El camino hacia la insignificancia política
En 1998 la democracia civil venezolana, iniciada en 1958, terminaba con un saldo positivo en relación al proceso de integración latinoamericana. Formábamos parte esencial de la OEA, suscribimos la mayor parte del acervo normativo hemisférico, entre ellos, nuestra integración a la Corte Interamericana de Derechos Humanos y a la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos. Así mismo, fuimos fundadores del Pacto Andino, que luego se transformó en la Comunidad Andina de Naciones, un modelo de integración de los más acabados del continente, fundado en la complementariedad de las economías y, dígase de paso, Venezuela gozaba de amplios beneficios en dicha Comunidad Económica.
Junto con México, nuestro país fundó cátedra en materia de solidaridad internacional creando el Pacto de San José a los efectos de colaborar energéticamente con los países del Caribe, nuestro espacio geoestratégico natural. Ahora bien, llegada la «Revolución», pese a que su retórica indicaba lo contrario con su parafernalia del «Mundo Multipolar», el saldo a la fecha es nuestro aislamiento de América Latina y del resto del mundo.
Gracias al «Comandante Supremo y Eterno» y a su hijo putativo, nos sacaron de la OEA, nos salimos de la Comunidad Andina para meternos en Mercosur, luego nos suspendieron en Mercosur, fracasó Unasur y el Alba se mantiene a punta de chulos y chuleadores. Prácticamente tenemos apenas relaciones con nuestra metrópolis, Cuba, con la solidaridad dubitativa de Bolivia, con la impresentable Nicaragua y, aún peor, en condición de satélite del imperio Ruso. Pasamos de cola de león a cabeza de ratón.
Colaboramos como nadie a la fragmentación del continente, una fragmentación ideológica tan estúpida como irrelevantemente antihistórica entre quienes son «dignos» y los que son «lacayos del imperio» durante 20 años seguidos. En esos mismos 20 años China se encuentra desplegando un inquietante poder fundado en la explotación laboral de su ingente población de esclavos, Rusia desnuda su vocación imperial con prácticas geopolíticas más cercanas a la Guerra Fría que al siglo XXI, Estados Unidos amenaza a todo el planeta con una larga guerra comercial fundada en su estremecedora lógica proteccionista del «América Primero». En ese trípode América Latina será el perdedor habitual por nuestra desintegración y con ella, Venezuela encabeza la marcha en dirección al precipicio de la insignificancia política.
Afortunadamente, Juan Guaidó y la Asamblea Nacional encabezan la rebelión civil más audaz de la historia reciente. Ha encontrado la solidaridad del Grupo de Lima y de buena parte de Europa en la agenda pro democracia y se reanudan relaciones rotas por la dictadura, incluso, la Asamblea Nacional logró la incorporación de un representante en la OEA. Es motivante que la mayoría del país se resista a ser condenado colectivamente a regresar al siglo XIX por orden de la usurpación y la tiranía.
La tarea de Venezuela es titánica, primero lograr el fin de la usurpación del poder e imponer la vigencia de la constitución nacional, luego restituir relaciones con América Latina y liderar, conforme al rol que de Venezuela se espera, la unión latinoamericana. No como una aspiración romántica de Simón Bolívar (para esos discursos cursis se pueden dar una sobredosis en youtube con las eternas cadenas de Hugo Chávez) sino como un asunto de sobrevivencia colectiva en un mundo amenazante, complejo y en constante peligro frente a las potencias que ponen en riesgo la viabilidad económica y la seguridad global.
La integración latinoamericana debe fundarse en la complementariedad económica, en el logro de una asociación aduanera, monetaria y política que implique alcanzar, además de bienestar y equidad para los ciudadanos, una política exterior común, una política monetaria común, una ciudadanía común y la garantía efectiva de la vigencia de los derechos humanos. Las fronteras deben abrirse a la libre circulación de mercancías, capitales y ciudadanos para todos los que compartimos una misma lengua, una misma historia y evidentemente un mismo destino: el que decidamos gozar con gallardía todos los latinoamericanos o al que nos enterrarán todas las potencias globales si nos dejamos.
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