El pan de cada día
Harina, agua, levadura, sal y quizás un poquito de grasa. Elementos mágicos que unificados constituyen uno de los alimentos más tradicionales y antiguos del mundo. Ese que solía posarse en las mesas venezolanas a cualquier hora del día, con el objetivo de saciar a familias enteras. El tan apreciado pan, que millones de bocas piden a diario en sus oraciones, nunca se había hecho tan esquivo.
De vez en cuando se ven ahogados en bolsas empañadas, trasladados con recelo de la panadería hasta el hogar. Hay gente que ni se toma esa molestia. Optan por comprarlo revendido, hacerlo en casa u olvidarse de su existencia.
Es ahora una travesía, lo que antes era un paseíto. Conseguir pan no es fácil, y acostumbrarse a no consumirlo, tampoco. Sin embargo, éste sigue allí. Latente, casi intangible, pero sobreviviendo.
¿Dónde encontrarlo? En historias como la de Manuel. Un experimentado señor que dirige una panadería de muchísima trayectoria. Graduado en computación pero dedicado a su establecimiento. Pasó de saborear la prosperidad de su negocio por muchos años, a lidiar con las trabas que el mercado le ha impuesto. Ya no vende como pan caliente, ni tiene buenas tortas a falta del mismo. Subsiste y les paga a sus empleados con lo poco que genera.
Vive preocupado, pensativo. Con la incertidumbre de si tendrá con qué trabajar la semana siguiente y si podrá pagar los estudios de sus tres hijos. Mientras tanto, las vitrinas vacías y la fachada acompañada de una larga fila de gente que espera para comprar un producto de ínfimas ganancias. No es justo para él ni para el cliente, pero eso no lo entienden ellos. Teniendo panadería, Manuel hace pan todos los domingos desde su casa para no tocar su mercancía. Por supuesto, lo prepara con harina que compra revendida.
La escasez afecta a todos. Las malas gestiones golpean a oferta y demanda, nadie se salva del impacto. Ahí está Omar, un ex funcionario de seguridad que siempre quiso estudiar algo relacionado a la gastronomía. Se decantó por el ámbito panadero y ya tiene 4 años como profesor del oficio en una de las escuelas culinarias más reconocidas del país.
Además de ese cargo, trabaja los fines de semana dando talleres por su cuenta. Sólo así le alcanza para mantener a su familia y poder vivir relativamente bien. Pero la realidad que plantea su caso es preocupante. La mayoría de sus estudiantes aprenden la profesión para poder emigrar con un seguro de vida. Ven la panadería como una opción para no pasar hambre en el extranjero, pues ni de chiste consideran iniciar un emprendimiento en suelo criollo.
Omar entiende, y de algún modo se beneficia, pero no es lo que realmente quiere que le ocurra a su terruño. Lo más bonito sería que todo volviera a la normalidad, que incluso se consigan más opciones y mejor calidad. Pero no, hay que picotear alguna de las incómodas alternativas para poder siquiera probar un pancito.
Un alimento tan básico y esencial para la dieta de cualquiera. Desde el pobre hasta el adinerado. Ni siquiera eso puede garantizarse en estos tiempos de sequía. Pero no todo es color gris. Hay anécdotas de quienes sí le sacan jugo a la crisis actual, rodeando al valorado pan, claro está, el protagonista de estos cuentos.
Wilmer maneja una empresa de catering desde hace 14 años. La sede donde elabora sus alimentos, la aprovecha como un café lonchería y con eso le basta para cubrir gastos rutinarios. Como la mayoría, vive los infortunios de la escasez y el tan tóxico bachaqueo, pero hasta hace un año, se vio recompensado con un hecho casi milagroso. Logró ser inscrito en la ruta de suministro de harina panadera y empezó a recibir más mercancía de la que podría procesar. Muy sabiamente, aprovechó para picar adelante.
Junto a su esposa, quien es cómplice de tan solicitadas delicias, Wilmer empezó a elaborar pan para venderlo en el edificio donde reside. Lo que empezó como una iniciativa para generar algo de dinero extra, culminó siendo una ayuda humanitaria para sus vecinos. Desde que éste empezó a llevar aproximadamente 80 canillas a la planta baja, una curiosa empatía se esparció entre quienes allí conviven.
Se convirtió en un héroe, un santo. Le llueven agradecimientos de todo tipo, pues la gente se ahorra el fastidio de hacer una larga cola y ahora compran su pan a unos metros del ascensor. Hasta contagió a otros semejantes que se unieron a la causa vendiendo quesos y otros productos. Una interesante y esperanzadora anécdota, muestra de que en conjunto y con buenas iniciativas se puede generar un cambio. Wilmer corrió con fortuna, privilegio que no todos disfrutan.
También está el caso de José. Joven y trabajador polifacético. Durante los últimos meses, trabajaba en una empresa de envíos. Comenzó como un simple empleado y fue ascendiendo con rapidez a un cargo respetable. Pero los peligros pudieron más que la comodidad. Pertenecer a una compañía de encomiendas es ahora un camino peligroso, pues camiones repletos de paquetes son presas atractivas para malhechores.
Tomó una decisión correcta, pues la vida vale más que cualquier empleo. Pero ahora debía enfrentar la tarea de buscar un nuevo trabajo. De algo tiene que comer su hija recién nacida. Por ello, José acudió a un amigo que posee una panadería y emprendió un nuevo negocio. El amable compañero le vende una buena cantidad de panes a costos bajos para que éste los revenda a domicilio. No halló una mina, pero al menos resolvió ante la desesperación. El porcentaje que le añade no es una barbaridad, al menos es bastante considerado.
Ahora, José trata de aprender el oficio para dedicarse a tiempo completo al ámbito panadero y generar él mismo su mercancía.
Algo similar fue lo que alcanzó Valentina, quien pasó de laborar en una licorería a convertir su casa en una sala de producción. Ella siempre tuvo afinidad por la repostería, tanto que aprovechaba esos dotes para hacer dulces y venderlos en su sitio de empleo. Era tan fuerte el gusto de los demás por sus ricas tortas y ponqués, que decidió instruirse de una forma más profesional. Si bien, no logró culminar esos estudios, ya posee envidiables conocimientos y técnicas que aplica a diario.
Al compás de sus manos y con un horno que todavía no ha terminado de pagar, Valentina hace pan y otros manjares para venderlos al final de la tarde. Se coloca en las afueras de su casa con una mesita y vende todo lo que ese día produjo con su ayudante. No le va mal, pero tampoco obtiene ingresos rimbombantes.
Parece bonito, sobre todo si hay vocación, pero así como se logran resultados sustentables, muchos son los inconvenientes que se presentan en el proceso. Casi toda su materia prima la obtienen de bachaqueros, o de panaderías que se puedan dar el lujo de revender piezas de su inventario. Así como tiene que pagar demás, le toca soportar los abusos de quienes se aprovechan del poder. Varios intentos de robo y confiscación la han acompañado en su viaje.
Así, quedan expuestos estos 5 casos, que al mismo tiempo van envueltos en una misma masa quebradiza. Con tonos agridulces pero dignos de analizar. No fueron expuestos los nombres reales de los protagonistas, pero las historias son totalmente verídicas. Este es el mundo real, donde se pide a gritos el nacimiento de una voluntad mayor que acabe con las penurias.
He aquí una muestra del pan de cada día de los venezolanos.
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