La tentación de gobernar sobre las cenizas
La voz de un pueblo es peligrosa cuando está cargada de ira, apunta Esquilo. La deuda tomada por Cambiemos -según describe Pichetto mejor que nadie- fue esencialmente para sostener y ampliar el gasto social, y para bajar de manera gradual los siete puntos del déficit que había legado Cristina. El Gobierno financió así la herencia, la pobreza y a las provincias, e intentó desarmar la bomba, hasta que los mercados se lo impidieron: las corridas cambiarias de 2018 lo dejaron al borde de 2001. El prestamista de última instancia, a cambio de evitar otra tragedia griega, sostuvo a la Argentina con la sola condición de que implementara un programa drástico, que condujo ciega y dramáticamente a la estanflación y el sufrimiento. La política exterior de Macri y su credibilidad en cuanto a que las reglas serían respetadas permitieron sofrenar aquella tormenta y comenzar la tortuosa recuperación. Vuelve Pichetto: «Hasta junio la inflación venía en baja y el Gobierno estaba evitando que el dólar bajara a menos de 42 pesos. No había duda de que estábamos recuperando la estabilidad. Con la amenaza del regreso del populismo estalló todo». Macri era el garante y la Argentina pendía de un hilo. El recuento final nos refresca que 12 millones de argentinos votaron con ira y que prácticamente entronizaron a un nuevo gobierno kirchnerista: el cuarto en 16 años. El estadista inglés David Lloyd George decía: «Las elecciones, a veces, son la venganza del ciudadano. La boleta es un puñal de papel». El puñal cortó el hilo, y lo que estamos viendo con angustia estos días es el desarrollo natural de esas calamidades en cadena.
Leer bien lo que sucede es crucial, puesto que sigue la eterna manipulación peronista del sentido, y porque reclamarles a los dirigentes que sean superhombres y logren ahora ponerle un dique a lo que 12 millones de personas decidieron a solas es urgente e imprescindible, pero, contradictoriamente, también un tanto voluntarista: la política y la economía se mueven al compás de la sociedad, y no al revés. El político es la ficha, no el jugador; el electorado mueve a los hombres, sin tener a veces muy en claro del todo los efectos indeseados y la secuencia completa de la partida. Para colmo, esto sucede en un limbo institucional nunca imaginado y con dos protagonistas que se detestan desde hace lustros. Mauricio y Alberto fueron atados por un lazo y armados con dagas filosas, y están obligados a desangrarse mutuamente, y a salir perdiendo los dos, en esta particular modalidad del duelo de la antigua esgrima criolla.
Pero, sobreponiéndose a todos estos problemas, los duelistas habían logrado algunos acuerdos de caballeros, y tras la reunión del Malba parecía que la pax cambiaria se había consolidado. El lunes voló por el aire: la declaración sonoramente rupturista con el Fondo, que debía aportar el último salvataje; los incendiarios zócalos mediáticos anunciando «vacío de poder»; el brusco acoso judicial de los gobernadores justicialistas y la toma de las calles por un nutrido grupo de piqueteros rentados, parecían el revivaldel viejo peronismo en plena acción destituyente. ¿Qué había sucedido en el medio? Una marcha republicana y multitudinaria de sábado por la tarde, expresión mínima pero representativa de los ocho millones de argentinos que votaron contra el kirchnerismo. Una impresionante protesta que se organizó en las redes sociales, sin apoyo del Gobierno y sin el anuncio de los medios de comunicación, algunos de los cuales fueron sorprendidos y llegaron incluso tarde y mal a su cobertura. Solo se movieron ciudadanos de clase media y media baja, porque los más adinerados se quedaron en sus casas de fin de semana o no desarmaron sus confortables programas sabatinos; sin dinero ni logística, ocuparon las avenidas de varias ciudades y pusieron de prepo a Macri en el «balcón de Perón». Desde las oficinas del comando electoral kirchnerista, donde había una insólita depresión dominguera (esa manifestación no puede por sí sola dar vuelta un resultado tan amplio), pasaron a denominarla «la plaza del odio». Ya se sabe: cuando ellos salen, se trata del pueblo maravilloso; cuando salen los demás, son el «gorilaje garca y odiador». Algunos kirchneristas se sintieron asustados y ofendidos, y cuestionaron su propia moderación, y otros directamente practicaron en público la discriminación etaria. Pero las consignas no dejaban lugar a dudas: «Se lo hicieron a Illia y no salimos; se lo hicieron a Alfonsín y no nos movilizamos. Esta vez no va a ser tan fácil», dijo una señora mayor, mientras algunos de sus pacíficos compañeros de ruta eran hostigados por ciertos movileros, que tenían la orden infame de tratar con sorna a simples ciudadanos de a pie. Un vecino llevaba un cartel: «Los errores se pueden corregir. La inmoralidad, no». Los temas eran la institucionalidad y la transparencia, ni más ni menos. Se puede «arreglar» con los jueces, con los empresarios y con los periodistas, pero no se puede «arreglar» con la gente. Que se empodera sola en estos tiempos de rebeliones automáticas. No es difícil imaginar a algunos cristinistas que preparan diferentes indultos disimulados preguntándose el lunes mismo: ¿qué va a pasar cuando se caiga la causa de los cuadernos o vayamos liberando a los «presos políticos»? ¿Tendremos que soportar medio millón de personas en la calle? ¿Qué tan colaborativos serán entonces los jueces?
La marcha, como la ira de las urnas, tuvo un efecto simbólico y cambió el curso de los acontecimientos. De nuevo: Macri fue la ficha; la multitud, el jugador. Siempre hipersensibles a los «17 de octubre» y a sus mitificaciones posteriores, algunos kirchneristas se propusieron allí terminar la tregua y rematar a la bestia, no fuera cosa que resucitara. Después del mazazo de las primarias, parecía que los ocho millones de votantes ya no existían y que el oficialismo se encontraba aislado y destruido. Era sencillo ser solidario en el gozoso fracaso del adversario, sobre todo cuando este pedía auxilio. A eso se agregaban panqueques de diversa extracción, miembros del «círculo rojo» operando en Balcarce 50 por un «adelantamiento» y lenguaraces que pretendían directamente la cancelación de la campaña presidencial; no otra cosa es hablar de «transición», que dicho en términos kirchneristas significa algo así como un pacto de eutanasia. Además, esa actitud implica renunciar a unos comicios que al menos significarían construir una sólida oposición frente a una posible hegemonía con sesgos autoritarios.
Todo era pan comido hasta el sábado. A partir de ese día, el acoso sería feroz y se impondría -a costa de todos nosotros, los giles de la odisea de siempre- la necesidad de que el Gobierno traicionara su credibilidad y pagara con llamas y por anticipado su propia herencia, cosa que se cuidó muy bien de no hacer la socia de Alberto: ella entregó el coche apenas abollado, pero con el motor fundido y un litro de nitroglicerina bajo el asiento del conductor. Regresa la tentación de gobernar sobre las cenizas, con las manos libres y reinstalando la idea del partido único. El partido de los perpetuos salvadores de la patria, que terminan rescatándonos del breve presente y pulverizando el futuro. Fernández tiene una oportunidad de modificar, con hidalguía inédita, esa rutina del desastre. Macri tiene la obligación de negociar y a la vez de no rendirse. Esquilo es el creador del refrán: «Lo que deba ser, será». Pero en la Argentina esa fatalidad puede conducirnos a otra tragedia griega.
Crédito: La Nación
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