De la moneda electrónica
Décadas atrás, Alvin Toffler, reportero del futuro, nos deslumbraba al anunciar sendas herramientas tecnológicas que, muy luego, lograron integrarse a nuestra vida cotidiana, hasta que llegó la hecatombe del paradójico siglo XXI que atravesamos. Por ejemplo, el celebérrimo datólogo anunció, divulgándolo con mucha anticipación, el dinero plástico y, ahora, toda una mala humorada, no hay operación comercial que prescinda de la tarjeta de débito, acaso las de crédito a las puertas de una despedida que jamás imaginaron las empresas patrocinantes en un país petrolero.
Harto familiarizados con las tarjetas de cinta electromagnética o microchip, no imposibilitaba la disposición inmediata de todo el dinero en efectivo, empleando también otros medios convencionales como el cheque. Aquejados por un continuo y mal disimulado “corralito”, tendemos a depender casi exclusivamente del medio electrónico y de sus incontables fallas, quizá por una natural sobresaturación: el llamado punto de venta ya es un requisito indispensable para el vendedor de golosinas que deambula por las calles, por cierto, de difícil logro para muchos establecimientos formales.
Sobresaturación que pudiera dar ocasión a novedosas modalidades delictivas, seguramente tributaria de nuestro creciente atraso en materia tecnológica, por muy orondos que nos sintamos por el uso de aparatos y de modelos ya superados en el propio subcontinente. Luego, descendemos de la paradoja a la más obscena burla de un gobierno que insignemente emite dinero inorgánico y, en el caso de sorprender al más previsivo ahorrista que lo dispone en efectivo, excepto que sea un transportista público o chichero, lo dirá incurso en algún delito.
Rara cosa esta del papel moneda que no se ve y se palpa, constante y sonante en nuestras manos, convertida la moneda metálica en un remoto recuerdo. Bajo el socialismo, más allá o más acá de las operaciones mercantiles, toda operación es de supervivencia y ha de tramitarse a través de la moneda electrónica, por supuesto, hasta que la tecnología lo permita, fraccionando galopantemente lo que se dijo una unidad.
Peor todavía, nada descabellado es suponer que el plástico por excelencia, por lo menos, hasta que dejemos de producirlo o de importarlo, será el llamado Carnet de la Patria, a la vez, la única señal de identidad civil y, en el califato biométrico en el que nos convirtieron, será complemento y fuente por excelencia de todas las estadísticas de una población sojuzgada por los servicios de inteligencia. Tofflerianos al revés, resueltamente distópicos, será indispensable disponer de la tarjeta y del artefacto que la valide para tramitar la propia salvación eterna, cosa que a más de un teólogo de la liberación ocupará para solventar tan preciso y oportuno apoyo a la dictadura.
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