Los dos enemigos con los que duerme Alberto Fernández
Jorge Luis Borges admitía que detestaba a los comunistas, pero valoraba que, al menos, tuvieran una teoría, a diferencia de los peronistas, a quienes consideraba «snobs». De su enorme repertorio de controversiales frases sobre el peronismo, se destaca una: «Los peronistas son una maravilla. Tienen todo el pasado por delante».
En su reciente libro, El medioevo peronista y la llegada de la peste, Fernando Iglesias justifica su escepticismo al preguntarse si el peronismo puede ser republicano. Señala que, allá por 2018, apenas vieron la oportunidad de volver al poder, los peronistas «razonables y republicanos» abandonaron sus promesas de elevamiento ético y se transformaron en soldados de un pacto de impunidad que ahora signa al gobierno de Alberto Fernández . «No es que yo no crea en la renovación republicana del peronismo. Son ellos lo que no creen», aclara el diputado opositor.
Es probable que el primer enemigo del actual presidente de la Nación sea su propio archivo. Cabe preguntarse qué habrá quedado del pensamiento de aquel Alberto que, el 18 de abril de 2013, participó de una movilización callejera en contra de la llamada propuesta de «democratización del Poder Judicial» que impulsaba el gobierno de Cristina Kirchner. De aquel Alberto que tildó a la entonces jefa del Estado de mentirosa y de quien dijo que «piensa que las cosas malas hechas por ella son buenas».
¿Y qué habrá sido de aquel Alberto que, al asumir la presidencia de la Nación, le dijo a la ciudadanía: «Si sienten que me desvío, salgan a la calle a recordarme lo que estoy haciendo»? Es el mismo presidente que, ocho meses después, tras el multitudinario banderazo del #17A, afirmó, ofuscado, que «los que gritan no tienen razón».
Fue precisamente Cristina Kirchner quien, escasos días después de ese acto de protesta, les dio la razón a los manifestantes. A instancias de su amanuense, el senador Oscar Parrilli, la actual vicepresidenta hizo introducir en el proyecto de reforma judicial una cláusula que obliga a los jueces a denunciar ante el Consejo de la Magistratura las supuestas presiones que pudieran recibir de los «poderes mediáticos». La llamada cláusula Parrilli no solo mereció justificados cuestionamientos de profesionales de la prensa y de la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (ADEPA), que denunció que con medidas como esas solo se busca acallar voces y limitar el debate democrático. También provocó sorpresa en algunos de los propios jueces. Incluso el presidente del Consejo de la Magistratura, Alberto Lugones, expresó sus serias dudas sobre la finalidad de aquella cláusula: «Somos personas públicas. ¿Cómo no nos van a poder criticar? Los jueces tenemos que tener el cuero duro y no podemos asustarnos con la tapa de un medio», dijo a LA NACIÓN.
El cuestionado agregado al proyecto también generó cierto desconcierto en la Casa Rosada, donde llegó a considerárselo como «absurdo e impracticable», aunque haya quienes se ilusionen con que podría dar lugar a una negociación en la Cámara de Diputados con los aproximadamente 22 legisladores que no pertenecen al bloque oficialista ni a Juntos por el Cambio y que quedarían como eventuales árbitros para la sanción de la ley de reforma judicial.
Pero la cuestión de fondo pasa por otro lado. Cuando Alberto Fernández reitera que «nunca más» lo vamos a ver peleado con Cristina Kirchner, la pregunta que permanece flotando es si va a consentir a su vicepresidenta en todo lo que ella pretenda.
Si así fuera, y si el fanatismo cristinista se siguiera imponiendo una y otra vez sobre la razonabilidad, podría pronosticarse que el Presidente dormirá el resto de su gestión con un segundo enemigo, la propia Cristina Kirchner, en lugar de abrirse a la búsqueda de consensos más amplios, tan necesarios en la presente situación socioeconómica y sanitaria de la Argentina.
En el momento en que más requiere el país del diálogo y los consensos para encarar una crisis que, por su dimensión, podría ser mayor que la de 2001/2002, la inercia de ciertas actitudes de dirigentes oficialistas y opositores amenaza con prolongar la confrontación y la grieta.
Aun con sus particulares disputas entre halcones y palomas, la principal coalición opositora, Juntos por el Cambio, intenta mantenerse amalgamada por el temor al proyecto hegemónico del oficialismo, centrado en la figura de Cristina Kirchner.
La coalición gobernante busca garantizar su cohesión machacando ante sus audiencias sobre la idea de que el «desastre» actual es consecuencia de las supuestas «relaciones incestuosas» de los funcionarios macristas con los poderes financieros y de las políticas de Mauricio Macri, a las que, sin mucho fundamento, califica de «neoliberales». Aspiran los dirigentes albertistas a que ese relato justifique el duro desafío que para un gobierno peronista implicará negociar con un organismo que representa una mala palabra para sus bases: el Fondo Monetario Internacional.
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El Gobierno intenta subir a Macri a un alto peldaño de exposición y apuesta a que sea candidato en las elecciones legislativas de 2021, tal como el macrismo apostó a que Cristina Kirchner lo fuera en los comicios de medio término de 2017 y también a que hiciera lo propio en 2019, aunque este año sorprendió a todos ungiendo a Fernández.
Macri es para el actual gobierno lo que Cristina representaba para Cambiemos cuando esta fuerza gobernaba el país. Unos y otros, oficialistas y opositores, intentan avanzar unidos por sus propios espantos.
Alguien puede pensar que hay una competencia entre los dos bandos para ver quién mete preso primero al jefe de la otra facción. Pero más bien lo que ambos buscan es crecer a expensas de la exposición de aquellas dos figuras políticas que hoy lucen cada vez más devaluadas en los rankings de imagen que ofrecen distintas encuestas de opinión pública.
El último relevamiento de Giacobbe & Asociados, concluido el 13 de agosto entre 2500 personas en el orden nacional, le da a la expresidenta una imagen positiva del 28% contra una negativa del 60,8%. Macri no está mejor: presenta el 19,8% de opiniones favorables y el 50,4% de desfavorables. Sin embargo, el dato más llamativo de la encuesta pasa por la caída que experimenta el actual presidente de la Nación: desde el 20 de marzo, su imagen positiva bajó del 67,8% al 37,1%, en tanto que su percepción negativa se elevó desde el 13% hasta el 44,6%.
Otro estudio, correspondiente al monitoreo sistemático de Poliarquía Consultores, realizado entre el 18 y el 20 de agosto entre 1741 casos, y que se centra en la pandemia, señala que la aprobación de Alberto Fernández respecto del manejo del coronavirus alcanzó su valor más bajo desde el inicio de la cuarentena. El apoyo llega al 54% y es muy distante del 75% que alcanzó en marzo, al tiempo que, en lugares como la Capital Federal, la opción de privilegiar la economía reúne más adeptos que la de privilegiar la salud.
Al llegar al gobierno, Alberto Fernández invitó a la ciudadanía a salir a la calle y reclamarle si percibía que se estaba desviando del rumbo. El interrogante que corresponde formularse es de cuál rumbo hablaría el Presidente: ¿del rumbo que muchos de sus votantes imaginaron que él iba a corregir, luego de anunciar que iban a «volver mejores»? ¿O del rumbo que pretendería fijar su vicepresidenta, afín al «vamos por todo»? De la respuesta dependerá si el Presidente y el país tienen algún futuro o solo un gran pasado por delante.
Fuente: La Nación
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