Un estilo que fracasó otra vez

A Axel Kicillof le gusta chocar siempre contra la pared. Ve que un bloque sombrío de cemento está cerca, pero no lo evita hasta que es demasiado tarde. Entonces, termina entregando hasta lo que no tiene. Un buen político nunca resuelve las cosas de esa manera. Son las lecciones que aprendió también de su jefa política, Cristina Kirchner, que concluyó su presidencia con un innecesario default selectivo y aislada del mundo. En los últimos días, el heredero político de Cristina volvió a estrellarse contra un muro. Prepoteó primero con la amenaza de no pagar un vencimiento de 275 millones de dólares y les mandó a los acreedores un acuerdo (supuesto) para postergar el plazo hasta el 1º de mayo.

No les precisó nada más. No dijo cómo pagaría después de mayo ni qué haría con la deuda global de la provincia. Todos creían que el primer default de la nueva era peronista sería el de una deuda contraída por el exgobernador peronista Daniel Scioli. El vencimiento de Kicillof es un compromiso que venía del año 2011. No lo conocen a Kicillof.

El actual gobernador ya había hecho lo mismo, cuando era ministro, con la deuda del Club de París. La deuda con ese club es entre Estados, en la que no intervienen ni acreedores privados ni los organismos multilaterales. Son compromisos que los arreglan más la diplomacia y la política que la economía. Kicillof advirtió primero que no pagaría nada, pero al final pagó casi el doble de la deuda preexistente. Pagó, por ejemplo, un 60 por ciento más en punitorios. Nunca se pagan punitorios en las deudas entre Estados. Pagó también intereses desmesurados. O, más bien, el país los está pagando. Sucedió algo parecido con Repsol después de la confiscación de YPF. Kicillof empezó anunciando que Repsol debería pagar por daños ambientales («No cobrarán nada», anunció), pero terminó pagando a la empresa española cerca de 8000 millones de dólares, computados los intereses de los bonos que entregó a la petrolera. La mitad de YPF, que era lo que significaba la expropiación a Repsol, nunca valió semejante fortuna. Según los valores actuales, el 50 por ciento de YPF no llega hoy (menos en aquel momento) a los 3000 millones de dólares.

El default selectivo se produjo cuando Kicillof se negó a firmar un acuerdo con los holdouts que litigaban en Nueva York en el despacho del juez Thomas Griesa. Cristina y Kicillof los llamaban fondos buitre. Por pedido del Gobierno, bancos argentinos habían hecho las veces de mediadores entre esos fondos y la administración de Cristina. Existía redactado un acuerdo, pero llegó Kicillof y rompió los papeles. Menos mal que se fue poco después. El ministro que lo sucedió, Alfonso Prat-Gay, consiguió una quita en el valor de esos bonos, que Kicillof hubiera pagado íntegramente. En días recientes, cuando fracasó su imposición de un acuerdo, no hizo una nueva oferta. Decidió pagar en el acto el valor total del vencimiento; es decir, los 275 millones de dólares.

La nueva bravuconada de Kicillof conllevó dos errores. En primer lugar, no tuvo en cuenta que el vencimiento era pequeño. Cuando la deuda no es grande, el problema es solo del deudor. Una deuda abultada, en cambio, significa un conflicto para el deudor y para el acreedor, porque este corre el riesgo de no cobrar nada. El segundo error fue no consignar cómo seguiría la historia después de mayo. Alberto Fernández advirtió después que la Nación no está en condiciones de hacer lo que hizo Kicillof (pagar lo que debe), pero lo dijo con palabras serenas y realistas. Es cierto que la Argentina no está en condiciones de pagar su deuda si no cambian sus condiciones actuales. Incluso, hay economistas privados, que nunca militaron en el oficialismo actual, que señalan que la deuda nacional es inviable sin una quita. Podría ser una quita explícita o implícita, pero debe haber, sostienen, una disminución del volumen de la deuda. El zigzag de Kicillof no fue un buen precedente para la deuda nacional, es verdad, pero hubiera sido peor un default de la provincia de Buenos Aires en medio de la negociación de la deuda nacional. El espectáculo del gobernador sucedió una semana antes de que el gobierno nacional entregue su primera propuesta a los acreedores nacionales, que se hará el próximo día 12. Y después de que el ministro de Economía, Martín Guzmán, aceptó que serán necesarios uno o dos bancos para lidiar con los acreedores. Ellos saben más que lo que la academia enseñó al ministro. Por eso, pidió la autorización al Congreso. ¿Habrá aprendido Kicillof que la oportunidad es importante en política?

El estilo de Kicillof es prepotente y distante. Varios intendentes peronistas del conurbano aseguran que nunca habló con ellos y jamás se preocupó por conversar un plan de obras públicas. Ya no hay barones en el conurbano. Los alcaldes han cambiado generacionalmente y su influencia electoral es escasa porque ahora existe una sociedad más informada. Tienen, además, habilitada una sola reelección. Los casos de Manuel Quindimil o de Hugo Curto, que parecían eternos, forman parte de un pasado irrepetible. Los intendentes actuales advierten que Kicillof solo se mueve con «sus boy scouts», como ellos llaman a los funcionarios jóvenes que acompañan al gobernador desde el Ministerio de Economía. Ni siquiera la ministra de Gobierno, la kirchnerista Teresa García, ni el ministro de Justicia, Julio Alak, que se acercó al kirchnerismo desde el peronismo histórico, influyen mucho en las decisiones de Kicillof. El ministro de Seguridad, Sergio Berni, no habla con los intendentes peronistas para preguntarles qué necesitan o cómo está la seguridad en sus distritos. «La misión que le dio Cristina es cuidar a Kicillof», deducen; infieren también que Berni gasta todo su tiempo en competir con Sabina Frederic, ministra de Seguridad nacional. Kicillof tiene como única referencia política a Cristina Kirchner, con la que habla por teléfono varias veces durante todos los días.

El gobernador se da el lujo, por ejemplo, de ser un cristinista con una relación remota o tensa con Máximo Kirchner. Algunos aseguran que es una competencia por la condición de heredero político de Cristina. Los intendentes lo prefieren a Máximo, aunque con reservas. «Es un tipo simpático -remarcan-, aunque siempre te deja claro que él se llevará la pelota». El temor más inminente de los intendentes es uno solo: que María Eugenia Vidal sea el próximo año la primera candidata a diputada nacional por la oposición de Juntos por el Cambio. «Es una mujer amable que nadie rechaza y nosotros no tenemos a nadie atractivo para ese lugar», dicen. No se equivocan: la exgobernadora es una de las tres figuras con más popularidad en el país, después de Alberto Fernández y muy cerca de Horacio Rodríguez Larreta. Esos tres están en el podio de la imagen positiva, muy lejos del extraño proceso que afecta a Sergio Massa, con más imagen negativa que positiva.

Los intendentes jugarán con Alberto Fernández, esté donde este esté, porque al menos el Presidente, cuentan, les pide «por favor» cuando les requiere algo y luego los llama para agradecerles. Es lo que hace cualquier político que sabe que ninguna adhesión es para siempre. El Presidente, recuerdan, suele describirles cómo deben relacionarse con la oposición. «Contesten y critiquen, pero no se peleen», los adoctrina. Cristina tampoco llama nunca a los intendentes, porque sencillamente cree que los votos son de ella y que no los necesita. Más bien la estorban. «Hay que descristinizar el conurbano. Ese es nuestro desafío», replican los intendentes. Y, ambiciosos, se dieron el plazo de los próximos tres años para tener un candidato a gobernador propio. «No podemos seguir mirando cómo compiten Kicillof y Máximo. Ninguno de ellos debe ser el próximo gobernador», advierten.

Una medición reciente, de una de las encuestadoras con más prestigio, estableció que Alberto Fernández tiene ahora 18 puntos más de simpatía que Cristina Kirchner. El rasgo más distinto entre ellos es el estilo de hacer política. Es solo el estilo, no la economía. El Presidente no dio una sola buena noticia económica, salvo el congelamiento por seis meses de los aumentos de tarifas. El estilo de Cristina es el de Kicillof. El fracaso es, una y otra vez, el final inmodificable de ese estilo.

Crédito: La Nación

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