Alberto Fujimori renunció el 21 de noviembre de 2000. Desde Tokio y por fax, valga la pieza arqueológica. En realidad, su presidencia estaba terminada en abril y mayo anteriores, cuando por medio de un proceso electoral fraudulento se auto proclamó presidente por un tercer período. En ese acto, Fujimori dilapidó sus ultimas monedas de legitimidad.
El fraude fue el último eslabón de una larga cadena de alteraciones al orden constitucional ejecutadas desde abril de 1992. Fue entonces cuando Fujimori disolvió el Congreso, suspendió la constitución y avasalló al poder judicial, artilugios para perpetuarse en el poder. Nótese que pasaron ocho años entre el “autogolpe” y su caída.
Algunos hablan de una doble legitimidad en democracia, de origen —el voto— y de desempeño —la legalidad de los actos de gobierno. Muchas tonalidades de gris son admisibles en lo que hace al apego, o desapego, a las normas constitucionales. Menos grises son tolerables en el terreno electoral. El fraude ocurre o no ocurre, y cuando ocurre precipita una grave crisis política. Un gobierno ilegítimo en su origen difícilmente pueda recobrar la legitimidad en el ejercicio del poder.
Es bueno analizar estos procesos en sentido histórico, como película más que como fotografía. El gran Juan Linz decía que toda ruptura del orden constitucional comienza cuando la oposición deja de ser leal para convertirse en semi-leal o desleal. No dijo mucho, sin embargo, sobre la posible deslealtad del gobierno en el poder.
Pues tal es el caso de un gobierno que modifica las reglas de juego para reelegirse y quedarse mas tiempo del estipulado al llegar. Con ello se pierde la neutralidad de dichas reglas, se diluye la noción de igualdad ante la ley y se erosiona la separación de poderes, el debido proceso y las garantías individuales, principios que le dan sentido a vivir en democracia. Por ello, un presidencialismo sin alternancia no puede sino adquirir rasgos despóticos.
En este contexto una ruptura institucional —golpe, si se prefiere— no puede sorprender del todo, pues el quiebre del orden constitucional ya ocurrió antes ejecutado desde el poder y en cámara lenta por un gobierno desleal. Sea bienvenido el lector a Bolivia, miremos la película en lugar de observar una fotografía. Lo que vale para Fujimori también se aplica a Evo Morales.
Llegó a la presidencia en 2006 por un período sin reelección. En febrero de 2009 consiguió que se promulgara una nueva constitución con cláusula de reelección inmediata por un segundo término. Una disposición transitoria en el nuevo texto especificaba que el período anterior—bajo la previa constitución—se tomaría en cuenta.
Fue así reelecto en diciembre de aquel año con el 67 por ciento de los votos para cumplir un segundo período. No obstante, en 2013 se postuló a un tercer mandato, siendo habilitado por el Tribunal Constitucional. La justificación fue que anteriormente había sido presidente de “otro” Estado. Es que la nueva constitución consagra el Estado “Plurinacional” Boliviano. Una burla, volvió a ser reelecto en octubre de 2014.
Aún así, al concluir el primer año de su tercer gobierno, abrió un proceso de reforma del artículo 168 de la Constitución, el cual limita la reelección. Ello incluyó un referéndum el 21 de febrero de 2016 por el cual se le preguntó a los ciudadanos si apoyaban una nueva reelección. El “no” fue vencedor de la consulta, siendo la misma de carácter vinculante según el propio decreto presidencial.
Evo Morales no lo aceptó. En septiembre de 2017 el Tribunal Constitucional admitió una demanda del gobierno por la inconstitucionalidad de cuatro artículos, incluyendo el que se invocó para llevar a cabo el referéndum en 2016. Se argumentó una supuesta incompatibilidad entre el artículo 168 de la Constitución y el artículo 23 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos en lo relativo a los derechos a elegir y ser elegido.
Caprichoso razonamiento, si la reelección es un derecho humano, pues estos últimos no tienen limitación temporal alguna. Por propiedad transitiva, entonces, eternizarse en el poder podría ser un derecho humano. La distancia entre el razonamiento de Evo Morales y el del origen divino del poder, típico del absolutismo monárquico, se acorta peligrosamente.
Así llegamos a esta elección del 20 de octubre pasado. El informe de la OEA da cuenta de un fraude grosero y generalizado, observable en casi todas las etapas del proceso: el supuesto desperfecto informático que dio vuelta la tendencia, la falsificación de actas y el uso de un servidor fantasma que inventó 350 mil votos, entre otras perlas.
Evo Morales ha hecho declaraciones de todo tipo a la prensa desde su exilio en México. Ni él ni nadie de su gobierno han rechazado una sola de las acusaciones formuladas por la auditoría de la OEA.
Como Fujimori, Evo fue derrocado por su propio fraude. El tan denunciado “golpe” mas bien ha sido una renuncia provocada por la rebelión de una sociedad hastiada con el engaño burdo y aburrida de la manipulación.
Es que el MAS ha erosionado la confianza de la sociedad y no tan solo entre la burguesía de Santa Cruz de la Sierra. La movilización popular por su renuncia incluyó a organizaciones campesinas, el movimiento indígena y la históricamente combativa Central Obrera Boliviana. Está en todos los diarios, el sindicato de trabajadores mineros, nada menos, le imploró: “la renuncia es inevitable, compañero Presidente”.
Quienes insisten con lo del golpe seguramente no saben que Evo Morales ya venia perdiendo su base de sustentación desde hacía tiempo. En marzo de 2015, apenas meses después de la reelección de octubre de 2014, el oficialismo fue duramente derrotado en las elecciones regionales. Ocho de las diez ciudades más importantes del país quedaron en manos opositoras, incluidas aquellas con población eminentemente Aymara como El Alto.
En ello, Evo fue victima de su propio éxito. Primer presidente indígena en un país cuya población es 60 por ciento indígena, atacó la desigualdad y la pobreza como nadie en el pasado. Como nadie antes, promovió la movilidad social ascendente. El problema para él fue que los indígenas pobres que ingresaron a la clase media también comenzaron a demandar derechos y calidad institucional, o sea, ciudadanía y libertad.
La nueva burguesía de El Alto se enfrenta al aparato del MAS en la calle cotidianamente, y no es en términos amables. Ellos saben bien que solo el fraude podía mantener a Evo en el poder en esta elección. Subestimarlos, como lo ha hecho el aparato del partido oficialista, y como lo hace el frívolo argumento del golpe, también supone una forma de racismo.
Siento tristeza. Evo también fue víctima de su codicia. Podría haber dejado el poder como estaba estipulado, siendo héroe nacional y garante de la estabilidad y el progreso social. Podría haberse retirado como el mejor presidente de Bolivia en su historia.
Probablemente lo fue. Tal vez supo cómo luchar contra la explotación de los blancos cruceños, pero no contra la explotación de los blancos bolivarianos y cubanos. Les compró el discurso sin darse cuenta quienes eran; les creyó sin saber que se trata de hipócritas que lo usaron como figurita valiosa para su falsa narrativa progresista. Peor aún, también importó de ellos la inteligencia contra opositores.
Se dice que su auto proclamación en la noche del domingo 20 de octubre ocurrió luego de llamadas telefónicas de Caracas y La Habana. Lo creo. Son ellos quienes lo usaron hasta el final.
Veo las fotos y videos de Evo siendo manipulado ahora por el gobierno del falso progresista y supuesto no-injerencista López Obrador y no puedo dejar de ver el mismo paternalismo abusivo del hombre blanco. El que sabe más, el que conoce cómo son las cosas y sigue dándole órdenes al indio pobre. El que sigue vulnerando su dignidad sin importar cuál sea su ideología y su retórica.
Crédito: Infobae