Principios e intereses en la política exterior
Indispensable Brasil
Era abril de 1996 en Asunción. Un golpe estaba en marcha contra Juan Carlos Wasmosy. El presidente constitucional se adelantó a los hechos ordenando el pase a retiro de Lino Oviedo, el General sublevado, quien respondió con la amenaza de bombardear la residencia presidencial.
La sublevación fue neutralizada. Alguien seguramente habrá caracterizado los hechos como injerencia en los asuntos internos de Paraguay. Dicho golpe fue el motivo por el cual Mercosur cuenta con la cláusula democrática en el Protocolo de Ushuaia que se firmó en 1998. Ante las crisis, más instituciones.
El recuerdo es oportuno. El pasado 31 de mayo se llevó a cabo una reunión de cancilleres para hablar de Venezuela. En medio de tanta discusión sobre soberanía e injerencia, justamente, el canciller de Brasil Aloysio Nunes puso el tema en su contexto histórico y muy en línea con su presidente de entonces. Yendo más atrás de 1996 llegó a los setenta, cuando el éxito de la intervención de la comunidad internacional se medía en vidas.
En esa época difícil—parafraseo aquí al canciller—eran tiempos de cárcel y exilio. Antes que la democracia triunfara, “solíamos golpear las puertas de las organizaciones internacionales, las puertas de la OEA para la defensa de los derechos humanos y la denuncia de los crímenes cometidos”. La crisis venezolana demanda una reflexión colectiva, concluyó, “a todo un continente que aprendió a duras penas que la democracia no es un lujo sino un bien esencial”.
La perspectiva de Aloysio, alguna vez él mismo un exiliado, le dio marco regional a la desventura venezolana. Describió una triste realidad común: las violaciones a los derechos humanos y la crónica fragilidad de la democracia, ese bien esencial. Sus palabras sonaban a una clase sobre diplomacia de normas y principios, en contraste con una de puros intereses.
Fue un soplo de aire fresco en medio de tanta mediocridad oportunista. Pero también fue un recordatorio del lugar que ocupa Brasil, su indispensabilidad para cualquier arreglo político regional. Es que Brasil es casi una superpotencia, solo que más cerca, limítrofe con todos los países sudamericanos excepto Chile y Ecuador, y con una historia compartida.
En casi una historia de familia marcada por la pobreza, la desigualdad, el populismo, los militares y la difícil construcción de la democracia. Es el hermano mayor, con partes iguales de bíceps y de empatía. Poder duro y blando al mismo tiempo, siempre fue así.
Dicha indispensabilidad también cuenta para los fracasos. Sin el apoyo de Lula y Dilma Rousseff es improbable que el chavismo hubiera llegado tan lejos. Lula incluso hizo campaña por Maduro en la elección de 2013. El spot está en Youtube: “Maduro presidente é a Venezuela que Chávez sonhou”. En Miraflores nadie lo llamó intervención extranjera, conste.
Desde entonces Brasil atraviesa por una seria inestabilidad política, derivada de un sistema de corrupción de profunda capilaridad combinado con la recesión más grave que haya tenido jamás. Ello le costó el cargo a Rousseff y luego envió a la cárcel a Eduardo Cunha, el diputado que condujo el juicio político contra la presidenta. Las denuncias y acusaciones se reproducen en el tiempo, afectando ahora al presidente Temer.
Paradójicamente, el sistema político ha anclado la resolución de su propia crisis en sus dos insignes instituciones no-políticas: el Poder Judicial, profesional e independiente como ningún otro en América Latina, e Itamaraty, su cohesionada y competente cancillería. Y mientras los procesos judiciales navegan en aguas turbulentas, su diplomacia regresa a los derechos humanos. La opción entre una política exterior basada en principios y una basada en intereses es falsa, para Brasil y para cualquiera.
O por ponerlo de otro modo: los principios son una inversión de largo plazo, pues en ellos reside el interés estratégico de una nación. Esa fue la lección de Paraguay en 1996 y así es abordada la crisis de Venezuela de hoy. Brasil sigue siendo indispensable.
Crédito: El País
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