(ARGENTINA) El reparto de poder entre Alberto y Cristina
La economía y las relaciones políticas, para el Presidente. La Justicia, la seguridad y los servicios de inteligencia, para Cristina Kirchner. Esa podría ser a grandes rasgos una descripción del gobierno de Alberto Fernández. Es una administración en la que deben convivir una jefa política y el presidente del país. Un sistema del que hay poca experiencia (o casi ninguna) en la nación política. El interés de la vicepresidenta por la Justicia es a todas luces un acto de preservación, pero es, al mismo tiempo, una herramienta fundamental para instalar cierto temor. No hace falta que haga nada por ahora contra sus adversarios reales o imaginarios; basta con que estos sepan que ella tiene el poder sobre los jueces. Si se parte de la certeza de que Cristina sigue siendo la misma que fue, también es seguro que accionará los mecanismos de la revancha cuando quiera. Solo en la economía de Alberto Fernández no se ha metido. Pícara, sabe que la situación es crítica y que es mejor que otro, el propio Presidente, se haga cargo de resolver el conflicto. Su eventual éxito será también el éxito de Cristina. El eventual fracaso será solo de Alberto.
El Presidente se ha reservado solo dos lugares estratégicos de la Justicia. Uno es la nominación del futuro procurador general (jefe de todos los fiscales), que recayó en la figura del juez Daniel Rafecas. Rafecas es un amigo personal del Presidente; este nunca dejó de ponderar las condiciones intelectuales del actual juez. La designación del procurador general no es un trámite fácil. De hecho, ese cargo está vacante desde que se jubiló Alejandra Gils Carbó, hace tres años. El nombramiento del procurador requiere el acuerdo previo de los dos tercios del Senado; es decir, de la aceptación de 48 senadores. Macri no pudo imponer a su candidata durante todos esos años porque el peronismo le negó el acuerdo. Tampoco podría haber acuerdo para Rafecas si no se dividiera una parte del bloque de Juntos por el Cambio. A pesar de tener mayoría propia en el Senado, el peronismo no cuenta con los dos tercios. El viejo Cambiemos adelantó que antes de revisar la propuesta de Rafecas quiere saber cómo será (y, sobre todo, cómo terminará) la reforma judicial que anunció Alberto Fernández. El procurador general tiene un enorme poder sobre el trabajo de los fiscales, pero lo tendrá más aún cuando el país incorpore el sistema acusatorio, que coloca en manos de los fiscales la dirección de todas las investigaciones. Los jueces serán así solo garantes de la legalidad de los actos de los fiscales.
El principal desafío de la oposición, según varios exponentes del radicalismo, de Pro y de la Coalición Cívica, es la unidad de Juntos por el Cambio. «Si hubiera división en el voto para el acuerdo del procurador general, la oposición quedaría muy herida», dicen. Diputados y senadores de la oposición cuentan que ya hubo varios intentos para dividirlos por otros asuntos. Las maniobras se dan sobre todo en la Cámara de Diputados, porque ahí el Gobierno no tiene mayoría automática, como sí la tiene en el Senado. Sin embargo, en la Cámara alta le están faltando cinco o seis votos para alcanzar la mayoría calificada de los dos tercios que necesita el acuerdo del procurador. El peligro es que el gobierno federal elija negociar con los gobernadores radicales (los de Jujuy y Corrientes, por ejemplo) un canje de envío de recursos por el voto al procurador de parte de los senadores de esas provincias. Los superpoderes que tiene ahora el Presidente abolieron de hecho el sistema federal de coparticipación instaurado por Mauricio Macri. Por eso, es común ahora ver desfilar a los gobernadores por el despacho presidencial para clamar por los recursos que les corresponden. Juntos por el Cambio necesita integrar cuanto antes una mesa de conducción representativa, porque la acefalía actual permite la eventual deserción de gobernadores o legisladores. Macri anticipó esa mesa no bien dejó el gobierno, pero el anuncio de su conformación está postergado.
El otro cargo que se reservó Alberto Fernández es el de ministro de Justicia (ministra, en este caso), que recayó en Marcela Losardo, una persona elogiada por casi todos y de buen diálogo con sectores propios y ajenos. El problema ahí es que el viceministro, Juan Martín Mena, un discípulo de la escuela jurídica abolicionista de Raúl Zaffaroni y de Alejandro Slokar, un hombre fuertemente ligado al cristinismo. Mena fue el número dos de la ex-SIDE cuando Cristina Kirchner se peleó con Antonio Stiuso, un viejo aliado de los Kirchner en los servicios de inteligencia, y colocó en la cabeza de ese organismo a Oscar Parrilli. Mena fue promovido por La Cámpora, durante el gobierno de Cristina, a importantes cargos en el Ministerio de Justicia bajo la sombra protectora del entonces viceministro Julián Álvarez.
La otra designación extraña es la de la interventora en la ex-SIDE (actual AFI), Cristina Caamaño, una fiscal que fue presidenta de Justicia Legítima y que tuvo cargos relevantes en el Ministerio de Seguridad en tiempos de Nilda Garré.
Un exjefe de los espías en el Ministerio de Justicia y una fiscal en el control de los servicios de inteligencia convierten en inexplicable la promesa de Alberto Fernández de que el espionaje dejaría de influir en la Justicia, sobre todo en los tribunales federales de Comodoro Py. Esas designaciones son más de Cristina que de Alberto. Lo es también la de la ministra de Seguridad, Sabina Frederic, una académica que prefiere ver el conflicto de la inseguridad con más tolerancia que otra cosa. Ella debe resolver un problema que en cualquier momento puede estallar en los pies del Presidente.
Del mismo modo, todos los representantes del oficialismo en el Consejo de la Magistratura responden directamente a Cristina Kirchner. Aunque el Gobierno tiene mayoría ahí, carece de los dos tercios necesarios para designar o destituir jueces. Pero esa mayoría simple le podría servir para colocar bajo investigación a los jueces que la expresidenta más detesta.
El Gobierno promovió también al abogado Carlos Cruz al frente de la Unidad de Información Financiera (UIF), la agencia estatal que se encarga de perseguir el lavado de dinero y el financiamiento del terrorismo. La oficina estuvo a cargo de Mariano Federici, un funcionario con prestigio en el exterior, a tal punto que llegó a presidir la junta de jefes del GAFI, una organización internacional antilavado que trabaja en la órbita de la OCDE. El lavado de dinero es un delito grave en el mundo de hoy. La Argentina ya estuvo, desde 2009 hasta 2014, en la «lista gris» del GAFI, el lugar adonde van a parar los países poco confiables para evitar el lavado de dinero. Cruz es abogado, según su propia declaración ante el Gobierno, de varias empresas de Víctor Santa María, presidente del peronismo porteño, acusado hace un año por la propia UIF de lavado de dinero. La incompatibilidad resulta manifiesta.
Uno de los nombramientos más extraños es el de Carlos Zannini como procurador del Tesoro (jefe de los abogados del Estado). Lo nombraron ahora como una reparación a su condición de preso durante más de 100 días por el tratado con Irán, calificado de traición a la patria. La prisión preventiva es discutible, pero lo cierto es que está procesado y en algún momento deberá someterse a un juicio oral y público. Será raro verlo al jefe de los abogados del Estado sentado en el banco de los acusados.
Otras dos designaciones llamaron la atención. Una es la de Félix Crouss al frente de la Oficina Anticorrupción (OA). Crouss, uno de los fundadores de Justicia Legítima y exfuncionario de confianza de Gils Carbó, es una persona muy cercana a Cristina. La UIF y la OA son querellantes en varias causas por corrupción en tiempos del kirchnerismo. ¿Lo seguirán siendo? La otra es la de Virgina García, excuñada de Máximo Kirchner, al frente de la Dirección General Impositiva, un lugar donde se puede hacer justicia. O se pueden hacer favores. O se puede ejercer la venganza. García sigue contando con la total confianza de Cristina. ¿No había nadie mejor para ese cargo que la excuñada del heredero político de la expresidenta? En efecto, el actual es también un gobierno de coalición y, por lo tanto, debe integrarse con representantes de los distintos clanes peronistas. El único límite consiste en que los dirigentes de la democracia no se coloquen por encima de la ley y de la Justicia, gusten o no sus decisiones. Si cruzaran esa frontera, la democracia será cualquier otra cosa, menos democracia.
Crédito: La Nación
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