(ARGENTINA) Los deseos que el kirchnerismo quiere ocultar
«Si rascamos a un izquierdista argentino, lo más probable es que aparezca un fascista oculto», escribió muchísimos años después aquel mismo chico de 14 que se sentaba todas las tardes de 1945 a escuchar la apasionante radionovela en la que Eva Duarte encarnaba a una viajera interplanetaria. La obra se llamaba 500 años en blanco, se emitía en vivo por Radio Belgrano y existía un morbo especial en seguir las evoluciones de esa actriz de segunda que había saltado a la fama por un rumor: ser la amante del hombre fuerte de la dictadura militar. El 9 de octubre, la trama se desarrollaba normalmente, Eva y sus compañeros llegaban a Marte y comenzaban a sortear los primeros peligros, cuando de pronto un boletín informativo interrumpió los diálogos y anunció que el coronel Perón se había visto obligado a renunciar a sus cargos de vicepresidente, ministro de Guerra y secretario de Trabajo y Previsión. Luego de ese shock, la actuación se reinició, Eva pronunció su parte con alguna leve inseguridad, y al día siguiente sucedió lo que jamás sucedía, ni siquiera ante la muerte de un actor: se canceló el programa. Nadie dio una explicación, y los personajes quedaron varados en Marte para toda la eternidad.
Para Juan José Sebreli aquella pequeña anécdota de la adolescencia quedó vinculada para siempre con el nacimiento del justicialismo y los orígenes del mito evitista. La incorpora a esta «edición actualizada» de Los deseos imaginarios del peronismo, libro que provocó un terremoto en 1983 y que acaba de relanzarse al borde de esta otra elección dramática: según Sebreli, la Nación se enfrenta hoy, como aquella vez, a una encrucijada entre dos sistemas de vida. Su relectura, tras la «década ganada», puede resultar profética y asombrosa, puesto que explica como nadie la ideología rediviva del setentismo y también su continuación, el «socialismo del siglo XXI»: la denomina «fascismo de izquierda».
Para ello retrocede en el tiempo y narra cómo fascistas y estalinistas tenían en común su odio contra la democracia política y el socialismo democrático. Mussolini, maestro de Perón, escribía: «Rusia e Italia indican que se puede gobernar por fuera, por encima y contra la ideología liberal». Hitler elogiaba a Stalin: «Constituye una de las figuras más extraordinarias del mundo», mientras en Alemania se producía el desplazamiento súbito de los activistas e intelectuales entre el Partido Comunista y el partido nazi, y viceversa. La Falange española proclamaba que «el fascismo no es otra cosa que la nacionalización de la doctrina de Marx». Y el historiador José Luis Romero (padre de Luis Alberto) explicaba de este modo al populismo latinoamericano: «Una derecha paradójicamente volcada hacia la izquierda». El socialista Ali Salim, finalmente, defendía a Nasser, el Perón egipcio, con un discurso que hoy se escucha en varias universidades argentinas: «Los observadores agudos no confieren ya tanta importancia como hasta hace poco a la ‘democracia’ como criterio de una revolución respetable… La democracia burguesa occidental, que la colonización paternalista quiso dar al mundo como ejemplo, sin duda solo constituye un fenómeno circunstancial de la historia».
Añade Sebreli que al principio «la derecha se apoyaba en el absolutismo estatal, el Ejército y la Iglesia, combatía la libertad de pensamiento y exaltaba el nacionalismo y las guerras patrióticas. La izquierda, por el contrario, estaba indisolublemente ligada al humanismo, luchaba por el respeto de los derechos humanos, la democracia política, las libertades civiles, el laicismo, el internacionalismo, la desmilitarización y la paz». En la segunda mitad del siglo XX, sin embargo, «las izquierdas parecen haber asumido el papel de las derechas, se manifiestan indiferentes a los derechos civiles y a las libertades individuales calificadas despectivamente de ‘formalismos’ de la democracia burguesa, y exaltan los Estados más absolutistas y represivos de la tierra -Khadafy o Khomeini- como modelos revolucionarios». Esta metamorfosis se refería esencialmente al comportamiento del llamado «socialismo nacional» de los 70: «La fusión de izquierda y fascismo, ese extraño maridaje que puede llamarse fascismo de izquierda, encuentra su mejor ejemplo en la Juventud Peronista», dice. Efectivamente, al revés de como lo presenta la actual pedagogía kirchnerista, la «gloriosa JP» de la Tendencia no luchaba por la democracia, sino por una sociedad totalitaria. Lo cierto es que nunca existió una autocrítica de fondo sobre ese proyecto trágico; apenas hemos oído escasas y deshilvanadas admisiones acerca de los errores de la desviación militarista de Montoneros y sobre la lucha armada; muy poco sobre el concepto antidemocrático que la «juventud maravillosa» llevaba en su genoma. Ese proyecto fue descongelado por los Kirchner, que reivindicaron aquella generación y, por lo tanto, sus aversiones profundas, y lo modernizaron con los derechos humanos y el feminismo, dos banderas del liberalismo político. Sus relaciones carnales con Venezuela y Cuba, sus oscuros coqueteos con el Estado teocrático de Irán y su admiración por regímenes feudales y censores como la Rusia de Putin y la China de Xi, mientras observan con gesto despectivo los recientes e históricos acuerdos con Europa, son consecuencias directas de esa mentalidad latente.
Sebreli asevera que una definición de Marx sobre Luis Bonaparte le cuadra perfectamente a Néstor Kirchner: «No es nadie y por eso puede representarlos a todos». Y sostiene que en la primera etapa kirchnerista se practicó un «populismo frío». «Esto fue cambiando ya en los últimos años de Néstor, y sobre todo en el gobierno de Cristina, que lo acercaron más al populismo caliente -puntualiza-. Con ella se abrió la posibilidad de que el semibonapartismo kirchnerista se transformara en semifascismo a la manera de Chávez». Algunos exiliados de la «república bolivariana» comentan: «No lo vimos venir, fue un proceso lento pero inexorable; la rana cocinándose en la olla». En Cómo mueren las democracias, el ensayo de Levitsky y Ziblatt, se muestra la forma en que los neopopulistas llegan por la vía del sufragio y van luego demoliendo desde adentro las instituciones.
A este neosetentismo se deben las promesas -hoy acalladas porque son piantavotos- de acabar con la Constitución, romper las reglas de la Revolución Francesa y su división de poderes, poner en comisión a la Justicia y plagarla de militantes, y crear una Conadep del periodismo. No fueron exabruptos, sino expresiones cabales de un proyecto que viene de los setenta, que permeó el camporismo y que la Pasionaria del Calafate no ha resignado. He aquí la explicación profunda -más allá de meros compromisos turbios de poder a poder-, que hace imposible una ruptura contundente con el régimen de Maduro, aun en estos tiempos electorales en los que soltar lastre sería conveniente. La afinidad ideológica innegable debería hacer reflexionar a quienes sostienen que una experiencia chavista sería imposible en la Argentina. Tal vez sería imposible en los términos venezolanos, pero su traducción a la idiosincrasia nacional no solo es factible, sino intensamente deseada por quien detentaría el poder real en un eventual gobierno del Frente de Todos. Así lo cree Sebreli, así lo evidencian la lógica más elemental y la historia política, de la que la prensa se empeña en huir. Hay ciertos periodistas que, como el personaje de Eva, parecen seguir varados eternamente en Marte.
Crédito: La Nación
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