Geddes en tiempos del coronavirus

Las posturas políticas le dieron una extraordinaria relevancia a Sartre, más allá de los aportes filosóficos que le validaron un cupo en la opinión pública, en contraste con  otros  de sus colegas de una mayor vocación por el claustro. Quebrada editorialmente, alguna familiaridad tenemos en Venezuela con nombres como Sloterdijk, Byung-Chul o Žižek, quien – por cierto – manguarea todavía con una prédica anticapitalista obviando al norcoreano  Jong-il y los corotos misilísticos que lo entretienen  en tiempos del coronavirus.

Siempre es bueno  tener a un filósofo a  la mano y así,  como ayer, entre nosotros, García Bacca o Nuño legitimaron el uso del papel, hoy, Erick del Búfalo o José Rafael Herrera vierten sus tinteros de bytes para la coincidencia y la discrepancia; además, en feliz reemplazo de  los oráculos y otros oficiantes menores de la Nueva Era que coparon los medios audiovisuales entre la anterior y la presente centuria.  Reivindicando la autenticidad de los sentires que devienen (pre) sentimientos, necesitamos de una explicación sensata de lo que acontece o está por acontecer y, no por casualidad, el arte también viene en nuestro auxilio, por  la vía literaria o de la plástica: al menos, tenemos noticias de “La peste” de Camus, aunque fuese su peor novela a juicio de Varas Llosa; o, recordando viejas visitas a las galerías virtuales, nos reencontramos con la fotografía que llaman hiperrealista del neozelandés Jeremy Geddes, pintor de academia y profesión, entrenado significativamente en el campo del videojuego.

Quizá porque nuestra infancia supo de una entusiasta y ampliamente divulgada carrera espacial entre las grandes potencias de entonces, la flotación del cadáver de un cosmonauta en la completa soledad urbana nos impactó profundamente, suscitando no pocas interrogantes que el existencialismo de divulgación, más sartreano que heideggeriano, intentaba responder. Un sujeto inerte y a la deriva, tropezando con puentes o edificios vacíos, incapaz de romper el silencio devastador porque nadie logra escuchar el estrepitoso impacto, protagoniza una escena distinta de hallarse perdido y olvidado en el espacio ultraterrestre.

Inevitable, la imagen que suscita y moldea una angustia, precisándola para  fortuna del psicoanalista de ocasión, es la que remite a las consecuencias últimas de una peste universal – la china – de no detenerla en todo lo posible, salvando la diferencia de una urgida mascarilla artesanal y la del traje especial que encapsula el cadáver del otrora orgulloso astronauta. Versamos en torno a un copioso tejido trágico de instantes para los países que, al menos, tienen una infraestructura convincente de  salud y salubridad pública, por no mencionar este y otros confines del planeta sumergidos en la pobreza más escandalosa y hasta inverosímil, tratándose de un país petrolero.

Es el instante que se prolonga en demasía para Geddes, diferente a  los segundos del estallido congelado que también cultiva en otras de sus obras que, seguramente,  hubiese expuesto Sofía Ímber en el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, antes de la llegada de la otra peste: el socialismo del siglo XXI. Cierto, no es mucho el tiempo disponible, en medio de la emergencia viral, para disquisiciones filosóficas. No obstante, las urgimos, coladas en el torbellino digital, porque son muchos los que las improvisan, generando una interpretación letal de lo acaecido y de lo que acaecerá, pareciéndoles – de enterarse –  un cosmonauta flotador el  motivo oportuno para un meme anecdótico y banalizador.

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