Calle y deliberación
Nada ornamental, el derecho constitucional al libre tránsito, nos remite a la posibilidad cierta de desplazarnos por los espacios públicos como a cada bien le venga en gana, salvo incurra en algún delito o falta previamente establecida. Por regla, la calle es absolutamente libre, a menos que transgredamos el derecho de otros a usarla.
Todos contribuimos a mantenerla, mejorarla y hasta empeorarla, cierto, sin que nadie esté exceptuado del pago del IVA, al menos. Vale decir, aportamos a las condiciones necesarias, si no óptimas, para la infraestructura, la señalización y la seguridad personal. No obstante, acá, la calle es exclusivamente del Estado y de quienes circunstancialmente lo dirigen, administrándola como coto personal.
Todo transeúnte es sospechoso, aunque la vestimenta y la motocicleta de alta cilindrada suela visarlo ante las autoridades tan cautelosas por ese primer vistazo de sus habituales tropelías callejeras. Por lo demás, no hay despacho oficial, aún el más modesto, que no ostente sendos conos anaranjados o sus equivalentes, para asegurarse el irregular estacionamiento de sus vehículos en la inmediatez de las puertas principales, aunque estorben al resto de la humanidad; u operativos policiales y militares, alcabalas, redadas u otro capricho en la guerra de posiciones que libran contra el hampa que la hace de movimientos, que no permitan deducir otras facetas más obscuras.
La dictadura cuenta con el derecho adquirido de emplear la calle para instalar sus tarantines y mitinearnos, donde se le antoje, aunque no concite el interés de los peatones que siguen de largo, hastiados. El libre mensaje político está vedado para los demás, incluyendo el volanteo de papel o de megáfono, corriendo mejor suerte – por ejemplo – los Testigos de Jehová con su prédica, intercepción y obsequio de la folletería que atrae al más distraído caminante.
El nuestro, es un pago forzoso de alquiler al Estado para una travesía de supervivencia, en los espacios públicos que domina junto al hampa. Por ello, en nada debe sorprender que las inmediaciones de la sede legislativa nacional sirvan para todo, menos para la deliberación y el libérrimo acceso de los parlamentarios a su sede natural de trabajo.
El histórico Capitolio Federal de múltiples accesos en el difícil casco central caraqueño, sólo tiene por ruta lo que fue un boulevard en las centurias precedentes, entre las esquinas de San Francisco y Las Monjas. Bajo custodia de la Guardia Nacional Bolivariana y de los llamados colectivos armados que, varias veces, incumplen su turno, no es posible recorrerla con la espontaneidad que dice garantizar el constituyente de 1999.
Ampliada la vía, remodelada a finales del siglo pasado para literalmente caminarla, en el presente fue interesadamente ajardinada hasta que el oficialismo la achicó. Y es que, entre las citadas esquinas, sólo pueden circular y aparcar las personas y vehículos de la alcaldía menor de Caracas, explicando muy bien su paso el funcionario legislativo o el diputado ultrajados.
Consabido, el lugar – puerta este del Capitolio – ha sido escenario de las más variadas agresiones físicas y verbales de las turbas del gobierno, añadidos los hechos más recientes que protagonizaron los parlamentarios y los periodistas golpeados por los efectivos militares. Y es que, militarizados el acceso y la propia administración de los espacios interiores del Palacio Legislativo, dificultan todavía más cualquier pretensión ciudadana de apenas conocerlos: muy distinto es el caso de las normas básicas de seguridad al secuestro real del inmueble y sus adyacencias.
Ajenos a una versión idílica del pasado, sobran los testimonios de la otrora tranquilidad, accesibilidad y desempeño ciudadano al andar o atravesar el lugar en otros tiempos. Instituciones digitales como Caracas en Retrospectiva o Memoria Urbana, ofrecen sendas reseñas de un sitio apacible y propicio para la conversación y, por la vecindad del parlamento, proclive a toda discusión política.
E, incluso, en nuestros archivos disponemos de viejas gráficas, maltratadas por el tiempo, que hablan de una vía amplia, por lo demás, para atender cualquier situación de emergencia, como ahora no lo imaginamos. A modo de ilustración, el primero de marzo de 1945, la prensa reseñó un importante incendio en Las Monjas que nos permite observar cuan desahogado estaba para una inmediata acción bomberil, acoger la inevitable aglomeración de personas que seguramente dedicarían las horas posteriores a los comentarios del caso.
Cada vez más restringida la privada, el centro comercial, pocas personas incurren en la audacia de citarse en una plaza pública para dialogar, recorriendo sus proximidades. Luce obvio que el foro del Estado, por excelencia, no otro que el parlamento, es un referente agudo y exponencial de un problema derivado de esta dictadura de cada día.
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