(ARGENTINA) Todos contra Macri es todos con Cristina
Frente al ataúd de su gran camarada de lucha, dijo en criollo antiguo: «Tú sabes que somos vencedores». Despedía así a Raúl Scalabrini Ortiz: «Somos vencedores de esta conciencia definitiva que los argentinos han tomado de lo argentino». Y en un libro de 1966 se explayó sobre la batalla cultural: «Hoy la inmensa mayoría habla un idioma que, hace cuarenta años, hablábamos solamente unos pocos. Nunca creímos que en el precario tiempo de nuestras vidas lograríamos la victoria que hoy tenemos delante de los ojos». Arturo Jauretche, ese magnífico ideólogo e ironista, confesaba de este modo su asombro por la hazaña: aquellos dos escritores habían atravesado el siglo XX, habían influido en radicales y peronistas, y habían construido el relato nacionalista dominante y transversal que con diversas operaciones de la universidad y a posteriori con la poderosa institucionalización del Estado y las escuelas kirchneristas, se transformaría directamente en el sentido común de las clases medias ilustradas y no tanto. En La Argentina como problema, formidable compilación de ensayos coordinada por Carlos Altamirano, se repasan hoy las visiones nucleares de todo el pensamiento vernáculo, y se reconoce la enorme relevancia que tuvieron Jauretche y sus compadres al forjar un vocabulario político extrañamente actual: «cipayo», «entreguismo», «coloniaje», «vendepatria», «medio pelo», son algunas de las ingeniosas ocurrencias en el arte de injuriar que aportó esta maquinaria. Y su pedagogía fue tremendamente exitosa porque construyó una matriz, una lengua para un modelo de nación endogámica y tradicionalista, que llevado a cabo por chapuceros y venales nos hundió en una decadencia sin fin. Los kirchneristas le rezan a Scalabrini Ortiz, siendo que si resucitara y viera la manera en que entregaron la soberanía energética, este los repudiaría; y citan irreflexivamente textos de Jauretche que fueron escritos para otro tiempo, para otra economía, para una escala de clases y valores sociales diferentes, y sobre todo para un mundo que ha desaparecido. Ampararse en el pasado es confortable y solapear sus conceptos también, por eso Cristina Kirchner lo mentó esta semana durante el debate del presupuesto, y la senadora Pilatti Vergara se metió en un buen lío al aludir a las «señoras gordas», concepto que Jauretche inventó cuando no podía ni sospechar la cultura global de lo políticamente correcto. Nadie se pregunta de qué potencias habría que emanciparse en un planeta donde los viejos imperios, acorralados y en crisis por la globalización, se vuelven hacia adentro y renuncian a sus estrategias internacionales. Salvo, claro está, que los «compañeros» piensen en China, y tengan miedo de que su ciclo expansivo nos pueda convertir alguna vez en su colonia. Discutir y releer a Jauretche en 2018, cuando «vivir con lo nuestro» resulta impracticable y exportar es un verbo de vida o muerte, sigue siendo fascinante, pero únicamente de un modo testimonial y literario; pretender que sus concepciones arcaicas sigan siendo el catecismo del progreso es una soberana estupidez. Rebelarse contra don Arturo resultaría, sin embargo, un estimulante ejercicio intelectual y sin duda una tarea educativa necesaria para bloquear su rotunda colonización escolar; el problema es que más allá del fraseo constante de sus máximas desactualizadas, los dirigentes peronistas no se manejan ni remotamente por sus principios rectores, ni por sus libros leídos a fondo, sino por una praxis de travestismos rápidos e iletrados, tacticismos de tránsfugas analfabetos por opción y desvergonzados vaivenes de aventureros. Algunos, como dice un sociólogo que conoce el paño, son oportunistas sin el menor sentido de la oportunidad. Resulta escalofriante ver cómo dirigentes que durante la «década ganada» operaron día y noche en los medios para convencer a los periodistas y a la opinión pública de que la arquitecta egipcia era siniestra, negligente y alienada, hoy corren presurosos a buscar su bendición, a tejer contubernios o a ofrecerse como vocacionales defensores de oficio. O personajes que ganaron elecciones tildando al kirchnerismo de asociación ilícita de pronto abandonan sus «éticas» y anuncian que para vencer al «diablo» bien vale colaborar con la Cosa Nostra. O angélicos trabajadores sociales que sentían repugnancia por quienes le robaban al pueblo, y ahora bruscamente se asocian con esos ladrones de guante blanco. No los guía Jauretche ni la «sensibilidad social», sino el síndrome de abstinencia del poder y la desesperación por conseguir el año próximo un lugarcito bajo el sol. A medida que avanzan los meses y la economía, aunque en emergencia, no estalla en mil pedazos (algo esperado y deseado por ellos) y ningún líder de centro o de derecha asoma con capacidad real para atraer votos, la gran coartada va cobrando forma. Se está armando una Unión Democrática Peronista para derrotar al perejil que paga su fiesta, pero como ningún cacique parece competitivo, resulta que la consigna «todos contra Macri » se va convirtiendo en «todos con Cristina «.
La conspiración entre gallos y medianoche realizada en el Consejo de la Magistratura entre la Pasionaria del Calafate y el Camaleón de Tigre, en compañía de otros prohombres de un pejotismo sin ideas ni ideales, ni lecturas ni escrúpulos, constituye un ejemplo alucinante de esta reunificación. La liberación del cepo judicial gracias a la cual los expedientes de corrupción avanzaban y se procesaba a exfuncionarios y a empresarios, quedó seriamente en duda. Juan Campanella, que suele representar a los millones de argentinos de a pie que pujan por un país normal, lo resumió ayer de una manera cruda: «La Moncloa de la mafia. Todo el arco peronista, con madurez envidiable, deja de lado sus ‘diferencias’ en pos de la protección del choreo».
Resulta cada vez más claro que las políticas de la coalición gobernante no son el resultado de su deseo, sino de la forzada y múltiple negociación. Desde el principio fue un gobierno altamente condicionado, y rehén de sus duros adversarios. Tuvo que negociar con los prejuicios generales, con una sociedad pervertida por la gratuidad y con las arcas totalmente vacías, y con un movimiento hegemónico que perdió las elecciones pero que sigue siendo dueño de varias provincias y municipios, de amplias parcelas dentro de la administración pública, de las cámaras de Diputados y Senadores, con mayorías inquietantes en la Corte y en la Magistratura, con el poderoso sindicalismo de la Carta del Lavoro y con un empresariado populista que no sabe competir y que apostó por Scioli. A tal punto triunfaron Perón y Jauretche que la vieja oligarquía terrateniente fue reemplazada por la oligarquía peronista. Y esos nuevos conservadores, esos flamantes multimillonarios, constituyen una corporación de corporaciones, condicionan la democracia y generan zonceras criollas en un discurso que sería creíble si los resultados de sus sucesivas gestiones no demostraran palmariamente su fracaso catastrófico. Existe un país posible y común para las dos Argentinas (la nacionalista y la republicana), pero para eso sería necesario un acuerdo centrista y la anulación de las pulsiones antisistema, que conducen al delirio, la ruina y al autoritarismo. Esa resultaría, como quería Jauretche, una moderna «solución argentina para argentinos». Pero no se realizará mientras la ideología imperante sean la extorsión, la codicia, el panquequismo, el anacronismo, la conjura y la impunidad.
Crédito: La Nación
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