De uno a otro gas
Las más recientes jornadas represivas, con un lamentable saldo de muertos y malheridos, no constituyen la curiosa novedad deseada por los voceros del gobierno, sumergidos en el detergente que no logra quitar la sangre de sus manos. De alguna manera, el discurso oficial pudo soslayar las consecuencias generadas por el oleaje represivo de su masiva rabia en 2014, neutralizadas sagazmente las numerosas faenas de años anteriores.
Apenas instalado el régimen, no por casualidad, el mismo desde 1999, cercó la sede del otrora Congreso de la República, importándole un bledo que senadores y diputados hubiesen emergido de las urnas electorales meses atrás. Todavía recordamos una de las tantas lides, compartiendo el gas mostaza y los golpes con Carlos Moros Ghersi, ya de edad avanzada, o el coraje que, por siempre, ha exhibido Roberto Campos, bajo una lluvia de proyectiles de los que sòlo después se sabían si eran de pólvora pura, perdigones o lacrimógenos.
El gas mostaza de entonces, teñía las calles del centro histórico de Caracas con el ruidoso respaldo de los llamados Guerreros de La Vega, motorizados empistolados que lucen como los tempranos precursores de los llamados círculos bolivarianos y colectivos armados. Deslumbrada y confundida la opinión pública por la promesa constituyente, la que se concretó en una asamblea de una portentosa sobrerrepresentación gubernamental, dejó pasar aquellos eventos inaugurales de un régimen caracterizado por el audaz cinismo de una vocería que todavía no teme a la justicia divina o terrenal.
En la esquina de San Francisco, camino a la sede legislativa desde las oficinas administrativas, dizque pintores, solía agruparse un número escasos pero bullicioso de los partidarios de Chávez Frías, cuya única labor era la de provocar a los parlamentarios y demás dirigentes de la oposición. De la agresión verbal no pocas veces se pasó a la física, asumida como una suerte de divertimento que procurara el fortuito reconocimiento de un dignatario del novísimo gobierno. Sin embargo, en su acepción ordinaria, se levantó descomunal el mito de una transición pacífica.
Incluso, iniciando el camino de su ascenso burocrático como nunca lo pensaron sus rivales más cercanos, provenientes de la academia, el hoy embajador venezolano ante la OEA, Samuel Moncada, suscribió unas notas intituladas “Poder Legislativo: pasado, presente y futuro” (Comisión Legislativa Nacional, Caracas, 2000). Refería el intrépido historiador: “No deja de ser un mérito que el sistema parlamentario punto-fijista murió sin violencia y por la voluntad popular. Este mérito es compartido tanto por los vencedores como por los vencidos”.
La mentira comenzaba a edificarse, aunque ya se asomaban los signos del descontento que fue abortado dramáticamente dos años más tarde. La destrucción del Congreso supo de una violencia administrada con saña, paciente y artera en resguardo de las meras formalidades; y, al mismo tiempo, la asamblea constituyente resultó tempranamente secuestrada por la directiva en línea directa con Miraflores. Por supuesto, hubo la candidez de ciertos sectores de la oposición, añadidos los más importantes medios de comunicación que posteriormente fueron facturados, en un rápido contraste con aquellos que la sola y básica formación política e ideológica, por llamarlo así, impidió que mordieran el anzuelo.
Los gases de un angustioso presente, licuados con una intención homicida que cada vez se hace más evidente para intentar frenar la protesta irrefutablemente popular, tienen por origen aquellos que cundieron la sede legislativa y sus alrededores por enero y febrero de 1999, abriendo las puertas a un precipicio histórico. Lo más importante, por entonces, era también decapitar a los elencos políticos y parlamentarios, quizá – salvando las diferencias – con el mismo empeño con el que la generación animada por el Congreso de 1811, fue decapitada al caer la Primera República, por cierto, una denominación de entero cuño historiográfico.
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