Los pilares de una sociedad sana

 

Toda sociedad sana, que se precie de ser decente, descansará en tres pilares. El primero es el respeto a la persona humana, el ser humano individual y su dignidad. Cuando este pilar está en su lugar, las instituciones formales e informales de la sociedad, y las creencias y prácticas de los ciudadanos son tales que, todos los miembros de la familia humana -independientemente de su raza, sexo u origen étnico, etapa de desarrollo o condición de dependencia- son tratadas como personas; es decir, como un sujeto único e irrepetible, que tiene un valor profundo, inherente, igual y digno.

Por lo tanto, una sociedad que no nutra el respeto por la persona humana, comenzando con el niño en el útero, incluyendo a los discapacitados mentales y físicos, y a los ancianos frágiles; tarde o temprano llegará a considerar al ser humano como un mero diente en toda la rueda social, cuya dignidad y bienestar se puede sacrificar legítimamente por el bien de la colectividad. Algunos miembros de la comunidad, por ejemplo, los que se encuentran en ciertas etapas de desarrollo, pasarán a ser considerados como desechables. Otros, los que se encuentran en ciertas condiciones de dependencia, llegarán a ser considerados como intolerablemente pesados para la sociedad; «mejor muertos» dada su «vida indigna» que “no es vida”.

En formas más extremas, los regímenes totalitarios reducen al individuo a un instrumento que sirve a los fines del Estado fascista o a la futura utopía comunista. Por lo tanto, es de notar que, cuando los regímenes democráticos están en decadencia -lo que a menudo se debe a que ha prevalecido en ellos una ética utilitaria-, se reduce la persona humana a un medio más que un fin. Por eso se podrá observar que leyes a favor del aborto sean promovidas y adornadas por sus defensores, por el lenguaje de los derechos individuales e incluso naturales; pero sobretodo, serán sustentadas por una ética utilitaria que, al final, vaporiza la idea misma de los derechos naturales.

Por otro lado, en las culturas en las que el fanatismo religioso ha tomado control, la dignidad del individuo suele ser sacrificada en pro de ideas y objetivos teológicos mal concebidos. Por el contrario, una sociedad cuya personalidad democrática no está corrompida por el utilitarismo o por el individualismo extremo; apoya a la dignidad de la persona humana, dando testimonio de derechos humanos y libertades fundamentales. Cuando una vida religiosa sana florece, la fe en Dios provee una base para la dignidad e inviolabilidad de la persona; por ejemplo, proponiendo un entendimiento entre cada uno de los miembros de la familia humana -incluso, alguien de una fe diferente, o que no profesa ninguna fe- como persona hecha a imagen y semejanza del Autor divino de nuestras vidas y libertades.

El segundo pilar de una sociedad sana es la institución de la familia, basada en el compromiso marital de un hombre y una mujer; el ministerio original, y el mejor para la salud, la educación y el bienestar de la prole; que, aunque no es perfecta, no tiene igual en su capacidad de transmitir a cada nueva generación los rasgos de carácter -valores y virtudes- sobre los cuales descansa el éxito de cualquier otra institución de la sociedad, del derecho y del gobierno de instituciones educativas y empresas comerciales.

Cuando las familias no se conforman, o si predomina su quiebre, se pone en peligro la transmisión efectiva de las virtudes de la honestidad, la civilidad, el autocontrol, la preocupación por el bienestar de los demás, la justicia, la compasión y la responsabilidad personal. Sin estas virtudes, el respeto a la dignidad de la persona humana será socavado, y más temprano que tarde perdido; pues ni siquiera las instituciones formales pueden defender el respeto de la dignidad humana, si las personas no tienen las virtudes que hacen de ese respeto una realidad y le dan vitalidad en prácticas sociales reales.

El respeto a la dignidad del ser humano requiere de sociedades con un carácter cultural en el que las personas actúen por convicción para tratarse, las unas a las otras, como se deben tratar los seres humanos: con respeto, civilidad, justicia y compasión. Las mejores instituciones jurídicas y políticas inventadas por el hombre, son de poco valor, si, el egoísmo, el desprecio por los demás, la deshonestidad, la injusticia y otros tipos de inmoralidad e irresponsabilidad florecen y terminan predominando. De hecho, el funcionamiento efectivo de las propias instituciones gubernamentales depende de que la mayoría de la gente, la mayoría de las veces, obedezca la ley por un sentido de obligación moral, no sólo por temor a ser detectado y castigado por violar la ley. Más aún, el éxito en los negocios y el sistema económico basado en el libre mercado, depende de que haya personas razonablemente virtuosas, dignas de confianza, respetuosas de la ley y que hagan, y sobre todo cumplan sus promesas y compromisos como trabajadores, gerentes, prestamistas, reguladores y pagadores de cuentas de bienes y servicios.

El tercer pilar de una sociedad sana es un sistema justo y eficaz de Estado de derecho y de gobierno. Esto es necesario porque ninguno de nosotros es perfectamente virtuoso todo el tiempo, y algunas personas serán disuadidas de no hacer mal sólo si se les amenaza de castigo. Los filósofos contemporáneos del derecho nos dicen que la ley coordina la conducta humana para lograr objetivos comunes, el bien común, especialmente cuando se trata de lidiar con las complejidades de la vida moderna. Por lo tanto, aún en el supuesto que todos fuéramos perfectamente virtuosos todo el tiempo, necesitaríamos un sistema de leyes que sirva como un esquema de normas de coordinación impuestas, para lograr muchos de nuestros fines comunes (verbigracia, para transportarnos con seguridad por las calles; por tomar un simple y cotidiano ejemplo de nuestras vidas).

En todo caso, es muy importante resaltar que el éxito de las empresas y de la economía en su conjunto depende vitalmente de un sistema de instituciones justas y eficaces para la administración de justicia. Necesitamos jueces expertos en la ciencia jurídica, el arte de la ley, y sobre todo que sean incorruptibles, libres del flagelo de la corrupción. Necesitamos poder confiar en los tribunales para resolver las disputas, incluidas las disputas entre las partes que actúan de buena fe, que hagan cumplir los contratos y otros acuerdos oportunamente. Claro está, el ideal de sociedad es en la que se sabe, por la praxis, que los contratos serán ejecutados de acuerdo a lo acordado, por lo que no será necesario acudir a los tribunales para hacerlos cumplir. Por lo tanto, un hecho sociológico del que podemos estar seguros es que donde no hay un sistema confiable para administrar justicia, no hay confianza en que los tribunales harán responsables a las personas de sus obligaciones bajo la ley, entonces los negocios no prosperarán, y todos en la sociedad sufrirán.

Hugo Bravo
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