Los resentidos se hacen con el poder
En febrero de 1999, Chávez escala a la cumbre del poder político burgués que muchas veces desdeñó en los conciliábulos que frecuentaba religiosamente. Sin embargo, no tuvo empacho de amoldarse casi a la perfección a las sugerencias de los sibaritas que le tendieron la alfombra roja hacia la icónica «silla» que en el imaginario colectivo tatuado de reminiscencias monárquicas, simboliza el status de «el que manda y es obedecido».
Llevado por sus propios impulsos, en ocasiones aparentaba sentirse sofocado por los convencionalismos «de palacio», tal como solía decir en público, se desprendía del saco y corbata y emprendía giras ataviado de uniforme militar o de gruesa chaqueta. En este plano recurría a la consabida jerga de «hombre del llano» que manejaba con naturalidad y astucia porque sabía muy bien que ello le rendía frutos.
Un efecto inmediato de esta estrategia, se patentaba cuando Chávez hacía calar en la inteligencia emocional de sus partidarios, sus propias ideas las cuales carecían de un constructo teórico medianamente profundo. Se apoyó en el control de los medios de comunicación audiovisuales dependientes del Estado para proyectar su figura en una versión criolla del «Big Brother», cuya presencia avasallante lo controlaba todo, sin permitir ningún asomo de disidencia y mucho menos alguien capaz de hacerle sombra.
De manera que así edificó un régimen político personalista, por naturaleza autocrático y potencialmente totalitario. Quienes aspiraban posicionarse dentro del nuevo status quo no dudaron en adaptarse a las circunstancias, sin importarles en absoluto nada que tuviese que ver con un esquema de valores afincados en la Democracia.
Pero cuales valores iban a defender, si la sociedad venezolana de finales de los noventa, ya mostraba signos alarmantes de haber sucumbido ante lo que el papa Juan Pablo II, describía en la Carta Encíclica Sollicitudo rei socialis, N° 37, como el conjunto de actitudes y costumbres proclives a «el afán de ganancia exclusiva y la sed de poder a cualquier precio».
He allí la clave para entender cómo fue posible que aquellos que comenzaron a ocupar posiciones en los diferentes niveles burocráticos y se hacían llamar chavistas «rodilla en tierra», se caracterizaran por su impertérrito individualismo, movidos por sus contradicciones existenciales de alinearse con el poder establecido y usufructuar de los privilegios que ello deriva. Buscaron acomodarse y enriquecerse en el menor plazo posible, y así equiparse a la gran burguesía que decían combatir.
Se convirtieron en traficantes de la mentira que se escudaron detrás de un discurso reivindicador, pero en el fondo aspiraban despojarse del mar de estrecheces materiales que marcaron su existencia y de su cotidiana mezcla con el común de las personas de a pie.
En la elite burocrática del chavismo abunda el oportunismo, la vanidad y la apetencia trepadora. Están llenos de prejuicios y de mucha frustración. Cuando estaban al margen del status quo se preciaban por su actitud contracorriente, defensores a ultranza de los oprimidos y proclives al sacrificio heroico, ahora asidos al poder, lucen despóticos, irascibles, sordos ante la crítica, represivos y draconianos a la hora imponer disciplina y/o castigo.
Chávez no creía realmente en el debate de ideas y mucho menos aquellos que llevasen a la expresión de la crítica, aunque fuese en el marco de la lealtad a su liderazgo, le molestaba de sobremanera los cuestionamientos y reaccionaba con su abrasador tono agresivo a todo signo de independencia de criterio. Luego, cuando recuperaba el mínimo de sindéresis, apelaba a su histrionismo para escudar su molestia e indicar su insincera frase de «Bienvenida la crítica, bienvenido el debate», pero siempre reservándose su derecho a la réplica que en el fondo, era su potestad de veto como líder infalible.
Resulta claro que la tendencia a rehuir al verdadero debate, es el reflejo consciente de evitar a todo trance poner en evidencia sus carencias intelectuales. Cuando el entonces canciller Nicolás Maduro Moros, declaró con el desenfado muy propio de los bufones de palacio, que los intelectuales críticos no eran más que «unos habladores de paja», no estaba haciendo otra cosa que ratificar la práctica sostenida por el chavismo gobernante desde sus inicios, despreciar el libre pensamiento y mal poner el más mínimo halito de disidencia.
No es admitido en el chavismo el derecho a repensar las cosas, a menos que el «líder de la revolución», así lo consintiese y en ese caso, quedaba sujeto al criterio infalible de éste. Las famosas «Tres R», no fueron más que un ardid de Chávez para ajustar las piezas con miras a hacer aprobar su particular propósito de eternizarse en el poder, tal como lo hizo en la enmienda constitucional de 2009.
Cualquier iniciativa al margen del cenáculo palaciego era denostada y tildada de «quinta columna o derecha endógena» cuyo fin era sabotear la revolución. No importaba cuan calificadas podían ser las voces que tuviesen el atrevimiento de plantear tibias discusiones en el seno del chavismo, porque casi de inmediato la arremetida era aplastante.
Todo lo anterior llevó primero a inducir y luego imponer una forma de conducta servil en el que las aptitudes y competencias de los individuos quedaran subrogadas al cumplimiento de los objetivos revolucionarios. De modo que los funcionarios públicos, no estarían al servicio del Estado, sino al servicio de la revolución y en consecuencia solo los más comprometidos, aquellos que repitiesen a pie juntillas las consignas del aparato propagandista oficial tendrían mayores oportunidades de escalar y recibir favores en detrimento de los que no lo hicieren y quedaran bajo sospecha.
La excusa perfecta para encubrir esta perversa forma de supresión política, ha sido «la lucha contra la desigualdad de oportunidades». En torno a esta bandera de aparente redención social se ligaron los personeros de la arrogancia y la mediocridad. Para qué esforzarse en estudiar, actualizar conocimientos, obtener las mejores calificaciones, acumular experiencia, si de todas maneras el puesto de trabajo estaba garantizado, el cupo en la universidad asegurado y el ascenso sujeto al amiguismo, el nepotismo y la zancadilla.
A cuenta de la pobreza, el origen social, los prejuicios raciales, la crisis en general, los culpables de tal situación resultaron ser «los ricos, la clase política corrupta, los intelectuales», en fin todo aquel que destilase cierto tufo de superioridad. Para desmantelar esa «estructura de exclusión social», se homogenizaron las oportunidades, se relajaron los criterios de selección y se instituyó la lealtad ciega al proyecto político encarnado por Chávez.
En fin, esa fue la noción de igualdad que el chavismo inoculó en la población.
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