Mejor no cavar en el jardín de los fracasos
«Todos los gobiernos mueren por la exageración de su principio», afirmaba Aristóteles. Una posible historia del kirchnerismo debería revisar cuidadosamente su dinámica de radicalización, que siempre resultó hija del error no reconocido. Débiles y temerosos del estigma de la debilidad, sus dos caudillos fueron incapaces de rectificar, redoblaron la apuesta y huyeron hacia adelante, y crearon sobre esa desmesura relatos justificadores, transformados luego en dogmas militantes. Lenin ya advertía acerca de cuáles eran las grandes deficiencias de los grupos de izquierda: el dogmatismo y el sectarismo, pecados que no son ajenos al núcleo duro de la Pasionaria del Calafate. La exageración de sus principios la condujo a ella misma a una gestión tóxica y extravagante, a un quebranto económico y a un talante autoritario; también a un fuerte hartazgo social que le hizo perder sucesivas elecciones. Aristóteles, una vez más, tenía razón. Es por eso que acaso el fragmento filosófico más profundo y relevante de todo el discurso presidencial haya girado en torno a desmontar esas certezas religiosas, esa pulsión por la infalibilidad de su conductora, ese entusiasmo por la totalidad (hermana del totalitarismo) y ese secreto fervor por el discurso único. El nuevo presidente de la Nación escribió arriesgadamente allí que «el sueño de una Argentina unida no necesita unanimidad, ni mucho menos uniformidad. Para lograr el sueño de una convivencia positiva entre los argentinos -dijo- partimos de que toda verdad es relativa». La herejía, en presencia de la reina del dogma, precisaba de un paraguas protector, una cita de su difunto esposo: «Tal vez de la suma o la confrontación de esas verdades podamos alcanzar una verdad superadora». Esta modulación relativizadora de Néstor Kirchner, en la voz de su pragmático exjefe de Gabinete, cuestiona la rigidez de los últimos períodos cristinistas y abraza la flexibilidad que los animó en el origen, cuando todavía las ideas irreductibles no se habían transformado en evangelio. Ni sus simpatizantes, en feligreses fanatizados. La teoría de las verdades relativas, en tensión con las viejas verdades absolutas, no elude las discusiones ideológicas ni las disputas sectoriales, pero tampoco encaja en la lógica del nacionalpopulismo, consistente en alcanzar el trono y dictar un credo, asumirse como «la patria», crear un «pueblo» y aplastar a quienes, en esa división artificial, les toca por descarte el ridículo rol de «oligarcas y cipayos». Una parte de la nueva alianza de poder se propone, por ahora retóricamente, convivir con los diez millones de ciudadanos que votaron en contra. La otra parte, que es más voluminosa, preferiría someterlos. La lectura de Alberto, que sorprendió a casi todos, tuvo por objeto condicionar a propios y a extraños: no vamos con el rencor sino con el consenso; no tenemos la palabra santa y veremos si los opositores, a quienes les tiendo una mano, son capaces ahora de negarnos su colaboración.
Su pieza literaria, en consecuencia, no fue el extenuante y previsible discurso de la «herencia recibida». Porque este hubiera sido incoherente con derrumbar «el muro del odio»: criticando salvajemente a sus dirigentes es seguro que hubiera ofendido de paso a sus seguidores. Y, además, escarbar en ese jardín puede ser muy complicado: primero surgen los cadáveres de la última administración, pero mezclados y más abajo emergen pronto los múltiples esqueletos del kirchnerato. Es el jardín de los fracasos argentinos; nadie se salva de una exhumación masiva y lo concreto es que le tocará a Alberto pagar también la gravosa hipoteca de su jefa, y del enfático duque de Axel, premiado en la provincia por su esotérica gestión en el Ministerio de Economía.
Cuando se observa fríamente la mecánica del gasto público consolidado, se comprueba que durante 40 años el promedio se mantenía estable y regular en nuestro país. A partir del arribo del kirchnerismo a Balcarce 50, la línea recta se vuelve una escandalosa montaña que da vértigo: aumentaron 15 puntos en 12 años. Gasto nuevo sin financiamiento real, sostenido apenas en los excepcionales precios de las materias primas; quimera de eternas vacas gordas, que nunca serían flacas. Plata volátil con la que se tomaron compromisos perennes, como subsidios a la energía y el transporte, y la contratación irresponsable de cientos de miles de agentes públicos, un seguro de desempleo encubierto y clientelar. Peronismo mágico. La contraparte fue un incremento similar en presión tributaria, factor altamente recesivo. Cambiemos bajó en cuatro puntos cada uno de esos dos rubros, se endeudó para sostener el resto de la inconsistencia y no volar por los aires, y pagó el precio perdiendo la reelección. Experimentamos desde hace décadas un «macrocidio», como Miguel Bein bautizó al asesinato de la macroeconomía. La bomba comenzó a explotarle a la propia arquitecta egipcia, le reventó en las narices a Macri y amenaza con lesionar con su radiación y con nuevos estallidos a Alberto Fernández. Esta crónica no pueden narrarla Martín Guzmán ni los publicistas del justicialismo. Que además deben minimizar el ordenamiento contractivo heredado y agigantar (como si ya no fuera lo suficientemente dramático) el número de la deuda para sofrenar a sindicalistas y piqueteros, exigir más sacrificios a los privados y reprogramar el pago, algo que ya venía conversando el anterior gobierno, pero en el contexto de una renovada confianza internacional. Miguel Kiguel aporta su experta verdad relativa: «La Argentina va a hacer una reestructuración muy rara. En general, los países reestructuran o hacen default o buscan renegociar con los acreedores cuando tienen una deuda enorme. Uruguay tenía 100% del PBI, Grecia el 200%, Ucrania alrededor del 100%, la Argentina de 2001 tenía el 150%. Y hoy nuestro país tiene una deuda relativamente chica: 50% del PBI. No es más alta que la de Uruguay, Brasil o Colombia. Sin embargo, estamos reestructurando. ¿Y por qué? Porque no hay confianza».
Más allá de estos aspectos puntuales y polémicos, lo cierto es que Alberto volvió en su día histórico a ser quien había sido después del portazo de 2008. Sus críticas internas resultaron tácitas pero notables: la grieta, con sus actuales psicopatologías, fue una infeliz creación de sus socios; el repudio al uso político de los servicios de inteligencia incluye a su paroxismo (la «década espiada»); la utilización de la pauta para domar periodistas fue un error de casi todos y una especialidad del kirchnerismo; la prometida transparencia de la obra pública acepta de hecho que fue el área emblemática de la corrupción, y la alusión a Esteban Righi (su maestro) fue un repudio al miserable acto de incinerarlo para salvarle el pellejo a Boudou. A su vez, el regreso de Gustavo Beliz, perseguido impiadosamente por el movimiento nacional y popular, resulta todo un mensaje. En este espacio conviven Beliz y Florencia Saintout; Carlos y Daniel Marx; los fantasmas aspiracionales de Frondizi y de Perón; también Sarmiento, Alberdi y Alfonsín; el abrazo afectuoso al Gato aborrecido y el feroz documental Tierra arrasada. El cotillón de la revancha, con la gestualidad de la concordia. Quien se sienta capaz de profetizar cómo acaba esta obra es un delirante o, más probablemente, un chanta argento: abundan de las dos especies en el ambiente oracular de la interpretación política. ¿Era también Aristóteles quien decía: «La esperanza es el sueño del hombre despierto»?
Crédito: La Nación
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