Uno se casa con el fotógrafo
Si usted piensa que se casó con su cónyuge, está equivocado. Si piensa que los dueños de la fiesta eran los papás de los novios, está equivocado. Si piensa que la unión la santificaba Dios, usted es un hereje. El verdadero dueño de un matrimonio tiene nombre y apellido: el señor fotógrafo. Puede haber whisky, pero si no hay fotógrafo, se arruinó la fiesta. Puede haber conjunto en vivo, pero si no hay fotógrafo, eso no existió. Uno puede estar celebrando el matrimonio en la mejor casa de fiestas de la ciudad, pero si no hay fotógrafo, eso se convierte en el peor terminal de autobuses.
El fotógrafo de la boda tiene más poder que un hijo concebido entre de Kim Jong Un y Maduro. Él pasa a ser como un Darth Vader. Con solo un movimiento de su mano, mueve a los invitados para donde él quiera. Tú puedes estar casándote en el Vaticano, con el mismísimo Papa, pero ahí manda es el fotógrafo. “Que el fotógrafo dice que cuando les den la ostia, que se queden un rato con la boca abierta y la lengua afuera para agarrar bien el momento”. “Que el fotógrafo dice que cuando se den el beso, que se queden pegados un rato, pero que no junten tanto los labios para que las bocas no salgan apurruñadas”. “Su Santidad Papa Francisco, que el fotógrafo dice que dé la misa más lenta para no perder ningún detalle”. “Que el fotógrafo dice que recojan el arroz del piso y se lo vuelvan a lanzar a los novios para capturar el momento”.
Termina la ceremonia. Uno se va a la fiesta, pensando que la pesadilla acabó, ¡pero no! ¡Ahora comienza lo bueno! Uno quiere llegar al salón de fiestas para beber, bailar y comer como loco, ¡pero es imposible! Toca tomarse las fotos con los novios. “Que el fotógrafo pide que todos vayan a la entrada del salón”. Todo el mundo se va para allá… “¡Ya va, ya va!… ¡Que el fotógrafo dice que dejen los tragos en las mesas para que no salgan en la foto, que eso se ve feo!”. Todo el mundo devuelve los tragos.
Una vez que está todo el mundo en el área de las fotos, el fotógrafo es una prueba de cuánto puede durar nuestra pinta intacta. Uno se vistió, perfumó, peinó, maquilló (en pocas palabras, uno no quiere que ni lo toquen) y el fotógrafo empieza: “¡Ok, caballeros! Necesito que carguen a la novia”. Y uno la carga… aprieta la cara… se sonroja… comienza a sudar… y en eso el fotógrafo suelta la perla: “¡Pero sonrían!”. Entonces uno sale en esa foto con cara de hacer número 2.
De ahí en adelante, la fiesta comienza a tomar un rumbo aparentemente más liberado, pero el personaje sigue ahí… al acecho. “¡Ponte este sombrero de hora loca para la foto!… ¡Pero sopla el pito!… ¡Esoooo!”… Y te lanza una foto con ese flash que te ciega dejándote desubicado de lo más importante: saber dónde dejaste el trago.
Termina la fiesta, pasa la luna de miel y uno cree haberse liberado del yugo fotográfico, pero no. Los siguientes seis meses el fotógrafo gobierna tu relación por bluetooth sin tú saberlo. Deja un chip instalado en la mujer, el cual solo repite: “¿Cuándo estarán las fotos?”… “Amor, llámalo para ver cuándo las entrega”… “Amor, que mi mamá está preguntando por las fotos”… “Amor, esto ya es un abuso”. Finalmente, tras varios meses, llegan las fotos. Pero la cosa no acaba ahí. Ahora debes ser anfitrión de varias reuniones en tu casa donde solo hay un objetivo: ver las fotos del matrimonio.
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