Brevísima historia del dólar en Argentina
Esquivo papel verde
Quien aquí escribe creció marcado por agitadas discusiones en la mesa familiar sobre una palabra: devaluación. Si ocurrirá o no, cuándo, y las consabidas apuestas de hasta dónde llegaría; versión prosaica del mercado de futuros. Era una apasionada disputa argentina acerca del valor de la moneda local respecto al dólar americano; es decir, el tipo de cambio.
La felicidad y la miseria dependían de ese papel pintado de verde: demasiados cuando no hacen falta, muy pocos cuando más se necesitan. La frase bien podría resumir la historia económica de toda América Latina.
El gran Guillermo O’Donnell tuvo una de sus mejores intuiciones sobre el tema en los setenta con “Estado y alianzas en Argentina”. Un simple y prístino argumento: un dólar alto favorece a los exportadores de granos; un dólar barato es la preferencia de los sustituidores de importaciones, ávidos de bienes de capital. Ergo, los perennes conflictos distributivos y sus respectivas coaliciones se expresaban a través de la política cambiaria. Varias generaciones se formaron bajo su parsimoniosa lente.
A lo largo del tiempo, el esquivo papel verde se ha cargado a ministros, gabinetes y presidentes, tanto peronistas como radicales y militares. Un ministro de economía de la última dictadura advirtió una noche por cadena nacional: “quien apueste al dólar, pierde”, para ser testigo y víctima de la corrida. Otro ministro, radical, se lamentó después de una similar estampida monetaria: “les hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo”. Y un presidente que duró una semana en el cargo, peronista este, con gran júbilo declaró en 2001 el default de la deuda externa, precipitando la peor crisis económica en la historia del país.
Es que el dólar siempre ha sido un espejo de los desarreglos macroeconómicos, del tamaño del déficit fiscal y su financiamiento. Si el déficit es alto y su financiamiento es efímero, ya sea porque se basa en emisión monetaria o en deuda de corto plazo, el dólar es un instrumento accesible para todos a efectos de protegerse de la resultante inflación, lo cual aumenta su valor y acelera la inflación. Argentina ha sido caso de texto de una economía política de incentivos perversos, cuando la suma de comportamientos racionales individuales deriva en una irracionalidad colectiva.
El bolsillo siempre le ganó al corazón en las finanzas públicas argentinas. Ello desde la inflación persistente de los sesenta, los tres dígitos a partir de los setenta y los episodios hiperinflacionarios de los ochenta y noventa. Con ellos se agudizó la vulnerabilidad ante los ciclos de precios internacionales—materias primas y tasas de interés—construyendo al mismo tiempo un sistema político sin autonomía de dichos ciclos. Por el contrario, se consolidó una forma de hacer política que los refleja y exacerba. Cuando la economía crece, quien está en el poder aumenta la discrecionalidad y se queda más tiempo. Cuando se contrae, debe partir antes. Ha sucedido.
En el intento de desarmar dicho sistema disfuncional, hoy se vive otro capítulo de turbulencia financiera, si bien en buena parte exagerado por aquellos decididos a cumplir el mito y la profecía que solo los peronistas terminan sus períodos presidenciales. Olvidan que Rodríguez Saá y Duhalde también eran peronistas y que ambos partieron antes de lo previsto, pero esa es la costumbre tan kirchnerista de reescribir la historia a voluntad.
Tres comentarios acerca de la actual coyuntura. El gobierno adoptó una estrategia gradualista, es decir, una reducción gradual del déficit fiscal heredado a efectos de evitar una terapia de shock y sus consabidos efectos recesivos. Tal vez podría haber reducido el déficit en algún punto porcentual más, pero eso se dice con el diario del lunes en la mano. Un ajuste draconiano en una economía que ya venía en desaceleración desde 2012 habría significado hambre, así de simple. Los fundamentalistas del déficit cero tal vez entiendan de política económica pero nada de economía política; y no son sinónimos.
Segundo, el gobierno resolvió el default de deuda—los buitres—y volvió a los mercados. Emitiendo deuda, desde luego, pues la deuda de un país es su calificación internacional, precisamente. La consecuencia no buscada fue que el regreso al mundo fue muy exitoso, con el consabido ingreso de divisas y la apreciación del tipo de cambio. Muy pronto, las nuevas divisas estaban financiando el déficit de cuenta corriente. Un boom de consumo con financiamiento externo siempre invita dudas acerca de su sustentabilidad. Esa es la señal del mercado que hay que escuchar.
Tercero, el gobierno heredó una infraestructura energética devastada por más de una década de desidia y corrupción. El subsidio de los Kirchner costó al país 20 mil millones de dólares por año. Las tarifas energéticas debían ser actualizadas, pero aquí va una sugerencia para el gobierno: hacerlo gradualmente y con mejor criterio distributivo, una fórmula basada en el código postal. Soldati no puede pagar lo mismo que Recoleta.
Pero toda esta remezón monetaria es solo la punta del iceberg, pues lo más complicado para el país no es el tipo de cambio ni la magnitud del déficit fiscal. Lo más difícil es modificar la normatividad heredada de los doce años Kirchner, el gobierno más largo en la historia del país. Pues dejaron, sin duda, un país de canibalismo político y suma cero.
Argentina es una sociedad de actores en guerra por la conservación de sus rentas monopólicas; rentas que, además, les hicieron creer que les pertenecen por derecho, que son una conquista social. Nótese el absurdo: hoy los taxistas están en guerra con Uber; los propietarios de hoteles en guerra con Airbnb; y un ejército de clientes políticos convertidos en empleados públicos están en guerra con un gobierno que intenta equilibrar las cuentas. Y a todo eso le han puesto el nombre de “justicia social”.¿
El nocivo legado de los doce años kirchneristas es, en definitiva, el amor por el Estado. Tanto amor que en el camino están dispuestos a destruir el fisco. Y sin fisco no hay país.
Crédito: El País
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