Ocho superpoderes que da un bus
Yo tengo superpoderes. Tú tienes superpoderes. Si has viajado en bus, los has adoptado sin darte cuenta. Solo basta montarte en uno, a cualquier hora del día, para encarnar alguno de estos ocho superpoderes maestros.
El primero de ellos se manifiesta incluso antes de llegar a la parada. Es cuando ves el bus a lo lejos, terminando de recoger a los pasajeros, y te das cuenta: es el tuyo. En ese momento se te activa el superpoder de la velocidad. De inmediato arrancas a correr (así lleves tres bolsos y unos tacones) hasta alcanzar al bus. Entonces es ahí cuando le das ese gentil y cortés manotazo a la latonería para avisarle al chofer que faltas tú.
Ya montado, el bus te infunde un segundo superpoder: el de la confianza. Sin importar cuánta gente haya de por medio, sacas el dinero del pasaje y lo pasas hacia adelante convencido de que se lo harán llegar al chofer sin robarle ni un céntimo.
Arranca la unidad y se desarrolla el tercer superpoder autobusístico. Como la mayoría de los choferes no tuvieron carro en su juventud para matar fiebre, utilizan el bus como su ejemplar personal de “Rápidos y Furiosos”. Entonces aceleran ese mastodonte como si solo viajaran ellos, lanzándonos a todos para atrás cuando arrancan. Es en ese instante, se nos activa el superpoder del equilibrio. Uno entierra las uñas de los pies en el piso y se mantiene sobre el mismo punto sin caerse.
Si tocó abordar un bus ya repleto de gente, no queda sino ocupar el puesto más refrescante de la unidad: guindado de la puerta. Ese momento activa el cuarto superpoder: “Antebrazos de Popeye”. Toda nuestra vida depende de cuán bien nos agarremos de la puerta. Ahora, si en cambio contamos con la fortuna (o desfortuna) de viajar parados dentro de la unidad, uno puede desarrollar un quinto superpoder: adelgazar. Así como los roedores se escurren para pasar por orificios o ranuras, en un autobús repleto uno es capaz de comprimirse cual miss en certamen para transitar perfectamente por el pasillo del mismo.
Si por el contrario uno contó con el ticket doblemente premiado de viajar sentado y al lado de la ventana, el autobús desarrolla en uno el sexto superpoder: sueño con GPS. Este atípico caso de somnolencia consiste en dormir profundamente mientras se tiene el tino de despertar justo antes de llegar a la parada. Claro, y toda la experiencia de viajar dentro del bus desarrolla en uno el séptimo superpoder: la insensiblidad. Luego de cinco minutos de viaje, uno deja de oler cualquier axila, escuchar cualquier vendedor o sentir cualquier órgano reproductor que nos haya sido recostado.
Por último, nuestras estimulantes y energéticas unidades de transporte contagian un octavo superpoder que hasta ahora no han sido capaces de transmitir ni los más insignes maestros de oratoria. Fíjese, uno puede ser la persona más tímida del planeta, pero si está llegando a su parada y no le siente intenciones de frenar al chofer, uno saca ese amolador dominical que lleva por dentro y grita: “¡EN LA PARADA!”. Aunque como todo buen coach, un chofer de transporte público no se queda allí. Busca sacarnos de nuestra zona de confort. Por ello, se detiene en la estación, pero olvida abrir la puerta trasera. Razón por la cual uno saca dentro de sí ese “¡Azúcar!” de Celia Cruz y grita: “¡PUERTA!”. Pero el chofer, como buen sensei, busca probarnos al máximo. Por ello abre la puerta de la unidad, pero al mismo tiempo arranca, obligándonos a sacar ese vendedor de cerveza de estadio de nuestro ADN para gritar “¡¡¡YA VA!!!”.
Entiendo la envidia que la experiencia puede despertar en cualquier persona acaudala. Probablemente ya muchos propietarios de Mercedes, Audi y camionetas Toyota hayan decidido abandonar sus vehículos para adentrarse en el ritual de recibir los superpoderes de un bus. Los invito a hacerlo. Regálense esta terapia. Eso sí, cuando lo hagan por favor préstenme su carro. Yo ya me cansé de tener estos superpoderes.
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