El virus omnipresente de la perpetuación en América Latina
La finitud del poder
En abril de 2003, la Sala Constitucional del Poder Judicial de Costa Rica sancionó la inconstitucionalidad de la reforma de 1969 que impedía la reelección del presidente. Reintrodujo la norma original según la cual los expresidentes pueden volver a postularse esperando dos períodos constitucionales, 8 años. El fallo sostuvo que la reforma de 1969 violaba los artículos 1, 2, 23 y 24 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, relativos a los derechos a elegir y ser elegido.
La decisión fue controversial. Por un lado porque el debate sobre la reelección es propio del parlamento o de una Asamblea Constituyente, no de instancias judiciales. Por el otro porque la iniciativa provino de un grupo cercano al expresidente Óscar Arias, quien desde tiempo antes intentaba volver a introducir la reelección. Arias se postuló nuevamente en 2006, siendo reelecto por una diferencia de 18.000 votos.
El tema es perenne. Con contadas excepciones, el proceso democratizador de América Latina ha estado marcado por la manipulación de las reglas de juego para beneficio personal, un verdadero traje a la medida. Alguna vez lo llame el “virus omnipresente de la perpetuación”, pues ha atacado a derecha e izquierda por igual y en diversas latitudes. Para muestra, Menem, Chávez, Uribe, Correa y tantos más.
Si ello es conducente al personalismo y la discrecionalidad, ambos reñidos con los fundamentos republicanos, el caso de Arias ha sido doblemente perjudicial. Siendo un legendario estadista de reconocimiento internacional, su nombre es una suerte de mecanismo de legitimación, por ende un incentivo para los imitadores. Su reforma fue un mal producto en el envoltorio de una marca de prestigio, con un método cuestionable y difusa racionalidad.
Ocurre que es problemático modificar la Constitución con los jueces e invocando un principio carente de sustento lógico. Pues si la reelección es un derecho humano, sería improcedente suspender su vigencia por ocho años, los dos periodos presidenciales de espera. Los derechos humanos no tienen intervalos, son permanentes. Ergo, la reelección no puede ser uno de ellos. Llevando este razonamiento ad absurdum, la reelección consecutiva e indefinida también sería un derecho humano.
Pues así es precisamente como lo aborda Evo Morales. Al intentar introducir la reelección indefinida en 2016, fue derrotado en un referéndum. A posteriori, desconociendo dicha consulta—que el propio gobierno dictó vinculante y con fuerza de ley—el Tribunal Constitucional dio entrada a una demanda del Ejecutivo por la inconstitucionalidad de cuatro artículos de la constitución, incluyendo el que autorizó el referéndum. La demanda también invoca una supuesta incompatibilidad entre dichos artículos y el artículo 23 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, a propósito de imitadores.
Hecha la referencia al Sistema Interamericano de Derechos Humanos, la respuesta de la OEA era inevitable. Su Secretario General se basó en un informe técnico de la “Comisión Europea para la Democracia a través de la Ley”, conocida como Comisión de Venecia. El gobierno de Bolivia aduce que “la Comisión de Venecia no tiene ningún rol en las Américas”, sin darse cuenta que ese punto no la descalifica sino que, por el contrario, enfatiza su neutralidad, condición necesaria para toda opinión jurídica.
El informe en cuestión corrobora que no existe un específico “derecho humano a la reelección”. Las restricciones en ese terreno pertenecen a la esfera de los derechos a la participación política, notando que en todo arreglo constitucional existen diversas clases de limitaciones al respecto. Los límites a la postulación generalmente se derivan de la necesidad de prevenir que aquellos ya en ejercicio del poder se aprovechen del cargo para perpetuarse o para utilizar indebidamente los recursos públicos.
O ambos a la vez. El consenso en la literatura, a su vez, es concluyente sobre este punto: el abuso de poder por parte del jefe del Ejecutivo es más frecuente en sistemas presidenciales. Ello se deriva de un diseño institucional que fusiona al Jefe de Gobierno y al Jefe de Estado, lo elige de manera directa, le otorga capacidad de legislar, y le concede desproporcionados vetos y prerrogativas, o sea, instrumentos para la discrecionalidad. Permitir además mandatos ilimitados significa institucionalizar una república con monarca. Suena oximorónico deliberadamente, pues eso hemos visto.
En el sistema parlamentario el jefe de Gobierno no es jefe de Estado. El Ejecutivo es creación del Legislativo, una delegación de este último. Tanto que el Primer Ministro es, antes todo, un líder parlamentario, primus inter pares. Alcanza con un voto de no confianza para disolver su gobierno y formar uno nuevo, ya sea con una nueva coalición parlamentaria o por medio de elecciones anticipadas. Y si pierden un referéndum, renuncian como hizo Cameron.
Aún así existen aprensiones cuando un primer ministro pasa demasiado tiempo en el poder. En España, por ejemplo, el partido Ciudadanos presentó un proyecto para limitar los mandatos a dos legislaturas, un total de ocho años. Ello para evitar que se repitan casos como el de Felipe González, que pasó 13 años en la Moncloa. El proyecto origina en una norma que ya existe en algunos gobiernos regionales—por ejemplo, Castilla y León, Extremadura y Murcia—y que se debate en varias comunidades.
Se trata, en definitiva, del tiempo como variable política, el poder y su finitud. Cualidad de finito, dice el diccionario, que tiene fin o límite. En democracia debe tener ambos: fin, en cuanto a su duración, y límite, en cuanto a su alcance. Si el poder es irrestricto en la manera de usarlo, probablemente termine siendo de duración indefinida. Y viceversa, si se prolonga en el tiempo más de lo debido, generará discrecionalidad. La causalidad es siempre reciproca, la resultante será la degradación del constitucionalismo.
Tres décadas después de las transiciones democráticas, el tiempo equivalente a una generación, la tarea de construir instituciones republicanas sigue siendo cuesta arriba en América Latina. En buena parte porque muchos de sus presidentes siguen soñando con el despotismo monárquico.
Crédito: El País
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