Llegamos al siglo XIX
La experiencia venezolana demuestra que no importa cuánto pueda avanzar un ejemplar modelo democrático, como el vivido durante el período 1958 – 1998, siempre es posible caer en la barbarie. Las palabras de Jorge Olavarría en el parlamento nacional, ante el arribo de Hugo Chávez y el inicio de la destrucción del país, en las cuales alertaba que el inicio de un régimen personalista y autocrático no nos llevaría al siglo XXI sino “a lo peor del siglo XX y a lo peor del siglo XIX” no hizo más que convertirse en realidad.
Debe recordarse que la sucesión de gobiernos militares durante el siglo XIX se efectuó a punta de cuarteladas, golpes, “Revoluciones”, caudillos y montoneras. El único Presidente civil en ese tumultuoso período fue el médico José María Vargas y en ese cargo permaneció solo meses. Solo meses gobernó la “justicia” luego la usurpación, que se autodefinía como “Valentía” en boca de Pedro Carujo, copó todo los espacios y empezó el eterno cobro de factura de los militares que con su “bayoneta calada” se creyeron titulares del poder a cambio de la sangre derramada en los campos de batalla.
La situación de Guerra Civil fue persistente aunque se firmara el Acuerdo de Coche tras el fin de la Guerra Federal (que fue mucho más mortífera que la Guerra de Independencia). Aunque no existía la expresión, ese era un auténtico Estado Fallido.
Esa crónica desorganización de los gobiernos militares, sucedidos uno tras otros a punta de balas que iban dirigidas al pueblo que gobernaban como ejército de ocupación, fue, paradójicamente, el que permitió el despojo de la quinta parte del territorio nacional sin disparar un tiro. No es nuevo que precisamente los hombres de armas venezolanos sean los primeros en prestarse para despojos antinacionales cuando están altamente distraídos en el usufructo del poder autocrático.
La llegada al poder de los “restauradores” andinos, aunque logró unificar al país, significó la acentuación de los rasgos primitivos de la represión y la explotación.
El petróleo fue lubricante en la maquinaria asesina que materializó los grillos martillados sobre la carne de estudiantes, sindicalistas y campesinos en tétricos lugares como “La Rotunda” (“La Tumba” o el Helicoide de ese momento) para que, simultáneamente, los enchufados de entonces se regodearan entre todos los lujos y la descarada compra de toda la falsa decencia y alcurnia que las concesiones petroleras podían pagar.
Si toda esa historia nos parece familiar y cotidiana hoy no es para nada casualidad. “Lo peor del siglo XX y lo peor del siglo XIX” está aquí entre nosotros. Incluso regresó el “mito de la invasión salvadora” de la época gomecista que cautivó a muchos que sentían que “no podían solos” y que la salvación de la crueldad militarista dependía de encontrar a otro salvaje de peor ralea que nos proporcionara la anhelada venganza a todos los ultrajes sufridos.
Varios fueron los intentos de ese tipo, todos fracasados, entre ellos el desembarco del “Falke” que no precisamente fueron dos lanchas en Macuto. El dictador, el Benemérito, murió apaciblemente tras los largos 27 años que tiranizó hombres, mujeres y niños.
Directo del siglo XIX viene el regreso de las “montoneras”, ejércitos particulares al servicio del crimen que controlan territorios y hasta pueden entrar en combate público, notorio y comunicacional, como en el caso de Petare, sin que exista la más mínima capacidad del Estado para imponer el monopolio del uso de la fuerza.
La llegada de la civilidad fue muy tardía, el voto universal, secreto y directo para lograr tener, finalmente, un gobierno legítimo costó muchos sacrificios, mártires y vidas.
El voto tampoco tenía amigos antes del 18 de octubre de 1945, las objeciones de entonces nos suenan familiares en la actualidad: “el pueblo se equivoca”, “eso funciona en el primer mundo, aquí es necesario poner mano dura y orden”, “la muchedumbre no tiene formación, ni criterio, ni raza para atender los asuntos de Estado, nuestros país requiere un ‘César’, un gendarme necesario, para conducir con virtud la República que de otro modo caerá en las garras del populacho y la pardocracia”.
Las dictaduras militares no solo nos traen sus tiranos homicidas sino sus mitologías, sus prejuicios, sus taras y sus asqueantes argumentaciones que son consecuencia directa de la censura y la autocensura que convierten en hedionda agua estancada lo que naturalmente debe ser el fluir libre de las ideas, el debate y la discusión pública.
Hace falta recordar que “de lo peor del siglo XX y de lo peor del siglo XIX” solo se salió con tres requisitos: 1) la libertad de prensa, opinión y reunión pública 2) la subordinación del poder militar al poder civil y 3) la realización de elecciones libres y justas que permitan la conformación de un gobierno legítimo, fruto de la voluntad popular, que sea reconocido nacional e internacionalmente.
El recurso de la violencia, si bien no fue inexistente, fue si acaso accesorio y circunstancial. Lo protagónico era y es restituir la capacidad del pueblo para elegir a su gobierno.
Mientras la violencia sea protagonista, como en el siglo XIX y principios del XX, el péndulo solo gravitara entre la autocracia represiva y la violencia sediciosa e infértil. Y, de seguir así, el cabello se nos llenará de canas y los tiranos morirán apaciblemente en sus cómodas camas.
El camino correcto es la lucha de masas, cívica, de partidos políticos, para organizar a todas las víctimas de la explotación dictatorial hasta que la ira colectiva sea incontenible y no exista otro camino que conceder las libertades secuestradas por la usurpación.
¿Quieres cambio? Milita en partidos, expresa libremente tus ideas, alza la voz de la denuncia, no dejes que el miedo decida tus pasos, que tú corazón no se llene de odio, que tú mente solo pueda vivir en la esperanza del futuro y no en la forzada genuflexión del presente.
Nada de aplausos a militares, sean vomitivamente leales al tirano o conspiradores alzados, de la Fuerzas Armadas los civiles solo debemos exigir obediencia y subordinación a la autoridad legítima, ni más, ni menos.
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