Propaganda y posverdad
El escritor austríaco Stefan Sweig escribió en sus memorias que lo que diferenciaba a la Primera de la Segunda Guerra Mundial era que para 1914, “la palabra todavía tenía autoridad”. Todavía la aparición de la mentira organizada en la sociedad de masas, ese fenómeno llamado «Propaganda», no había echado a perder la palabra escrita. La gente no sólo tomaba en serio a periodistas e intelectuales, sino que esperaba por lo que tuvieran que decir. En cambio, para 1939, “ni una sola manifestación de un escritor producía el más mínimo efecto, ni para bien ni para mal”. Y es que según Sweig, en la sociedad de la preguerra, la conciencia moral del mundo todavía no estaba tan agotada ni desalentada y la gente “aún reaccionaba con vehemencia, con la fuerza de una convicción secular, ante cualquier mentira manifiesta, ante toda violación del derecho internacional y de los derechos humanos”. La propaganda no sólo volvió la mentira una cosa natural, sino que banalizó ̶ y hasta elevó ̶ cualquier acto criminal inhumano.
Más de un siglo después, el “descreimiento” de la opinión pública y el derrumbe de los referentes en la sociedad occidental es tan dramático que ha aparecido una forma más refinada de desinformación y manipulación llamada «Posverdad», hija de la sociedad de masas del siglo XX, ahora “hiperconectada” y reaccionando en el mundo 2.0, a una vorágine de información por cada milésima segundo. Deliberadamente, todo el contingente de información que recibimos apela al pathos del lector y la consecuencia indeseable e involuntaria es que, como es natural, por el absurdo volumen de hechos que recibimos a diario en nuestras pantallas más la presión por reaccionar y emitir opiniones en tiempo real de todo, en muchos casos se interrumpa la empatía que podamos sentir hacia la situación representada, por más crudas, viles y conmovedoras que puedan ser las imágenes. Esta dosis de “hiperrealismo” en la información, nos ha convertido muchas veces en cínicos, por no decir sociópatas, de las redes sociales, que son el ágora del debate de lo público en el siglo XXI.
He allí por qué ver a un hombre herido y aterrorizado por su vida, denunciando a través de una transmisión en vivo por redes sociales su inevitable ejecución por fuerzas del Estado, inmediatamente produjo sarcasmo, descreimiento y burla en la opinión pública nacional, para después sí pasar al mea culpa y a la conmoción. He allí también por qué una joven poeta que se atreve a manifestar públicamente el acoso que sufrió por los organizadores de un evento literario, es tildada de querer “llamar la atención” por buena parte de un gremio (sí, gremio les guste o no) que no se expresó en solidaridad sino que cuchicheó a escondidas que “se lo buscó”. Es evidente que nuestro compás moral está extraviado. Tal vez, como resultado de la insatisfacción y sufrimiento que produce la cultura ̶ como diría Freud ̶ o como consecuencia del debilitamiento de la moral, hemos dado paso a una suspicacia cada vez más radical y a un escepticismo cada vez más hipócrita que es el que parece reinar en la sociedad actual.
En Venezuela ya es suficientemente perverso lo que nos pasa para sumarle la legión de autómatas que, incluso antes de que algo se haga, salen a vociferar que nada sirve, que somos manejados por los políticos para legitimar al gobierno, que absolutamente TODOS los políticos sin excepción están en contubernio con el régimen dictatorial, que todo es una guerra psicológica del G2 cubano para distraernos, que “los radicales” nos usan como carne de cañón, que “los radicales” le hacen el juego a la dictadura o, peor, que son agentes del chavismo infiltrados en la “verdadera” oposición. Cada vez toman más fuerza las teorías de la conspiración y la creencia en las dobles agendas. En resumen, esta desorientación civilizatoria derivada del relativismo moral, de la exacerbación del pathos y de la mentira sistemática, del derrumbe de referentes, de la culpa occidental y de la desconfianza hacia nuestros propios valores; nos está jugando en contra y terminará por vencernos.
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