El espaldarazo de la «compañera» Kristalina

Al menos por ahora, el FMI ha dejado de ser una mala palabra en el diccionario peronista y algunos dirigentes cercanos a Alberto Fernández ya hablan de la «compañera» Kristalina Georgieva. La directora gerente del organismo financiero brindó ayer un nuevo espaldarazo al gobierno argentino, tras reunirse con Martín Guzmán, durante la reunión ministerial del G-20 en Riad. ¿Una ayuda del cielo, promovida por el discurso humanizador del capital del papa Francisco, o el fruto de la propia necesidad del FMI, que también tiene cara de hereje?Días atrás, el informe de la misión del FMI que visitó el país concluyó que la deuda argentina es «insostenible» y que los acreedores privados deben hacer «una contribución apreciable». En palabras simples, que se deberían extender los plazos de pago y efectuarse quitas sobre los créditos de los bonistas. No sobre el préstamo de 44.000 millones de dólares del Fondo Monetario Internacional, que seguiría siendo un acreedor privilegiado. El objetivo del Gobierno, que analistas económicos juzgan como de muy probable concreción, es que el FMI confirme su disposición a correr tres años hacia adelante los vencimientos de deuda que la Argentina tiene con el organismo entre 2021 y 2023. Las autoridades nacionales también aspiran a que este nuevo programa de pagos no forme parte de un acuerdo de facilidades extendidas, que permitiría aplazar los vencimientos hasta por diez años, pero a cambio de mayores exigencias en materia de reformas estructurales que indigestarían a muchos dirigentes peronistas.

Los mercados no reaccionaron de la mejor manera. La baja de los bonos argentinos estaba en los cálculos del Gobierno. Es cierto que si la paridad de los bonos que serán objeto de la renegociación es muy baja, cualquier quita de capital o intereses les parecerá menor a los bonistas y podría alentarlos a ingresar en el canje de deuda que se les ofrezca. El peligro es que, si las autoridades argentinas agitan demasiado el fantasma del default, se provoque una depreciación mayor de esos títulos públicos y se abra la puerta a los fondos buitre, con los cuales será más que difícil llegar a un acuerdo fuera de los tribunales neoyorquinos. Con todo, referentes de fondos internacionales que poseen una buena porción de bonos argentinos, como Hans Humes, presidente de Greylock Capital, han mostrado buena predisposición para una negociación.

El Gobierno confía en que los planetas podrían alinearse favorablemente a partir del «histórico» respaldo del FMI. «El aval del Fondo Monetario equivale a pedir un crédito bancario con un balance revisado por un auditor internacional de primera línea», admite un analista financiero que no comulga con el Gobierno.

En la otra vereda están quienes creen que el apoyo del Fondo no asegura una negociación más aceitada con los bonistas. Entienden que para estos acreedores es inviable sentarse a negociar sin un plan económico a la vista que otorgue mínimas garantías de que el Estado argentino podrá algún día honrar sus compromisos o volver a acceder en buenas condiciones a crédito internacional de largo plazo, que le permita ir haciendo un roll over de su deuda, como cualquier país normal.

Otro riesgo que puede traer aparejado el apoyo del FMI es que, envalentonado, el Gobierno pretenda jugar al borde de la cornisa. En público, la Casa Rosada, con el Presidente a la cabeza, festejó la declaración del equipo comandado por Kristalina como una victoria. Algunos observadores temen que el coqueteo con la cesación de pagos termine persuadiendo de su conveniencia a algunos hombres del oficialismo que añoran los primeros años de la presidencia de Néstor Kirchner, cuando, ya con el país en default, se negociaba a cara de perro con los acreedores, apostando a su cansancio bajo la consigna «tómelo o déjelo».

Las ideas del economista Jerome Roos expuestas en Why not default? («¿por qué no dejar de pagar?»), un libro que circula por despachos oficiales, podrían subyugar a algunos dirigentes del oficialismo, empezando por Cristina Kirchner. Este académico de la London School of Economics comienza planteando que las deudas públicas son una suerte de mecanismo de extracción de riqueza de los países del sur por parte de los países del norte. Y, en referencia a la Argentina, concluye que durante el primer gobierno kirchnerista el realineamiento de las fuerzas políticas y sociales, junto a una crucial transformación de la estructura internacional, le dio a Néstor Kirchner una excepcional capacidad de maniobra para renegociar la deuda.

Pero, más allá de ciertos signos de euforia en el ámbito público, en reuniones de funcionarios con empresarios y sindicalistas durante los últimos días primó la cautela. En esos encuentros se escuchó a altos representantes del Gobierno señalar que no habrá inversiones si no se soluciona el problema de la deuda y que, incluso con esta cuestión resuelta, las inversiones no llegarán en lo inmediato.

El discurso gubernamental ante gremios y empresas se ha enfocado hacia la necesidad de recuperar el ingreso de los trabajadores de forma moderada, sin que haya un desbande paritario. La insistencia en poner fin a las negociaciones salariales con cláusulas gatillo de ajustes por inflación, y su reemplazo por aumentos basados en sumas fijas, revela una dosis de prudencia en el Gobierno. Los máximos dirigentes de la CGT parecerían acompañar esa propuesta, pero es una incógnita la reacción que tendrán muchos sindicatos.

La discusión salarial para este año, más allá de la dinámica propia de cada actividad, estará condicionada por tres factores: la evolución del proceso inflacionario en el primer trimestre, la concreción o no de un acuerdo con los acreedores privados que brinde un horizonte de previsibilidad y de estabilización económica, y la percepción sobre el liderazgo de Alberto Fernández en la coalición gobernante. Este último factor será primordial para las relaciones con el sindicalismo.

Recientes marchas y contramarchas en torno de distintas medidas y la instalación de una agenda judicial asociada a la impunidad de Cristina Kirchner y de exfuncionarios acusados de corrupción volvieron a dar cuenta de que la relación entre el Presidente y la vicepresidenta continuará siendo un dilema central.

El ministro de Trabajo, Claudio Moroni, admitió días atrás que el aumento de la edad jubilatoria es una discusión mundial y no descartó que tal debate pudiera darse en cierto momento. Siendo la crisis del sistema previsional uno de los factores más dañinos de la economía argentina, esa declaración, puesta en boca de uno de los funcionarios más íntimos de Alberto Fernández, pareció una señal al FMI y a los acreedores. Sin embargo, bastó que el titular de la Anses, Alejandro Vanoli, vinculado al cristinismo, desmintiera rotundamente a Moroni para que este tuviera que rectificarse.

Algo parecido ocurrió con el propio jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, cuando reconoció que habría aumentos en las tarifas de servicios públicos hacia mitad de año. En este caso, quien lo contradijo casi de inmediato fue el propio presidente de la Nación, pese a que pocos días antes también el ministro de Producción, Matías Kulfas, había admitido que el congelamiento de tarifas «no será permanente ni mucho menos».

Parecería que desde el Gobierno hay un mensaje para lo que el FMI quisiera oír y otro para Cristina Kirchner, quien -guste o no- viene dando muestras de una llamativa influencia sobre el Presidente, no exenta de cierta capacidad de veto.

Crédito: La Nación

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