Mecánica popular
Nada peor que un carro accidentado, especialmente si vamos en él. Es una de las más infames maneras de empezar o cerrar una jornada, sobre todo si estamos lejos de casa. Como si se tratara de una de nuestras peores pesadillas, repentinamente el carro comienza a toser y a brincotear como si entrara en estado agónico, se tambalea de un lado al otro, hasta que finalmente se detiene sin esperanza de volver a arrancar. Y a partir de allí comienza el calvario.
Gracias a Dios, nunca falta el alma caritativa que condolida de nuestro percance, inmediatamente mete el hombro y nos ayuda a empujar el vehículo hasta el hombrillo, recomendándonos al retirarse que tengamos cuidado si nos encontramos en una zona no muy sana. Allí comienzan los nervios. Y para hacer más visible nuestra desvalida condición, necesariamente debemos levantar el capó del carro, que se alza como una banderola en el horizonte, mientras hacemos las verificaciones del caso, apoyándonos en muchos casos por nuestra más absoluta ignorancia en el tema de la mecánica.
Porque esa es otra cosa: por nuestra condición de hombres, se asume inmediatamente que tenemos algún Master o Phd en el área automotriz, lo cual muchas veces es lo más alejado de la realidad que pueda suponerse. Más frecuentemente de lo que todos podamos imaginarnos, infinidad de personas, hombres en su mayoría para más señas, carecen absolutamente de las nociones más básicas de mecánica, por lo que como el náufrago del cuento, no les queda más remedio que quedarse rumiando de la desesperación a la espera de ayuda.
Por supuesto, en medio de la contingencia y haciendo honor a la condición primaria de nuestro gentilicio de “mientras vaya viniendo…”, descubriremos tardíamente que no tenemos ningún accesorio de seguridad ni repuesto útil en la maleta del vehículo: no hay triángulo de seguridad, linterna, destornillador ni llaves de ninguna especie; el gato, se lo prestamos la otra vez al compadre que no lo ha devuelto; y el caucho de repuesto, sigue dañado luego de haberse espichado aquella vez hace cinco meses.
No teniendo más remedio entonces que resolver, y en ejercicio pleno de nuestro desconocimiento del tema, solamente nos queda tantear a ciegas en el motor buscando la suerte de una inspiración divina, y empezamos entonces a mover aleatoriamente el cable este de aquí, le damos vuelta inútilmente al anillito ese de allá, o simplemente matamos el tiempo dedicándonos a hacer labores más inocuas como la de llamar por teléfono, tocar la puerta de algún vecino pidiendo agua para el radiador, o simplemente cruzándonos de brazos en la acera del frente.
Y ya entrando en confianza, empiezan a reunirse a nuestro alrededor el consabido corro de mirones llamados por nadie, de los cuales descubriremos gradualmente a uno que otro que ejerce la mecánica en el mismo estilo de los managers de tribuna, que tratan de darle instrucciones al que lo está haciendo mal según ellos, pero que no tienen ni la más mínima idea de lo que se trata. Luego de alguna mirada que intenta parecer inteligente o un movimiento de cabeza reflexivo, escucharemos la voz anónima que asegura: “eso es bujía”.
A partir de allí empieza una especie de “consejo de sabios”, que por medio de la aplicación epistemológica del método deductivo, intentará dar con el problema, eso sí, haciendo gala de la economía de esfuerzos y sin siquiera hacer el mínimo intento de mancharse de grasa. Terminada la sesión de tormenta de ideas, rueda de preguntas y conclusiones para el futuro, todo queda igual de como cuando empezó. Ya en el colmo de la desesperación y locos por salir del problema, dejamos que algún entusiasta aprendiz de mecánico que apareció de repente, se meta debajo del carro, y nos ordene pasar el suiche durante un largo rato, mientras comienza un obstinante corito al estilo de reguetón “dale, dale, dale”, como si le dieran RCP a la máquina.
Afortunadamente, al rato llega la ayuda especializada con grúa incluida, quienes por una módica suma equivalente a dos meses de sueldo mínimo, raudos y veloces quitan los frenos, ponen cadenas y activan poleas, para llevarse el carro montado en una plataforma cual carroza de carnaval, con el chofer como la reina, sin caramelos, todo tiznado en grasa y con la cara amarrada.
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