La soledad de Rómulo Betancourt ante la historia
Posiblemente el único estadista de nuestra torpe, atribulada y trepidante historia política republicana. Como que anticipó y pretendió impedir la espantosa tragedia que estamos viviendo, incluso con las armas en la mano. ¡Qué insalvable, qué incomparable abismo entre él y los filisteos y tartufos de la socialdemocracia venezolana de hoy, que para justificar sus claudicaciones ante la tiranía falsean la historia! ¡Qué dramática ausencia de líderes de su talla en medio del desierto que estamos atravesando!
No existen referencias testimoniales que den cuenta de la comprensión por parte de la sociedad venezolana, y en especial de su clase intelectual y política, de la justificación, profundidad y razón del acendrado anticomunismo de la teoría y práctica políticas de Rómulo Betancourt. Tanto más en una época y en una situación –fines de los cincuenta– en que declararse anticomunista constituía una blasfemia y, para muchos de sus compañeros de causa y partido, una aberración. ¿No estaba Betancourt absolutamente solo cuando se opusiera al reclamo unitarista de todos los sectores que, a la caída de Pérez Jiménez, incluso en su propio partido y particularmente en las filas de su juventud, reclamaran un entendimiento más que electoral con los comunistas venezolanos? ¿No se encontraba absolutamente solo ante el avasallante y deslumbrante fulgor de Fidel Castro y la Revolución cubana, aclamados en la Caracas de febrero del 59 con mucho mayor simpatía que él por la dirigencia y la juventud de su propio partido? ¿No tuvo finalmente que imponerse haciendo uso de todas sus magistrales dotes de realismo político?
Hablamos de los años postreros de la Segunda Guerra y de los cambios asociados a su desenlace, durante el desarrollo de la llamada Guerra Fría. Aquella, viviendo el maridaje contra natura impulsado por Churchill del capitalismo y el socialismo soviético, unidos pragmáticamente en razón de combatir exitosamente el indetenible nazismo hitleriano. La segunda, cuando al alineamiento antifascista sucediera el enfrentamiento frío pero igualmente bélico entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Ser anticomunista, bajo esas condiciones, resultaba antinatural y políticamente injusto. No era de buen tono. Sobre todo en América Latina, pues suponía alinearse, incluso, junto al demonio del imperialismo norteamericano. Todavía hoy, usar el término castrocomunismo, mientras se sufre el asalto de las tropas cubanas, despierta alergias, odios y rencores entre viejos sectores de las dirigencias opositoras oficialistas.
A ese contexto general se sumaba en el caso venezolano la unidad antidictatorial de las fuerzas de izquierdas, entre las que sobresalían por su papel protagónico en la lucha con Pérez Jiménez, los dirigentes y militantes del partido Acción Democrática y del Partido Comunista de Venezuela. Que, en una prueba de indiscutible generosidad y sacrificio, soportaran prácticamente en solitario el peso principal de la lucha por la libertad llevada adelante pese a las torturas, a la persecución, a la represión y a la muerte por ambos partidos, hermanados en el combate. ¿Cómo romper esa unidad reclamada por todos frente a lo que parecía un gesto de mezquindad, sectarismo y malacrianza por parte del líder principal de Acción Democrática a la hora de cosechar los frutos de la resistencia? Tengámoslo claro: durante los primeros años de su mandato al frente del primer gobierno democrático de la historia de Venezuela, Betancourt debió enfrentar el rechazo, la oposición y la odiosidad de las izquierdas parlamentarias y guerrilleras, amén de la oposición acuartelada y golpista de las fuerzas militares de izquierdas y derechas. Léase, para conocer los hechos, el importante trabajo del historiador Edgardo Mondolfi, Temporada de golpes. Las insurrecciones militares contra Rómulo Betancourt. Fue, en la práctica, un líder que estuvo solo frente al destino.
Las condiciones estaban dadas para considerar al anticomunismo betancourtiano como un gesto de ruindad sin límites, puesto a circular en la opinión pública ya fuera para agradar a Estados Unidos, ya fuera para congraciarse con la Iglesia, el empresariado y los altos oficiales de las fuerzas armadas. Ya fuera, en el mejor de los casos, en un acto de astucia que perseguía imponerse a los altos intereses del ejército cuya alta oficialidad, proveniente del gomecismo, se mostraba reacia a aceptarlo a él y a sus compañeros de ruta luego del papel jugado por él y su partido durante la revolución de octubre: “Así –escribe Edgardo Mondolfi– aunque sus protagonistas fuesen oficiales venezolanos, la repetición de esa amenaza –(la del comunismo internacional)– a través de los pronunciamientos públicos del presidente –una amenaza ya no sólo comunista sino cuyos protagonistas fungían (a su juicio) como instrumentos dirigidos desde Cuba y la Unión Soviética– demuestra que, en este punto, volvería a imponerse la astucia política de Betancourt. A partir de entonces, y aun cuando muchos otros factores pudieron haber incidido en que los cuarteles se vieran aquietados, la construcción discursiva en torno a una amenaza comunista y, sobre todo, venida de afuera, figura en un lugar principalísimo. A fin de cuentas, como lo sostiene (Manuel) Caballero, Betancourt tocaba una tecla muy sensible al dirigirse a las Fuerzas Armadas y afianzarse ante semejante amenaza” [1].
Lo cierto e indiscutible, muy por el contrario, fue que el anticomunismo de Betancourt provenía de sus más profundas e íntimas convicciones y sobrepasaba todo cálculo político de conveniencias. A pesar de sus simpatías iniciales con la teoría marxista, sintió siempre una profunda animadversión por el estalinismo y el sedicente internacionalismo proletario de la Tercera Internacional. La sabía un instrumento del imperialismo soviético. Betancourt fue, antes que nada, un venezolano de sangre, carne y espíritu, un nacionalista convencido de que toda intromisión extranjera, viniera de donde viniese, vulneraba la esencia de nuestra nacionalidad y un demócrata a carta cabal que se sintió con suficiente autoridad moral como para reclamarle al gobierno de Estados Unidos entonces en manos de John F. Kennedy por su respaldo a las dictaduras latinoamericanas de derechas. Lo que le llevó asimismo no solo a repudiar al comunismo en todas sus vertientes, sino a mantener una estricta autonomía política e intelectual frente a la llamada Internacional Socialista. No se opuso a la participación de los comunistas en los acuerdos y la firma del Pacto de Puntofijo y su exclusión del gobierno sustentado en dicho acuerdo por razones utilitarias o de maniobrismo político. Se opuso porque estaba profundamente convencido del funesto y devastador papel que el comunismo jugaría nolen volen en cualquier coalición de gobierno que se constituyera en Venezuela. Se opuso porque desde su conocimiento de la teoría marxista y la práctica leninista, de los que adquiriese un profundo conocimiento desde su militancia en el Partido Comunista de Costa Rica, que no pertenecía a la Tercera Internacional, y al que lideró durante el corto período de su estadía en el país centroamericano, supo que el comunismo sería el principal escollo para la construcción de una sociedad moderna, liberal y democrática en Venezuela. Como ni siquiera lo fuera la dictadura desarrollista y modernizadora de Pérez Jiménez. A la que se opusiera sin claudicaciones, acuerdos de trastienda, turbios negocios familiares ni trapisondas electoreras. Se opuso al comunismo por conocer desde las mismas entrañas del monstruo su naturaleza intrínsecamente tiránica y devastadora. Aquí, en la Unión Soviética o en donde quiera terminase por hacerse del Poder. Compartía, en ese sentido, la visión de Winston Churchill. Y había aprendido a valorar y respetar durante sus años de exilio la naturaleza liberal y profundamente democrática de Estados Unidos, como ya lo resaltara durante la primera mitad del siglo XIX el pensador y diplomático francés Alexis de Tocqueville. Cuando regresa a Venezuela en 1958 su suerte estaba echada: nacionalista, liberal y democrático, antidictatorial y anticomunista. Sin medias tintas ni devaneos oportunistas y preconciliares.
Y tanto más grave fue la incomprensión de los factores políticos democráticos respecto de sus convicciones, cuanto que coadyuvaron desde entonces y sistemáticamente, incluso desde las filas del socialcristianismo y de sus propias filas, al encumbramiento del castrismo, la quiebra de las fuerzas armadas, la ruptura del Estado de Derecho y la entronización, finalmente y después de más de dos décadas de su desaparición física, de un régimen castrocomunista en Venezuela. Hoy se estará revolviendo en su tumba.
Desde este presente de tribulaciones, cuando nos hallamos entrampados por el cerrojo del castrocomunismo bajo la horrenda traición de las fuerzas armadas y la claudicación de las fuerzas de izquierdas, incluso socialdemocráticas y socialcristianas, es que se entiende a plenitud el rechazo frontal y sin mediatintas de Rómulo Betancourt al comunismo venezolano. Le declaró la guerra: no corrió a pacificarlo. No era gratuito su anticomunismo, ni edulcorado por encíclicas papales. Obedecía a una solitaria, profunda e irrebatible convicción acerca de la debilidad existencial, ontológica de la sociedad civil venezolana, a la inmensa pobreza y veleidad de sus factores políticos, a la posibilidad cierta de que el golpismo filo castrista y castrocomunista manifestado en los golpes militares con los que se le arrinconara durante su mandato –el carupanazo y el porteñazo, llevados a cabo por el marxismo vernáculo en conjunción con las fuerzas militares infiltradas en trágico antecedente del golpismo cívico-militar que asaltara el poder para entregárselo a Hugo Chávez y a Fidel Castro– terminara por fracturar a las fuerzas armadas, seducir a las masas y hacerse con el poder en Venezuela. Como en efecto, para nuestra infinita desgracia. No hubiera tolerado verse humillado en el hemiciclo por un charlatán como Hugo Chávez. La muerte y su inquebrantable decisión de no volver a postularse bajo ninguna circunstancia le ahorró la posibilidad de esa humillación. Privándonos a los venezolanos del único guardián auténtico y verdadero de nuestra democracia.
Era una voz que en un país trasminado de filo castrismo y estatismo clientelar clamaba en el desierto. Atentando, incluso contra sus propios intereses políticos inmediatos. El caudillo popular ante las multitudes venezolanas que se dieron cita en la Plaza O’Leary, de El Silencio, no era él, un político detestado, visto con desconfianza e incomprendido: era Fidel Castro, el mensajero de la tragedia, aclamado por las delirantes multitudes caraqueñas. Recibido con devoción por Domingo Alberto Rangel, Simón Alberto Consalvi, Simón Sáez Mérida y Wolfgang Larrazábal. La decisión que tomara en febrero de 1959 de negarle el pan y el agua a Fidel Castro durante su imprudente e inoportuna visita a Caracas, recién triunfante la revolución cubana, la tomó en solitario. Sin atender a presiones ni consejos, incluso de sus más cercanos amigos y colaboradores. Dándole la espalda a la propia dirigencia de su partido. Por él, Fidel Castro no merecía ni siquiera ser recibido personalmente por el electo presidente de Venezuela en unas ejemplares elecciones democráticas, como jamás se las viviera en Cuba ni se las viviría en el terrible futuro al que el barbudo de la Sierra Maestra la estaba arrojando. Sabía que Castro sería el gran enemigo de la democracia en América Latina y una permanente e infatigable amenaza para la paz y la estabilidad de Venezuela. Ya había advertido su talante hamponil y caudillesco, fascista y antidemocrático. Vio en él a su antagonista por antonomasia. Y no por mezquindad de su instinto de realpolitiker. Sino por la profundidad incomparable de su visión de estadista. Por entonces el más destacado entre los escasísimos estadistas latinoamericanos. Posiblemente el único de nuestra torpe, atribulada y trepidante historia política republicana. Como que anticipó y pretendió impedir la espantosa tragedia que estamos viviendo, incluso con las armas en la mano. ¡Qué insalvable, qué incomparable abismo entre él y los filisteos de la socialdemocracia venezolana de hoy, que por justificar sus claudicaciones falsean la historia! ¡Qué dramática ausencia de líderes de su talla en medio del desierto que estamos atravesando!
Crédito: El Nacional
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