(ARGENTINA) El enemigo más temible de Macri
El hombre avanza paso a paso por el lago de aguas congeladas y cada tanto escucha a su alrededor ruidos escalofriantes: crac, crac, crac. Y vuelve la vista y mira las rajaduras que se abren como una telaraña, y baja los ojos y comprueba que el hielo sobre el que camina es sumamente delgado. Más vale que no eche a correr, porque la placa podría quebrarse y porque entonces el hombre se hundiría en un hueco de aguas gélidas y mortales; debe elegir la dirección más adecuada y seguir adelante con mucho cuidado si quiere alcanzar la otra orilla y no perecer en el intento. La metáfora cinematográfica, que no elude los factores del azar y de la suerte, le sirve a un estudioso de las encuestas de fondo para explicar el desafío de Mauricio Macri y el extraño momento que experimenta la Argentina. Agrego algo de mi cosecha; acontece una insólita «conjura de los necios» para que gane las elecciones la Pasionaria del Calafate. No se trata, por supuesto, de una verdadera conspiración, sino de un mecanismo inorgánico, pero suicida: por miedo a ella, sus principales enemigos lo estrangulan a él. Dinámica de lo impensado, como diría Dante Panzeri. Aterrados por la posibilidad de que Cristina gane, los mercados repudian los bonos y le suben el riesgo país a Macri. Por la misma razón, los empresarios se dolarizan y fogonean así la inflación, que complica aún más el panorama electoral de Cambiemos . Por espanto al chavismo, el Fondo crea un programa de rescate, pero le ata las manos a quien quiere proteger, permite el deslizamiento y hasta toma distancia de sus propias culpas declarando su «decepción» en un informe que acaban industrializando los opositores más extremos. Galvanizados por esa sombra cristinista, los inversores que creen en el oficialismo no le aflojan ni un centavo, y si en las primarias llegara a perder, echarían a volar y provocarían una corrida terrorífica contra el peso. Que en lugar de perjudicar a la dama tan temida le terminaría haciendo un invaluable favor. Asustados porque la arquitecta egipcia regrese con su delirante régimen y su sed de venganza, politólogos, economistas y otros opinadores profesionales se enfurecen con el Gobierno y ponen la lupa solo en sus errores (que los hubo y muchos), pero hablan y escriben como si en la actual adversidad argentina no hubieran influido el tremendo pasado ni las bruscas turbulencias internacionales. El miedo no es zonzo, pero a veces nubla. Aunque resulta esencial una prolija discriminación. Hay quienes genuinamente fustigan por convicción ideológica o desencanto fáctico, o mejor: para despertar al dormido y para que mejore, tarea virtuosa e imprescindible en la democracia, sobre todo si se ejecuta con responsabilidad y sin histeria. Pero después están quienes lo hacen de mala fe y por puro interés personal: hojean los sondeos del descontento, y por rating o por plata (la oposición reparte) practican la demagogia, el panquequismo cínico y la crítica de destrucción masiva. Se da también un fenómeno natural: cuando los periodistas conversan con las exóticas aves kirchneristas, a menudo salen de esos encuentros con escepticismo y hasta con estupor. No sucede lo mismo con los operadores del peronismo «racional», que suelen ser mucho más persuasivos. Sus argumentos, de hecho, van convirtiéndose con frecuencia en sentido común, gracias en gran medida a que los chicos listos de Balcarce 50 no creen necesario salir a refutarlos.
De esas usinas del justicialismo pop surgió el poderoso hit «un gobierno de ricos para ricos» y también la idea del «fracaso» irreductible, que hace furor por estos días. Si Cambiemos ya fracasó sin retorno ni atenuantes, la lógica oculta lleva inexorablemente a su inmediato reemplazo y a la restauración peronista, en cualquiera de sus variantes. ¿No es bello? El razonamiento trabaja sobre un dato real: la economía pasa por un momento incuestionablemente malo. Pero además de obviar cruciales aspectos republicanos, que a esos argumentistas no les interesan ni convienen, omiten un hecho fundamental: no hay un solo ejemplo de gestión argentina que no haya acabado en derrota. Jorge Todesca, encargado de dar pésimas noticias seriales y agobiantes (por algo Cristina acalló al Indec y persiguió a las consultoras privadas), explicó esta semana de manera muy simple que promediando los años 80 (Alfonsín), la pobreza estaba en 31%. A esa misma altura, pero en los 90, había bajado a poco más de 23, antes de volver a trepar dramáticamente durante el segundo mandato de Menem. A mediados de los años 2000, y tras la gran crisis, superó el 34%. Para 2014, plena edad de oro del kirchnerismo, estaba en 29,7, y hoy se encuentra en 31. Macri, en su discurso del Cippec, recordó algo más: en los últimos ochenta años la inflación promedio fue de más del 62%, y eso sin contar con los incendios puntuales de las híper. Durante 77 años incurrimos en déficit fiscal. Uno de cada tres años vivimos en recesión, y provocamos ocho defaults escandalosos. Somos geniales. Más allá de yerros coyunturales que no deben ser suavizados, el fracaso es básicamente estructural, y no se toma en cuenta el hecho de que el país fue sometido, como nunca antes, a por lo menos siete años de «economía bolivariana». Que se detuvo hace tres años y medio en la Argentina, pero siguió de largo en Venezuela: hoy ellos tienen 1.370.000% de inflación y un 51% de caída del PBI. ¿Alguien puede creer seriamente que cuando se vaya Maduro los venezolanos podrán salir con rapidez y sin dolores de semejante berenjenal? ¿Quién nos hizo creer que nuestros actuales sufrimientos se podían evitar? Para empezar, el propio Macri. Que es el principal culpable de que los argentinos hayamos relativizado la gravedad del daño y la cantidad de tiempo que llevaría normalizar el enorme desquicio.
En privado, y lejos de sus teorías contrafácticas (cada uno tiene la suya, y es sólida y a la vez indemostrable), muchos economistas relevantes aceptan que el sufrimiento actual era imposible de eludir. O el Gobierno nos lo infligía al comienzo o la realidad nos sorprendía el año pasado, como ocurrió, o el próximo, como probablemente iba a suceder. Frente a estas recriminaciones, un alto funcionario se defendió con otra metáfora cinematográfica: el micro tenía poco combustible; el motor estaba fundido; las llantas, lisas y sin repuesto; el piso de arriba lo ocupaban barrabravas; se venía de frente una tormenta, y nos esperaban en un cruce un grupo de narcos para emboscarnos. «Si decíamos todo eso, la gente se iba a querer bajar -confesó-. Decidimos no contar con crudeza ese estado de deterioro y de peligro para no asustar, y resolvimos avanzar mientras íbamos negociando, consiguiendo nafta por el camino, atando con alambre lo que podíamos. Y salimos a la ruta y anduvimos un buen trecho. Nos fue bastante bien; la gente volvió a votarnos y las cifras de la reactivación asomaban. Fue entonces cuando un camión salió de la niebla, nos llevó por delante y nos tiró a la banquina». Puede ser una mirada autocomplaciente, pero contiene algo de verdad; en la herencia, en la dificultad, en el acierto, en el accidente y en las pifiadas.
El hombre que camina sobre hielo finito no debe luchar ahora contra Cristina o los ansiosos paladines de la hegemonía peronista, sino básicamente contra esa ocurrencia falsa pero verosímil: el fracaso es exclusivamente suyo y es definitivo. Si no logra vencer ese fantasma, en pocos meses sonará el crac, crac decisivo, y las aguas frías se lo tragarán.
Crédito: La Nación
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