualizar la presencia del valioso contenido, saltan como fieras heridas para satisfacer sus apetitos veniales.

Ni siquiera en un encuentro deportivo se podrán encontrar tal cantidad de codazos, zancadillas, agarres y marcaciones cuerpo a cuerpo, como las que se ven cuando la gente se abalanza sobre la bandeja de tequeños. Como en un documental de National Geographic, solo los más fuertes y rápidos están en capacidad de hacerse de las crujientes presas, dejando para los más débiles los platos plásticos repletos de pepitos húmedos y papitas fritas mustias. Debemos señalar que algunos sadistas reparten tequeños rellenos de chocolate, por lo que a veces la ocasión toma proporciones de motín a bordo, solo que no se toman prisioneros. Ningún anfitrión escapa a la satisfacción del deber cumplido y de esponjar el pecho cuando escucha: “chamo, todo buenísimo ¡y había tequeños!”.

Otro elemento cuya presencia resulta de importancia capital es el hielo. En apariencia sencillo y sin mayor trascendencia, el hielo se convierte en la piedra angular de toda celebración. Aunque siempre se da como un hecho su presencia, ya demasiadas veces hemos visto los rostros demudados en asombro y terror cuando una voz lúgubre se eleva por encima del volumen de la música y anuncia dolorosamente: “se acabo el hielo”, como un INRI de velo gris que pende sobre las almas de los convidados. Es un sentimiento colectivo que recorre como corriente eléctrica el alma de todos los invitados: “¿Cómo va a ser? ¡Si ahora es que la fiesta se puso buena!”. Y como en el documental, pero esta vez de Amnistía Internacional, una voz valiente se sobrepone al dolor y anuncia: “si me dan plata, yo voy por el hielo”.

La celebración toma calor y pasamos a la siguiente etapa de ritualismo gregario: el trencito. El trencito se constituye en el alfa y el omega del convite, en la respuesta milenaria de la raza humana a sus necesidades de reconocimiento y estima, amén de tratar de mantener la dignidad de nuestro equilibrio culebreando entre tanto borracho. El trencito se constituye en la vuelta a las raíces primigenias, donde nos abrazamos al regazo de la madre y encontramos el calor del hogar. La historia de la humanidad se resume en ese par de manos que se aferran tenazmente a la lúbrica cinturita de avispa de la chica que perseguimos durante toda la noche y que no nos había parado pelota; esa pequeña redención que nos convierte en amos y señores de nuestro destino, mientras el más borracho encabeza la faena, para delicia de los fanáticos de Facebook e Instagram, que mañana a primera hora colgarán los videítos más divertidos de la noche. Es que el trencito es como la vida misma: hay ganadores y perdedores que lo toman o lo dejan pasar.

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