La rabia popular frente a la corrupción es terreno fértil para los gestos “duros” por parte de los jueces
Un fantasma recorre Latinoamérica
La confirmación por el Tribunal Regional Federal 4 de la condena del juez Sérgio Moro al expresidente Luiz Inácio Lula da Silva —aumentándola de 9 a 12 años de prisión— es parte de la espectacular cadena de acontecimientos que recorre Latinoamérica en torno a la corrupción/anticorrupción. Como nunca antes, la corrupción en los más altos niveles de la sociedad y el Estado es, en la percepción de la gente, la principal amenaza en casi todos los países latinoamericanos.
En esta explosión en cadena —por lo general a la luz de propinas de poderosas empresas constructoras brasileñas—, presidentes, expresidentes y actores políticos del más alto rango aparecen en la lista. Y, probablemente, aparecerán otros más. En ese contexto, el protagonismo del sistema judicial va adquiriendo un peso notable. El curso de muchos acontecimientos políticos e institucionales está hoy en día en manos de jueces, fiscales y tribunales. ¿Se está avanzando en las respuestas?
Una primera conclusión, optimista, es que sí. Porque la justicia opera, por lo general, en un contexto diferente al de una historia regional en la que en muchos países solía ser rala la independencia de los sistemas judiciales frente al poder político. Que en ese contexto el sistema judicial adquiera protagonismo en el tratamiento de este diluvio de corrupción generalizada y al más alto nivel es, en términos generales, bueno. Y también que no sea la usual impunidad o «volteada de página» la forma en que reaccione la sociedad y el sistema político y que, en ese contexto, la sociedad vaya identificando en la judicatura, en cada país, sus «héroes» anticorrupción. Eso es saludable.
Pero hay que mirar esto, a la vez, con cautela y reflexivamente. Así, se suscitan interrogantes, en el curso de esta vorágine anticorrupción, sobre factores «extrajudiciales» que podrían estar pesando en la conducta de la judicatura en algunos procesos y conductas judiciales. Y no me refiero tanto a lo que podrían ser intrusiones al estilo «clásico» del poder gubernamental en decisiones jurisdiccionales, sino a otras consideraciones. Por ejemplo, lo que podríamos llamar el «populismo judicial».
La explicable rabia popular frente a la corrupción es terreno fértil para recibir bien gestos o decisiones «duras» por parte de la judicatura. Eso no tendría nada de malo o de extraño si no fuera porque en algunos casos se está ante gestos de «firmeza» que pueden ser discutibles por falta de sustento y necesidad jurídico-procesal y podrían estar más bien orientados a generarse el aplauso o simpatía ciudadana. Cuidado con esa ruta.
Es, por ejemplo, el asunto del abuso de la detención preventiva que en un país como Perú, por ejemplo, se aplica de manera extendida sin cumplir con el sentido restrictivo y excepcional establecido en la ley. Prevalece en ocasiones un espíritu judicial populista orientado más a satisfacer el ansia de las tribunas de resultados y castigos rápidos —»¡mira, ya están presos!»— que la calidad y resultados de la investigación. En el imaginario colectivo, sin embargo, los sujetos a esas detenciones son ya considerados culpables y están casi «condenados»; la justicia aparenta haber cumplido su función.
También hay el gusto por lo «espectacular» en ciertos actos del proceso que tienta a algunos y gusta a muchos en el «público».
Así, con lo legítimo que resultaba abrir proceso al expresidente Lula por las graves sindicaciones formuladas por un funcionario de la empresa OAS, fue muy cuestionado el operativo policial, con helicópteros y todo, para tomar su declaración cuando había informado que asistiría a hacerlo. Para muchos esa operación no fue una necesidad procesal sino gesto para las galerías.
Finalmente, está el poroso asunto de las evidentes —e inevitables— consecuencias políticas de los actos de la judicatura al ser presidentes, expresidentes y otros altos funcionarios los investigados.
Todo queda en manos de fiscales y jueces y eso está muy bien. Sin embargo, ¡cuidado con la tentación de politizar sus propias decisiones! Y que primen criterios políticos para escoger a quiénes procesar. Al desorden y desasosiego por la corrupción, cuidado con la tentación de que algún sector de la judicatura piense que puede tomar control del cambio de autoridades, usurpando lo que debe ser decisión de los electores.
Crédito: El País
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