De la camionetica a la perrera
El día en que decidí dejar el carro en casa y utilizar el transporte público me enteré de cosas insospechadas.
Por ejemplo, yo no sabía que en la ruta Santa Mónica-El Silencio solamente queda una camionetica en funcionamiento. Una sola. Y es que las otras 15 están paradas por falta de repuestos. Una solita que va y viene muchas veces al día, conducida por un anciano que pone la radio a buen volumen en una emisora de música sensiblera para tratar de hacerle el trayecto más agradable a los usuarios, lo que no se logra fácilmente, en vista del amontonamiento en que vienen todos en aquella cafetera desvencijada.
Ese viaje, en que los pasajeros se encuentran irracionalmente amuñuñados, es una buena oportunidad para comprobar que hoy en día ya casi nadie se baña en este país, y cuando se baña, no siempre tiene un jabón decente a la mano. Las cachetadas de pestilencia son un valor agregado a la tortura de un trayecto que se alarga demasiado porque el octogenario conductor intenta subir cada vez más gente en cada parada. “Amontónense para atrás, por favor, amontónense para atrás”, dice con toda sinceridad.
Me bajo en Sabana Grande. “Un permisito ahí, compadre”. “Perdón mami, no quise tocarte las nalgas”. Luego de intentar hacer una primera diligencia que no salió bien porque en la oficina pública que visité no dan información sino a partir de la 1:30 de la tarde, ni un minuto antes ni un minuto después, entendí que tenía tiempo para ir al centro, así que me sumergí en el Metro. Mala decisión.
En la estación Bellas Artes, el vagón –donde por supuesto, el aire acondicionado es solamente un recuerdo- se detuvo por media hora. Y yo que pensaba que lo había olfateado todo en la camionetica de Santa Mónica. No contaba con este concierto de tufillo subterráneo. ¿Dónde quedaron “las venezolanas y los venezolanos olorosos y olorosas” recién bañados que veíamos en cada esquina? No todos se fueron del país. Se fue el agua. Y también el dinero para comprar una pastilla de jabón y un envase de talco.
Cuando finalmente aquel vagón atapuzado de cuerpos sudorosos se movió unos cuantos metros, quedó varado nuevamente en la estación Parque Carabobo, donde nos informaron que alguien se había lanzado a las vías en Caño Amarillo y por lo tanto el retraso sería para largo.
Horas después de haber perdido el día y de esperar en vano la camionetica que me regresaría a Santa Mónica, intenté regresar a pie hasta mi casa pero el trayecto es exageradamente largo para lo que pueden soportar mis callos, así que en algún momento me estrené en la experiencia que tanta gente tiene a diario: me fui guindando en una “perrera”. Medio cuerpo en el aire y aferrado por una sola mano porque en la otra llevaba la carpeta con papeles que nunca pude gestionar.
Fue una manera más que digna de terminar una caraqueñísima jornada.
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