La izquierda democrática latinoamericana, especie en extinción
Contracumbre de contrariados
Abogada exitosa, no sabíamos que también era jurista de alto vuelo teórico. Como tal hablaba, cargándose varios siglos de constitucionalismo como si nada. Me refiero a Cristina Kirchner, quien propuso crear «nuevas arquitecturas institucionales para preservar la democracia», ya que es obsoleto, «desde 1789, gobernar con tres poderes, y uno de lo cuales, además, es vitalicio, como el Poder Judicial».
Concluyó el punto con una metáfora: «¿A alguien se le ocurriría hoy sacar una muela como se sacaban en 1789?» Poniendo la odontología de lado, nos dejó confundidos en cuanto a la fecha, ya que se refería a la Revolución Francesa, momento de violencia e inestabilidad, no de diseño institucional. Tal vez quiso referirse a la Constitución de Estados Unidos, de 1787, que sí consagra un gobierno republicano basado en tres poderes.
Pero a confesión de parte, relevo de pruebas, más allá de toda imprecisión. Su versión de la política describe un sistema donde el poder se organiza en dos o tal vez una rama del Estado, idea ensayada por los diversos autoritarismos y totalitarismos de la historia. Es que lo que distingue a la democracia es un método para llegar al poder, por el voto, y un método acerca de cómo ejercerlo, con límites a la acción del Estado marcados por la separación y el equilibrio de esas tres ramas.
Semejante arrebato de sinceridad fue en el marco del «Primer Foro Mundial de Pensamiento Crítico» celebrado en Buenos Aires, una pretendida «contracumbre» de la próxima Cumbre del G20. Un foro que en realidad no fue mundial ni fue de pensamiento crítico, según se entiende el término en cualquier discusión académica, sino una asamblea de apparatchiks. Como bien dijo Gabriel Salvia en una nota en Clarín, el «pensamiento crítico» no fue más que un «homenaje al pensamiento único», o sea, a los Castro.
Sucede que allí se brindó una reverencia a los 60 años de la Revolución Cubana, la cual consagra un régimen totalitario. Es decir, un sistema donde el Ejecutivo es monopolio del Partido Comunista por Constitución, en el Legislativo solo hay diputados de ese mismo partido y el Judicial no ha emitido un solo fallo desfavorable al gobierno en esos 60 años. Es decir, dicha revolución consolida un sistema de un solo poder: el poder del Estado-partido, la dictadura más antigua del continente. Parafraseando a Cristina Kirchner, ¿a quién se le ocurriría hoy sacar una muela como se sacaban en 1959?
Antes que ella habló Dilma Rousseff, quien criticó al presidente electo Bolsonaro y volvió a referirse a su destitución como un golpe. Nunca aclara que 8 de los 11 miembros del Supremo Tribunal Federal—el Supremo brasileño que dictaminó la legalidad del proceso de «impeachment»—fueron nominados por ella o por Lula, y por supuesto omite el razonamiento lógico que se deriva del punto: si su destitución hubiera sido por un golpe, Marcelo Odebrecht habría sido un preso político.
También estaba programada y anunciada la presencia del expresidente uruguayo José Mujica en dicho foro, pero este notificó que no asistiría haciendo referencia a la necesidad de ser prudente y no crear obstáculos en esta coyuntura. Queda alguien en esta izquierda latinoamericana con un resto de sensatez.
Sensatez y honestidad intelectual, bienes escasos y necesarios para una lectura con un mínimo de veracidad histórica. Dicho «foro» no fue más que un retrato del colapso normativo de esa izquierda. En los sesenta y setenta consumían el foquismo que les bajaban desde Cuba, y así pusieron en marcha un franco delirio político: el vanguardismo y la táctica guerrillera que los llevaría al poder. Claro que no hubo Sierra Maestra en el resto del continente y todo ello solo sirvió como combustible para la violencia despiadada que se vivió en la región.
La historia cambiaría en los ochenta. Los exiliados comenzaron a regresar. Quienes llegaban de Estocolmo estaban satisfechos con lo vivido—capitalismo y democracia competitiva, equidad con libertad—en contraste con quienes llegaban de Berlín Oriental. La tortura, el asesinato y la desaparición habían tenido a muchos militantes e intelectuales de izquierda como blanco. La moraleja fue que la plena vigencia de los derechos humanos requería la «democracia burguesa», es decir, el constitucionalismo liberal: garantías individuales y separación de poderes.
Aquello fue una verdadera revolución copernicana, el distanciamiento de La Habana y el surgimiento de una izquierda democrática cuyos mejores capítulos fueron las presidencias de Fernando Henrique Cardoso, Ricardo Lagos, y del propio José Mujica. Pero fue efímero, solo hasta el superciclo de precios. Petrocaribe acercó a Chávez a Castro; entre PDVSA y el empréstito de obra pública de Odebrecht se financió la política; y La Habana volvió a ser la usina intelectual con una operación subsidiaria en el Foro de São Paulo.
Ahora, después de la caída de precios y sin utopía por vender, solo queda un discurso vacío y en permanente proceso de reciclaje. Nótese que ya nadie de esa izquierda habla de derechos humanos, pues el concepto invita las obligadas preguntas sobre Maduro, Ortega y los Castro, represores a quienes deben encubrir. Y, por supuesto, nadie pronuncia la palabra «corrupción», pues sus nombres están en los juzgados de todas las capitales de la región.
Pero esta es la «izquierda» latinoamericana de hoy, con comillas, intelectualmente perdida y abrumada de hipocresía. Se halla en una verdadera crisis de identidad, ya no defiende a los pobres sino a los ricos, ellos mismos, enriquecidos por los negocios ilícitos. Y claro que así es imperativo que no haya jueces independientes y que el poder esté férreamente concentrado.
Concentrado en sus manos, esto es, para garantizar su propia impunidad. La izquierda democrática de América Latina es una especie en extinción.
Crédito: El País
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