La incógnita despejada
En la víspera de las elecciones de 1998 apareció presurosamente un libro que recogía en su portada un título revelador: El dilema del chavismo. Una incógnita en el poder. Su autor, Alberto Arvelo Ramos, era un catedrático universitario de larga trayectoria quien en 1992 se había sumado al coro de inconformes antisistema que expresaron su inicial regocijo por el alzamiento militar del 4 de febrero, interpretado como una respuesta a un estado de cosas insoportable que la Nación toda padecía bajo la inmisericordia de los grandes partidos AD y COPEI que para entonces usufructuaban el poder.
Testimonio de su identificación con los ideales que decía profesar el movimiento golpista, fue la puesta en circulación de otro libro intitulado En defensa de los insurrectos. Un ensayo de teoría política, con un nada desdeñable prólogo del sacerdote jesuita Arturo Sosa.
Seis años después, Arvelo Ramos, volvía sobre sus pasos y se dispuso, tal como lo advertía en las páginas preliminares de su nuevo libro, a tomar posiciones «frente a los riesgos de caer en despotismos peores que este plural de cual estamos saliendo». Y en efecto para entonces, todo parecía indicar la determinación de una mayoría considerable del electorado venezolano a sufragar a favor del candidato Hugo Chávez, muchos de ellos se decían hastiados de cuarenta años de gobiernos partidistas devenidos en una especie de «dictadura plural de partidos que durante años hemos designado como democracia».
La llamada antipolítica se abría cancha en un terreno fértil para la ira y la venganza, hacia quienes eran considerados los responsables de la pobreza, la corrupción y la injusticia. Sin embargo, el autor de marras, anotaba que en medio de aquel malestar generalizado podía percibirse que ese electorado aún seguía profesando su inclinación por la Democracia y un claro rechazo hacia el establecimiento de una dictadura.
Toda una paradoja. Rechazaban a los actores que representaban el sistema democrático imperante y mostraban su predilección a la candidatura de un militar que personificaba las ansias de «mano dura» que el país parecía necesitar.
Empero, Arvelo Ramos, estimó necesario retomar la pluma no para pretender incidir en la modificación de la intención del voto a todas luces prochavista, sino para esbozar la puerta al infierno que se nos podía venir encima, si los electores equivocaban su apuesta.
Cómo nos describía a Chávez en ese entonces el escritor Arvelo Ramos: «…Chávez desplegó una virtud que ni Caldera ni nadie pensó que este militar poseía: una extraordinaria capacidad de comunicación y de organización de la población. Con palabras claras supo decirle a amplios sectores de una sociedad civil – irritados y desencantados por el deterioro económico, social y ético – el mensaje que ellos querían escuchar. El nuevo líder en poco tiempo se hizo maestro en el manejo del ardid de comunicación predilecto de los políticos civiles que consiste en “graduar” el mensaje y modificarlo, de acuerdo a las ganas e intereses del auditorio. Sus propios prejuicios y visión unilateral – que lo hacían ciego a la dignidad de los civiles – le agregaron fuerza, ira y claridad al mensaje de denuncia, que Chávez hábilmente no lanzó contra los civiles en general, sino contra los detestados militantes de los partidos leninistas. Pescó con buen tino en río revuelto, moduló sus declaraciones y discurso con enorme habilidad táctica, y termino por convertirse – desquitándose por completo de la clase política que lo derrotó en 1992».
Un lobo con piel de cordero, un maestro del histrionismo, un sagaz estratega de la mentira. Ese era Chávez, retratado de frente y de perfil por la aguda perspicacia del filósofo y escritor. No contento con la moldura de la figura principal, abocetó también el bosque de grupos heterogéneos adheridos como sanguijuelas al candidato del autodenominado polo patriótico.
Dos pequeños grupos «pero de enorme influencia sobre el comandante», llamaban particularmente la atención de Arvelo Ramos. Los «partidarios de la dictadura militar plena» y los «partidarios de un partido leninista único».
El otro grupo, numeroso en su composición, representaban los tontos útiles de siempre, las masas irredentas, el manso pueblo de los cantos de Alí, los infaltables oportunistas, los románticos de postín, esos que solo cuentan como votos.
Los que sí valen, los verdaderamente comprometidos, son los «grupos muy restringidos del chavismo (…) estructuralmente no democráticos». Esos que propugnan una «dictadura monocromática y totalitaria» que sin controles institucionales de ninguna especie, gobierne con absolutas facultades para dictar leyes a su antojo, juzgar a quienes le adversen y permanecer indefinidamente en el poder.
Tamaña advertencia, tal vez propia de quien sintió en carne propia el vapuleo de una suerte de anillo de hierro que se adecuó al carácter del comandante. Nunca lo sabremos a ciencia cierta, pero su emplazamiento en la antesala del Hades es valedero traer a colación en esta hora.
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