“El mayor enemigo de la autoridad es, por eso, el desprecio y el más seguro medio de minarla es la risa) (Hannah Arendt: Sobre la violencia)
Nota caníbal sobre el filme La muerte de Stalin (2017)
Dice el escritor español Andrés Barba que cada vez que un hombre abre la boca para reír devora a otro hombre, concepción antropófaga que puede ayudarnos a desentrañar la desmesura con la que el Estado venezolano trata a los bomberos merideños Ricardo Prieto y Carlos Varón solo por emplear la corriente metáfora del burro para referirse con humor a Nicolás Maduro. A mi entender, otro mordiscón, de proporciones prehistóricas si se nos antoja, ocurrió en pleno año centenario de la Revolución Bolchevique (1917) con el estreno de la cáustica sátira La muerte de Stalin, del director británico Armando Iannucci.
Nos encontramos en Moscú en 1953, donde por más de veinte años el régimen comunista ha ejercido el terror bajo la perversa forma de purgas. La historia cuenta entonces sobre el derrame cerebral mortal que sufre Stalin (Adrian McLoughlin) tras leer una nota en la que la pianista Maria Yudina (Olga Kurylenko) lo increpaba por la destrucción del país. De seguido, somos testigos del caos que impera en la Unión Soviética en los días contiguos a la muerte del dictador, puesto que los miembros del Comité Central complotan en facciones para hacerse del poder y, a sabiendas de los crímenes del estalinismo, para presentarse a sí mismos como los grandes reformadores de la nación. El filme acaba con la ejecución del jefe de la policía secreta Lavrenti Beria (Simon Russell Beale) tras ser escogido como chivo expiatorio y el inmediato ascenso de Nikita Kruschev (Steve Buscemi) al poder y la llegada de ese periodo histórico acuñado ‘El deshielo’.
En su libro El señor de los tristes y otros ensayos, Víctor Bravo apunta que, debido a su incongruencia manifiesta, lo monstruoso arroja a quien lo experimenta a la frontera entre el horror y la risa. Nada parece dar más cabida a esta idea que el filme de Iannucci, o mejor digámoslo así, pocas situaciones pueden dar cabida a esta idea como la hizo la propia realidad del estalinismo. Allí, el absurdo, el patetismo, y la desproporción, desbordaron a la propia cotidianidad. En otra obra sobre el humor y la política, la novela La fiesta de la insignificancia, Milan Kundera retrata a Stalin con una notable aproximación a la obscenidad propia de este personaje:
“…Stalin es el hombre de Estado más poderoso del mundo, y lo sabe. Siente la maliciosa satisfacción de ser, entre todos los presidentes y los reyes, el único en poder mandar a la mierda la seriedad de los grandes gestos políticos cínicamente calculados, el único que puede permitirse tomar una decisión absolutamente personal, caprichosa, irracional, espléndidamente extraña, soberbiamente absurda”
El filósofo esloveno Slavoj Žižek enumera en En defensa de las causas perdidas algunas características del estado de cosas reinante en la Unión Soviética de Stalin, que si nosotros alcanzamos a contemplar en su naturaleza abyecta, es debido al distanciamiento, y por supuesto la seguridad, que nos proporcionan nuestras coordenadas temporales y espaciales. Entre algunas particularidades, encontramos las ‘metapurgas’, esto es, el asesinato de personajes como Yezhov bajo acusación de conspirar con fuerzas foráneas durante las purgas, paradójicamente, a pesar de haberlas llevado a cabo en fidelidad a Stalin; el caos rampante y la destrucción del tejido social de una nación centralizada y gobernada con la mano de hierro del dictador; y los juicios contra antiguos miembros de la nomenklatura, quienes confesaban culpabilidad aun cuando no tenían idea de qué se les acusaba y, para hacerlo más tragicómico, hasta manifestaban su lealtad a Stalin ante la irremediable condena, lo que conllevaba ser fusilado o ser deportado a Siberia, que al fin y al cabo resultaba igual.
Quien desconfió en el comunismo hasta su lecho de muerte fue el prominente historiador y semiólogo Tzvetan Todorov. De allí que sus últimas obras manifestaran una vocación por entender y comunicar la vileza de los sistemas totalitarios, en sustancia el comunismo, pues lo padeció hasta la adolescencia en su natal Bulgaria. En Insumisos, por ejemplo, cuenta que su ilusión se vino abajo con Kruschev en 1956: “El hombre que había denunciado los crímenes de Stalin acababa de ordenar al Ejército Rojo que invadiera Hungría”. El corolario de la obra de Todorov es que el desastre no le pertenecía exclusivamente a Stalin, sino que era connatural al comunismo.
Evitando visionados superficiales que se extravíen en la hipérbole y siguiendo la noción de Víctor Bravo sobre lo monstruoso, podemos decir que Iannucci acierta en su recreación realista del estalinismo. Para ello, además, se apoya en la estupenda encarnación de los actores. Descuella, resaltemos, Steve Buscemi, quien de cuasi-bufón de corte imperial (“¿se rió Stalin?, le pregunta su mujer al final del día) se transforma en el taimado e inescrupuloso sucesor de Stalin, como nos lo recuerda Todorov, y lo representa Kundera en estas líneas, que parecen un adelanto de lo que Kruschev declararía en el Vigésimo Congreso del Partido Comunista: “¡pero el culpable es él! ¡Nosotros no somos más que víctimas! ¡sus víctimas!”
El filólogo Victor Klemperer detectó que las oraciones largas del libro de Hitler Mein Kampf pasaron al uso común en la Alemania nazi. La longitud de la sintaxis resulta así simétrica a la egolatría de los dictadores, y, desde luego, germina en las voluntades serviles y arribistas. Un ejemplo muy a cuento lo reconocemos en este fragmento de la remarcable sátira de la Guerra de las Malvinas Una puta mierda, del escritor argentino Patricio Pron:
“El Teniente Clemente S nos ordenó que nos pusiésemos en línea, fue al encuentro del General Mayor y lo saludó a la manera militar, llevándose la mano a la parte menos usada de su anatomía. ‘General General’, dijo a modo de saludo, pero el Mayor General lo corrigió rápidamente: ‘General Mayor’. ‘Lo siento’, se Disculpó el Teniente Clemente S, y agregó: ‘muchas gracias por su corrección Mayor Mayor’. ‘Mayor General’, corrigió el General Mayor. ‘Exacto, Mayor General’, respondió nerviosamente el Teniente Clemente S, pero el Mayor General insistió: ‘No. El nombre es General Mayor’. ‘No hablaba de él’, respondió en Teniente Clemente S, temblando. Los tres se miraron perplejos un instante y al final el General Mayor ordenó que lo olvidaran”
En La muerte de Stalin, encontramos una formulación alambicada del lenguaje análoga, como cuando debe ser grabado un concierto a pedido de Stalin, pero entonces quienes dirigen el teatro se ven envueltos en la sinrazón del barroquismo lingüístico en lugar de decir sencillamente ‘Stalin’: “El Secretario de la Secretaría General del Secretario General. La Secretaría del General…” Si algo los totalitarismos socavan, es precisamente el lenguaje. Respecto a esto, Tzvetan Todorov nos advierte en La experiencia totalitaria que Stalin declaró sin tapujos que la forma carece de significado decisivo. Klemperer, por poner un ejemplo ilustrativo, señaló que los nazis usaban el eufemismo ‘marcharse’ en referencia a quienes confinaban en los campos de concentración.
Observemos que este vaciado de significado se manifiesta progresivamente en el discurso del gobierno venezolano a través de adjetivos que comportan una redundancia latosa, pero que pareciera funcionarle como una especie de sostén ante la palabra desprovista de significado, como por ejemplo “mafia criminal”, “sicariato asesino”, “guerra criminal”, “presidente constitucional”, lo que distancia a Maduro de su antecesor Hugo Chávez, cuyo equivalente paradigmático consistía en ondear de manera obsesivo-compulsiva un ejemplar de bolsillo de la Constitución Nacional por cada palabra dicha. Observemos que ambos casos son pruebas de la imposibilidad de las palabras por alcanzar un significado pleno.
Con todo, nada puede representar mejor este despojo del significado que el encuadramiento de la crisis económica en términos de una “Guerra Económica”. Resulta palmario que este uso no es literal, y que, en cambio, se trata de una metáfora bélica cuya función es, por un lado, esconder que la crisis se debe a la fuga de divisas a manos de empresas de maletín, al saqueo del centenar de industrias que fueron expropiadas, y a la quiebra de la principal empresa del Estado venezolano: PDVSA; por el otro, instalar la lógica retorcida de que la crisis se debe a un enemigo contra quien el gobierno nacional lucha para defendernos. En otros términos, nunca ha existido una “Guerra Económica”, sino apenas un recurso lingüístico, y antes conceptual, que le permite al gobierno de Maduro transferirle la responsabilidad a un tercero, sea este la oposición, el gobierno colombiano o el imperio, en tanto que se representa a sí mismo como un héroe. Lo que sigue es la extensión de este recurso a cuanta crisis emerja (guerra psicológica, guerra eléctrica, guerra memística, guerra de precios, guerra del transporte, guerra de los panes) y la configuración de una realidad a su conveniencia (bono de guerra económica, estado de excepción perenne).
Dicho todo de una vez, la crisis de los totalitarismos es la crisis de la verdad. El líder se erige acá como el amo semantizador que legitima lo que es verdadero. El resto de la población debe contentarse con sobrevivir de la apariencia y la mentira, de conformar una tropa de delatores, oportunistas y aduladores.Y justo esta otra dimensión monstruosa es de la que se vale astutamente el director Iannucci en su filme. Un ejemplo claro de la explotación de este humor áspero ocurre cuando los médicos, cabe recalcar que son los pocos que han sobrevivido al exterminio, deben dar el parte médico del estado de Stalin, pero ninguno se atreve a darlo, ya que saben que cualquier información nada o poco deseable por la nomenklatura puede conducir a su fusilamiento.
Un segmento en blanco y negro que el director Wes Anderson nos muestra como una mancha en El Gran Hotel Budapest da una nítida idea de cómo el totalitarismo percibe la risa. Antes de su aparición, todo había sido color y humor, pero entonces vemos que Monsieur Gustave es apresado por los fascistas y, nos cuentan después, asesinado, como para recordarnos estas líneas compuestas por Ricardo Piglia en Respiración artificial: “…la siniestra inseguridad que el totalitarismo insinúa en la vida de los hombres, el aburrimiento sin rostro de los asesinos”. Klemperer, por su parte, notó que la risa descalabraba el autoestima de Hitler, lo que se expresaba en una constante alusión a que los judíos se reían a su espalda y por eso les borraría la sonrisa del rostro. Hace pocos días, la BBC informó que el filme Adiós, Christopher Robin, de Simon Curtis, será censurado en China, puesto que el gobierno teme que la gente se burle de Xi Jinping al compararlo con el oso Winnie the Pooh. De manera que, como era de esperarse, La muerte de Stalin no tuvo cabida en la Rusia de Putin, el más nostálgico estalinista actual.
Antes de inmiscuirse en el delicado dominio de los chistes sobre judíos y nazis que circularon en la Alemania del Tercer Reich, Rudolph Herzog examina en su ensayo Heil Hitler, el cerdo está muerto las funciones de crítica y de catarsis que cumple el humor político contra los poderosos. Este doble filo se habilita con nuestra risa caníbal cuando disfrutamos de una sátira como la de Armando Iannucci, apuntada contra quien condenó a morir de hambruna a pueblos como el de Ucrania, o como cuando con humor denunciamos a un presidente que se burla de su pueblo hambriento al devorar las exquisiteces de uno de los restoranes más lujosos del planeta.