La grieta ideológica del kirchnerismo
«La coalición política es el arte de llevar el zapato derecho en el pie izquierdo sin que te salgan callos». El adagio pertenece a Guy Mollet, un antiguo socialista francés que hubiera agradado a Alberto Fernández y le habría sonado excesivamente tibio a Cristina Kirchner. El frente electoral que más chances tiene de ganar en octubre es efectivamente una enigmática coalición con pronóstico reservado, entre sectores que simulan ser iguales, pero que son muy distintos y sin un liderazgo total que les aplique disciplina y rumbo único. Aludo, naturalmente, a ese diez por ciento de la elite peronista en que un día deciden ser neoliberales de Menem y al siguiente, nacionalistas de Rosas.
Porque el noventa por ciento del Movimiento ha canjeado hace rato la ideología por el mero interés pecuniario y territorial, y procesa sin ponerse colorado antinomias irreductibles y muta discursos opuestos y extremos según la dirección del viento y el gusto del amo. Anota Borges en 1944: «A fuerza de ejercer la incoherencia, han perdido toda noción de que ésta debe justificarse».
La praxis ya está naturalizada, y es por eso que a veces el columnismo vernáculo trata meramente del «toma y daca» sin alma ni color ni bandera de la política peronista. Esta columna, por el contrario, cree que hasta el pragmatismo más salvaje está condicionado por los prejuicios ideológicos y los puntos de vista de quienes asaltan la cabina y conducen ese barco lleno de fenicios. Que solo esperan órdenes, y que les da lo mismo el norte que el sur, con tal de que el capitán no falle y el botín esté asegurado.
Ahora de lejos, los dos socios del kirchnerismo parecen tener idénticas creencias; de cerca, en cambio, las divergencias ideológicas se muestran abismales. Poniéndolo en términos librescos, para entender a Alberto habría que releer a Torcuato Di Tella; para comprender a Cristina, habría que repasar las páginas de Ernesto Laclau. El coautor de «Después del derrumbe», donde dialoga de igual a igual con Kirchner, proponía un bipartidismo que siguiera el tradicional modelo inglés de conservadores y laboristas. Torcuato sostenía que el peronismo, como representante del proletariado, formaba parte natural de las fuerzas progresistas -una idea con la que este articulista no puede estar más en desacuerdo-, pero alentaba a su vez una coalición de centroderecha como contrapeso y alternancia. A Néstor esa idea lo sedujo. Como los grandes actores, debía soltar lastre con Domingo Cavallo y Eduardo Duhalde, y recurrir a la memoria emotiva (los años 70) para cumplir su objetivo: imprimirle un tinte progre a su política feudal. Ya se sabe: la izquierda da fueros. Alberto Fernández acompañó con entusiasmo aquel acting, e incluso viajó a España para estudiar la organización interna del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) con la idea de aplicarla al Partido Justicialista. Cuando su jefe ensayó el esquema se fue dando cuenta de que los barones del conurbano y los caciques provinciales no encajaban en el reordenamiento, y el propósito quedó por el camino. La transversalidad no duró mucho, y el reencuentro con lo más rancio de la oligarquía justicialista volvió a imponerse, a pesar de que los tres miembros de aquella mesa chica compartían el desprecio por ese aparato del eterno oportunismo.
Alberto quiere viajar en el tiempo a su paraíso perdido, aquellos años en los que se sentía un «liberal de la izquierda peronista», y se ilusionaba con «republicanizar» el primer gobierno de su jefa. Algo salió mal, la naturaleza tira, y entonces aquel ilusorio proyecto se desbarrancó: los Kirchner tomaron otra senda, y el jefe de Gabinete renunció a su cargo. Fernández quiere volver ahora a esa bifurcación mítica y retomar la dirección original, quizás sin comprender que la Pasionaria del Calafate realizó a partir de allí una experiencia propia y profunda, y que el antisistema es un viaje de ida.
Cristina y Máximo pueden pensar, como Clemenceau, que «un traidor es un hombre que dejó su partido para inscribirse en otro. Un convertido, en cambio, es un traidor que abandonó su partido para inscribirse en el nuestro». Pero Alberto Fernández no parece verlo en esos términos; ni siquiera considera que se trate del mismo partido. Bachelet y Chávez no pertenecen a la misma especie ni a la misma manada: la gran dama chilena se considera, de hecho, socialdemócrata y enemiga del régimen chavista. Y el populismo izquierdoso nace en estos tiempos para superar principalmente a la socialdemocracia, a la que considera neoliberal y decadente. Alberto se puso con suavidad de parte de Bachelet (para bronca de Diosdado), visitó a Pepe Mujica y a Pedro Sánchez, e incluso señaló Portugal, no solo para venderle fruta al electorado en plena campaña, sino tal vez como mensaje interno: calma, compañeros, se puede ajustar sin dejar de ser progre. Es que Torcuato se veía a sí mismo como un centroizquierdista dispuesto a convivir; Laclau proponía, en la vereda de enfrente, un sistema para someter: la patria vencía a la antipatria, y el líder absoluto gobernaba sin esas «sacrosantas instituciones» de la república, que habían sido inventadas para limitar al pueblo. Una cosa es el «socialismo democrático» y otra muy distinta es el «socialismo del siglo XXI». Y una digresión de genealogía intelectual: para analizar los insalvables matices y las teorías antagónicas que dividen esas dos concepciones en pugna no habría más que llamar al politólogo José Nun, quien fue editor y uno de los mejores amigos del autor de «Coaliciones políticas» (sociólogo y hermano de Guido Di Tella) y también jefe académico del autor de «La razón populista» (gurú del kirchnerato y ex militante de Jorge Abelardo Ramos). Aunque no estamos hablando sino de renovadas estrategias, imposturas de relato y a lo sumo de autopercepciones que nadan dentro de un movimiento (el justicialista) esencialmente hegemónico, corporativo y reaccionario: la verdadera derecha argenta.
El mito intocado de la arquitecta egipcia no permitía recortes ni sacrificios en primera persona; solo aceptaba el rol de hada madrina. Contratar a un peronista de aguas abiertas implicaba tercerizar la gestión y cederle a él las malas nuevas y una flexibilidad de la que ella ya no es capaz. Alguien que se piensa como «liberal de izquierda y peronista» se puede permitir, por lo tanto, el lujo de meter en una misma bolsa a Grabois, Moyano, De Mendiguren, Cecilia Roth y Melconian. Y nadie sabe a ciencia cierta -tampoco los protagonistas- qué decisiones se tomarán el día después, si es que vencen en las urnas.
Es plausible imaginar, sin embargo, que el verdadero plan de gobierno nacerá de los números finales (Cristina le pide a Alberto mayorías en ambas cámaras del Parlamento) y de un cuidadoso desdoblamiento de tareas: mientras él trabaja en el duro presente, ella trabajará en el «maravilloso» futuro. Y lo hará bajo la nominación de Nuevo Orden, expresión que hoy resquebraja el maquillaje de la moderación y que, según múltiples indicios, incluiría al menos una reforma de la Constitución, una cooptación masiva del Poder Judicial, y una serie de medidas que sirvan de anzuelo para la demagogia: la mentalidad feudal, después de un revés de envergadura, siempre piensa cómo modificar los mecanismos institucionales para debilitar a la oposición y permanecer por siempre, y cómo lograr que no se los juzgue nunca más; para hacer tragables estas dos premisas, hay que mezclar ese alimento balanceado con ideas altruistas y votables, y convocar a una épica gloriosa. Que por cierto supere el modesto «sangre, sudor y lágrimas» en el que pernoctará Alberto. El republicanismo, más allá de cualquier partido o gobierno, será en breve convocado a dar batalla para que no se instale una hegemonía avasalladora, una máquina de triturar instituciones, y Alberto deberá decidir hasta dónde consentirá que sus socios chavistas se carguen el consenso del 83. Se verá recién entonces cuánta «socialdemocracia» lleva en sangre, y cómo funciona esta alianza peronista a la hora de la verdad. Si le rezan a Laclau, o resucitan a Torcuato.
Crédito: La Nación
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