Un politólogo curtido en el arte de analizar los números fríos se quedó los otros días directamente helado en las oficinas del Banco Mundial. Allí exponían un escrupuloso trabajo sobre la performance de las naciones a lo largo de los últimos setenta años. En una lista de doscientos países, el Congo encabezaba el ranking de los que más tiempo habían sufrido recesión; la Argentina ocupaba el segundo lugar, seguido por Irak, Siria y Zambia. En los otros cuadros del desempeño económico mundial, los argentinos aparecíamos una y otra vez dentro de los renglones más calamitosos. El politólogo, que es muy exitoso pero que tiene tres hijos pequeños, pensó en la intimidad si debía correr el riesgo de seguir viviendo en esta tierra de recurrente decadencia, o si tenía la responsabilidad de emigrar por el bien de ellos. «Lo más difícil es explicarle al mundo cómo generamos esta pobreza en un país de superabundancia», cuenta un colega suyo, que viaja seguido a Europa para intercambiar información con especialistas. La primera tentación sería echarles la culpa a las elites políticas y empresariales, puesto que aquí el militarismo terminó en catástrofe, la socialdemocracia en incendio, el neoliberalismo en ruina y el populismo de izquierda en saqueo. Pero esas elites no germinaron en una maceta solitaria; han sido muy representativas de un modelo mental extendido y refractario al desarrollo. Asevera el historiador Luis Alberto Romero que se fue formando en nuestra sociedad un nuevo pensamiento único, bastante heterodoxo, plagado de clichés, errores y malentendidos, y al que se lo «moderniza» de tanto en tanto con algún service de época. Esta mentalidad, que con el poderoso Estado kirchnerista logró incluso institucionalizarse, genera un nuevo sentido común transversal: no solo es sostenido por adherentes explícitos o culturales al peronismo, sino por izquierdistas, progres de distinto pelaje, algunos votantes de Cambiemos y, sobre todo, por millones de ciudadanos de a pie. El concepto «sentido común», que tan positivo resulta en términos convencionales, se encuentra aquí cruzado por la vieja acepción de Gramsci: lo que la gente piensa cuando no está pensando y lo que la gente dice cuando no piensa lo que quiere decir. Estamos aludiendo al piloto automático del nuevo pensamiento nacional. Que fue amasado por una confluencia de ideologías y por una serie de escritores con gran talento para borrar realidades y construir mitos, y que terminó penetrando el sistema educativo público y privado. Las facultades y las escuelas son, desde hace rato, fábricas incesantes de «relatos» y de prejuicios. Sin involucrar a Romero ni a otros historiadores profesionales en toda esta descripción, estoy convencido de que la generación del 80 fue al siglo XIX lo que la generación de los 70 significó para el XX. La primera experiencia triunfante construyó una narrativa de vasta influencia, y en un momento se transformó en la historia oficial. En los años 30, revisionistas rigurosos comenzaron a alzarse contra esa verdad inconmovible, una táctica que Perón no contradijo ni asumió, puesto que sus referentes seguían siendo Sarmiento, Mitre y Roca, y principalmente San Martín, a quien quería emular como Mussolini a Julio César. Son los nacionalistas de derecha y de izquierda quienes recién en el exilio lo volcarían al revisionismo y lo inscribirían en una historia de buenos y malos, donde él podía presentarse como «socialista nacional» y como heredero de Rosas y los caudillos federales; también como insólito simpatizante de la revolución cubana. Los intelectuales setentistas hicieron el trabajo fino, y Perón se dejó acunar: uno se lo imagina matándose de risa en Puerta de Hierro. Algunos de estos magníficos pensadores dieron por buenas las mentiras y montajes que Apold había realizado acerca de los dos primeros gobiernos, y más tarde sus discípulos y parientes ideológicos operaron para ocultar los homicidios que cometió la tercera administración justicialista. De paso embellecieron las propias aberraciones armadas del setentismo, y a partir de 1983 fueron gendarmes ideológicos de las distintas horneadas de jóvenes: hoy muchos docentes les enseñan a sus alumnos que la «juventud maravillosa» luchaba por la democracia, una falacia risible.Aunque el nacionalismo católico -ese sector de la Iglesia al que le da sarpullido el progreso occidental- participa de esta matriz, es la desidia del Estado moderno, que abandona al maestro y se lo entrega ideológicamente al gremialismo; la acción psicológica de los organismos de derechos humanos con camiseta partidaria, y la larga gestión kirchnerista, que lanza una fuerte operación mediática y pedagógica de amplio espectro, los que acaban por entronizar esta nueva historia oficial.
Algunos maestros y profesores siguen intentando enseñar las complejidades de la historia, pero muchísimos más se abandonan a las simplificaciones predigeridas, y cristalizan así la ocurrencia de que Sarmiento era una asesino y Roca un genocida, algo tan reduccionista e injusto como señalar que Rosas solo fue un dictador afecto a los crímenes de lesa humanidad (la mazorca). Todas estas sandeces son agravadas por aplicar al pasado las categorías del presente y demuestran no solo mala leche, sino mediocridad: una gran cantidad de docentes conoce tan poco de historia como de gramática y ortografía y, entonces, cuanto menos saben, más grande es el juicio moral que necesitan; la denuncia suplanta el conocimiento.
El adoctrinamiento articulado -y también el informal- fraguó un conjunto de ideas no organizadamente racional, pero sí cohesionador de opuestos: una causa de pronto encuentra en la calle, codo a codo, al Partido Obrero con los catequistas de Bergoglio, a los burócratas sindicales con estudiantes reformistas, a chavistas confesos (admiradores de Irán) con militantes de género, y todo ese espectáculo es observado con silencioso beneplácito por millones de personas no alineadas. A pesar de las contradicciones y discrepancias internas de este cambalache, sus integrantes comparten en los hechos una cosmovisión llena de aforismos implícitos: la batalla es entre europeístas y patriotas, entre el pueblo y la oligarquía, entre explotadores y explotados; integrarse al mundo y convocar sus inversiones es ser entreguista, el hemisferio norte es vampírico, ajustar para hacerse sustentable es neoliberal, competir es salvaje darwinismo, crecer por méritos propios es de derecha, una empresa no es una obra sino una estructura de esclavitud, la agroindustria es colonial, la ley es un truco de los poderosos, toda tarea merece un fomento y todo cristo un subsidio, lo estatal es mejor que lo privado, lo nacional es superior a lo cosmopolita, el espíritu emprendedor es sospechoso, el esfuerzo es reaccionario, la propiedad es un robo, la gratuidad es un derecho humano, aspirar al orden es fascista y aplicar la autoridad es represivo.
Miles de argentinos que viajan a Estados Unidos y a Europa regresan admirados por los efectos de su prosperidad, pero no bien ponen un pie en Ezeiza se abandonan a las supersticiones automáticas del nuevo inconsciente colectivo, que consiste en hacer exactamente lo contrario de lo que hicieron las repúblicas que salieron adelante. Este repertorio de creencias regresistas, este verdadero lavado de cerebro que nos procuramos, explica por qué teniéndolo todo nos quedamos con casi nada, y por qué compartimos el cartel de la lágrima con el Congo y con Irak.
Crédito: La Nación
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