Del destino universal del pan

Reproducción: El Universal, Caracas, 20/07/1944- Fotografía: LB, pared de la Iglesia de San Francisco, Caracas (23/08/2017).

El pan es un alimento básico y universal, independientemente de sus ingredientes. En nuestro caso, la dieta venezolana ha sabido del trigo, el maíz y la yuca para su elaboración y nunca faltó en la mesa, alternándolos de acuerdo al gusto o a una determinada coyuntura crítica.

El pan, como todos los bienes del planeta, está destinado a todas las personas que tienden a complementarse y a realizarse en comunidad. Refiere la Constitución Pastoral “Gaudium et Spes” que “todos los hombres tienen estricto derecho a poseer una parte suficiente de bienes para sí mismos y para sus familias” [GS: 69], bajo el principio – varias veces polémico – del bien común, “suma de condiciones de la vida social que permiten alcanzar a los individuos y a las colectividades su propia perfección más plena y fácilmente” [Ib.: 26].

Inicial constatación, la dictadura venezolana niega ese derecho, aspirando a complotar y desorganizar a la ciudadanía para que acepte la mera asignación autoritaria de los bienes que tampoco produce e impide que otros lo hagan, reafirmando la supremacía de un Estado que, faltando poco, ha dejado de serlo. Éste, apenas una imitación que dice darle legitimidad  a las mafias que lo controlan,   impone lo que entiende por felicidad y procede en consecuencia, por etéreo que sea el término.

La carestía e inexistencia del pan, afecta a todos los sectores sociales que se aventuran en las grandes y madrugadoras colas para actualizar el problema de la inseguridad personal, hora tras hora.  La tentación es la de ejercitar una suerte de economía política del pan o la de versar sobre la maldad intrínseca de los agentes económicos privados, cuando  la realidad apunta, en la agonía de un rentismo que insiste en el legado de su mentalidad, a una nomenclatura emergente, en la secuencia del largo socialismo, harta y satisfecha que, por ironía, reclama que “el pan es del pueblo”.

La actividad comercial del pan ha colapsado, por la precaria o nula producción de trigo, maíz y yuca que, a la postre, resultó de la aplicación de la  Ley de Tierras, sumadas las decisiones arbitrarias que se aprovecharon de ella; la imposibilidad de una estable importación de los rubros, quebrada la economía nacional;  las medidas temerarias de expropiación de las panaderías mismas, ignorando si cuentan con alguna formalidad legal para hablar de nacionalización o estatización. Innegable hecho de fuerza, la ocupación de los locales ha corrido por cuenta de los grupos paramilitares que, apenas, justificándose, complementan a los CLAP o a las juntas comunales comprobadamente oficialistas. A la galopante desindustrialización del pan, la arepa y el casabe, despunta una distribución de lo poco existente contraria a toda equidad.

Un modo tan particular de combatir la inflación, agravándola, las mafias fuerzan a las panaderías a la venta del pan de trigo asestándoles un precio,  aunque las desequilibre y haga peligrar su misma existencia, reduciendo la oferta de otros productos de consumo masivo, sustitutivos de un almuerzo más sustancioso y costoso, y peligrando los compromisos laborales adquiridos, cuya solución, si fuere el caso, sabe de una respuesta anticipada de las inspectorías del trabajo.  E, inadvertidamente, el tema pisa el campo delictivo.

Una variedad de situaciones permite darle cierto perfil criminológico a la experiencia socialista en curso, pues, por una parte, hay panaderías que no soportan más el peso de las sobrevenidas responsabilidades políticas asignadas, como la de vender de acuerdo a lo regulado, quebrando; y, respecto a las que penosamente logran sobrevivir, dependen del pacto tácito o explícito contraído con sus expropiadores inmediatos, arriesgándose – como ha ocurrido – al repentino saqueo.  Por otra, ocupado por la fuerza el local, sin fórmula alguna de indemnización o de continuidad con los compromisos laborales, los improvisados administradores que de hecho se imponen, no venden más al detal; además,  colocan la precaria producción a través del CLAP y las juntas comunales afectas, reforzando el clientelismo político, aunque prosperan las fórmulas corrompidas de distribución o el favoritismo, alentando el mercado negro.

Las denominadas panaderías socialistas que antecedieron al presente oleaje de expropiaciones de facto, tampoco alcanzaron la  solvencia esperada, gracias al corto-circuito económico nacional. Nada competitivas, las panaderías en manos privadas ofrecían una mayor garantía de producción y de venta.

Ergo, el destino universal del pan cuenta con una mayor y mejor posibilidad con el libre mercado. Y es que, con todas sus fallas, estabilizando o abaratando los precios, mejorando la calidad y ampliando la oferta de productos, las panaderías de antes hacía llegar el pan a  los consumidores que así lo desearan, cualquiera que fuese su cantidad, cumplido  el círculo virtuoso que partía de la disponibilidad de las materias primas.

En lugar de las pastillas, el dolor de cabeza sabe del pistoletazo, por lo que el alegado monopolio de las cosechas, importaciones o plantas procesadoras, condujo a la destrucción, sabotaje o sustitución de las empresas. La sola e infeliz afectación de Agro-Isleña, por citar un ejemplo, ha traído terribles consecuencias que se hacen sentir en la mesa de nuestros hogares.

En el país que pudo producir trigo sostenidamente, según las viejas reseñas de la prensa, las panaderías y pastelerías derivaron en pizzerías y elaboradores de los  más variados emparedados para rivalizar en el desayuno con los vendedores de empanadas, aún con los ambulantes y fuera de todo control sanitario. De superior capacidad empleadora, el mantenimiento y la reparación de sus hornos tendían a ocupar a personas tan diestras como al amasador, hornero,  maestro pastelero o al servidor de un suculento café, trastocado el mostrador en un referente para una distraída tertulia de ocasión.

Por lo menos, el libre mercado asegura que el pan llegue a un mayor número de destinatarios, como no lo hace esta dictadura socialista que ha desaparecido el trigo, el maíz y la yuca, como lo está haciendo con el petróleo. El modelo de apropiación y propiedad privada, garantiza una mayor autonomía personal y familiar,  “considerada como una prolongación de la libertad humana” [GS: 71], frente al modelo socialista en boga que, ya aludido, ni siquiera se sabe si es del Estado, porque de éste tampoco se tiene certeza.

Experimentamos un enorme retroceso, pues, respecto al orden social y sus progresos, “debe siempre derivar hacia el bien de las personas, ya que la ordenación de las cosas está sometida al orden de las personas y no al revés” [GS: 26]. La consigna simplificada de “pan pal pueblo”, esgrimida por los grafiteros tarifados del régimen,  constituye una gigantesca burla para todos, afianzada por la ocultación y adulteración de las estadísticas remitiéndonos al desorden establecido que una vez ilustró la putrefacción impune de los alimentos en los puertos venezolanos, como – ahora –  en la ocasional exquisitez de degustar algo parecido al pan. 

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