¿Será así Caracas?
En las calles de Caracas podemos ver los signos de una decadencia paulatina, de una modernidad que se deshizo en su propio sueño, de grandes edificios que terminaron siendo tragados por la gruesa garganta de la barbarie.
En su texto “Sobre la Violencia” Slavoj Zizek, teórico esloveno, reescribe a Adorno y exclama “no es la poesía lo que es imposible después de Auschwitz, sino más bien la prosa”. En los momentos de excesivo trauma, donde la boca se queda sin palabras para exclamar y las manos se endurecen ante el teclado por la helada brisa, la narración se endurece, en cambio la poesía en su imposibilidad se recrea, en la nada significa, y expone los pesares del hecho violento.
En la Venezuela actual, donde nos escondemos bajos los mantos de reja y cemento, para no sentirnos tocados por el cañón humeante de la violencia, vivimos, de cierta manera, la imposibilidad de narrar y enunciar lo que ocurre. Como explica Zizek la ficción se hace imposible ante momentos de pesadez traumática, las palabras se aglomeran y no encuentran cabida en la página, hay tanto por decir que los espacios se reducen y se pierde lo que se quiere decir. También estos momentos descalabran la identidad de los individuos, ya no hay canones para determinar “lo venezolano” porque se ha marginalizado, se han resquebrajado esos conceptos por la guadaña y por el disparo. Tenemos un ejemplo cercano: Colombia. El país vecino estuvo inmerso durante la segunda mitad del siglo XX en mares de sangre, un tiempo que tuvo que llamarse “La Violencia”. No existía otro apelativo. Ellos han querido resguardar los signos de “lo colombiano”, de vejar en las catacumbas del olvido el tiempo de “La Violencia” para delimitar sus símbolos y no dejar que ese momento irrumpiera en la identidad. Nosotros, creo, tratamos de resguardar lo que, en algún momento, se mantuvo como “lo venezolano”, pero, hablando desde nuestra Violencia, sabemos que la identidad se ha partido. No somos el mismo venezolano porque no tenemos las mismas necesidades de hace 30 años. Todo ha cambiado y el hambre nos ha hecho voraces.
En las inmensas colas o en los sudorosos vagones del Metro podemos escuchar la queja diaria, aquella que nace desde la necesidad de esbozar, de la garganta cerrada que busca abrirse, pero que se difumina frente al calor. La queja no trasciende, se esconde. La enunciación del pesar y del peligro se borra.
Es el disparo y su sonido ensordecedor, el llanto del que recoge el rostro ensangrentado del que ya murió o aquella queja exasperada en aquellos vagones, lo que notamos y nos explota en la cara como una realidad que nos está carcomiendo desde los tobillos, pero que algún día, sin saber cuál, en algún lugar, nos explotará en la parte de atrás del cráneo. En esas sensaciones se representa nuestro miedo, pero nos es imperante recaer, para entender, en las razones de esa violencia.
Más allá del hecho violento, que puede ocurrir en cualquier región del mundo, es el entendimiento y la codificación que realiza el venezolano lo que parece extraño. No existe preocupación o exaltación ante el mismo, ocurre una aceptación natural del hecho y ante la muerte y el descalabro de la vida cotidiana sólo se exclama “así es Venezuela”.
Hace poco, mientras limpiaba mi frente en algún caluroso vagón, escuché a tres mujeres, que se reían, ante una anécdota que, para mi, se tornaba tétrica. Una de ellas comentaba un hecho que le ocurrió a un familiar: un hombre, primo de la narradora, tenía la costumbre de golpear a la mujer con la tuvo su primer hijo. Ya no se encontraban juntos, pero él cada vez que la veía procuraba con fuerza barbárica a golpearla. Una noche, se encontraron en una fiesta, el hombre ebrio procuró golpear a su ex y ella le cortó la cara con el pico de una botella. Las tres mujeres en el vagón mostraron asombro tras una risa. La sensibilidad de ellas, extrañamente, estuvo de parte del hombre. “pobrecito, con la cara desfigurada”. La extrañeza no reside en el hombre que golpea, sino en la mujer que responde. Es violencia por violencia que se enmascara en la risa cómplice de la anécdota.
Estamos inmersos en el absurdo. La vida poco vale porque poco se tiene al vivir en esta ciudad, la muerte es tan mundana que la encontramos parte del día, como el amanecer o la noche que cae para asustar a todos los caraqueños. Lo extraño, como dije en un principio, no es el hecho de violencia, es la reacción que poseemos ante ella. Una violencia que se mide en todos los niveles: la política, que nos envuelve en el miedo, que nos induce a mendigar el pan y saborear el agua, que nos dice que poco tenemos, que poco hacemos, y que poco somos sin ellos; la urbana que no necesita vociferar, porque golpea con el puño el rostro de cada uno. No sabemos en qué frente descansará hoy el cañón, esperamos que no sea la nuestra, para seguir sobreviviendo en esta ciudad que, lentamente, se come a sí misma.
La violencia seguirá ocurriendo, no la podemos detener y seguiremos siendo participe de ella. Nos reduce a sobrevivir, a demostrar nuestro aspecto más animal, pero es importante, para no desfallecer como seres humanos, notar las pequeñas muestras de civilidad que todavía se mantienen en Caracas, específicamente, y tratar de vivir en ellas. Ser humano ante la mayor deshumanidad.
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