La Argentina, un país sin jueces

Antes de cometer el desastre del martes último, la Corte Suprema de Justicia era la instancia que le administraba al oscilante país político cierta dosis de racionalidad. Desde el fallo que conformó a Cristina Kirchner en los casos de los jueces Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi, ese crucial tribunal se sumó al imprevisible zigzag del resto de las instituciones argentinas. Los casos de los jueces Bruglia y Bertuzzi son simbólicos, porque la decisión de la Corte afecta a muchísimos magistrados más. La reacción de la mayoría de los jueces contra la resolución de la Corte ha sido pésima. Todos se sienten inseguros, en situación condicional. Muy pocos saben qué será de su destino como administradores de Justicia. ¿Seguirán administrando justicia? ¿O serán recusados por algunas de las varias razones que dejó flotando el fallo de la Corte? Algo peor se instaló. Los argentinos han perdido una noción elemental de seguridad jurídica. La inamovilidad de los jueces fue escrita en la Constitución para garantizar la independencia de los magistrados. Una nación con jueces sin independencia es lo mismo que un país sin jueces.

Dos días después, el jueves, la Corte pareció enmendarse cuando restituyó al tercer juez, Germán Castelli, a su cargo. Pura escenografía para esconder el hecho predecible de que hará con él lo mismo que hizo con Bruglia y Bertuzzi. Los jueces supremos intentaron salir de la ratonera en la que cayeron cuando firmaron la resolución del martes. Lo lograron solo de manera muy acotada. La astucia en la esfera del derecho. En rigor, no cambiaron nada, porque Castelli deberá ser juzgado antes por las instancias inferiores para caer al final en manos de la Corte. ¿Alguien supone que las instancias inferiores decidirán contra la jurisprudencia que la Corte estableció con Bruglia y Bertuzzi? ¿Alguien imagina que la propia Corte fijará otro criterio para Castelli cuando su caso es casi idéntico a los de Bruglia y Bertuzzi? La ilusión es a veces un error. Castelli terminará, a la larga o a la corta, en el mismo lugar en el que están Bruglia y Bertuzzi.

Hay decenas de jueces trasladados. No existen solo Bruglia, Bertuzzi y Castelli. Estos eran la obsesión de Cristina Kirchner porque la condenaron o la juzgarán. Pero la Corte fijó un criterio no solo para estos tres, sino para todos los trasladados. Los traslados están mal, dijo; los jueces que ocupan esos cargos son meros subrogantes hasta que los lugares sean concursados y tengan otro acuerdo del Senado. Unos 70 jueces están en esas condiciones. Podrían ser recusados por personas que están siendo (o serán) juzgadas por ellos. Si la razón por la que están en esos cargos es una «costumbre inconstitucional», como escribió la mayoría del máximo tribunal, ¿por qué los argentinos deberían someterse a sus decisiones? O lo que es peor: los argentinos que recurren a la Justicia podrán sospechar que el juez que comienza un caso puede no ser el juez que lo termina. Es la definición misma de la inseguridad jurídica. La certeza de la inseguridad fue exteriorizada ayer en un documento firmado por once sociedades rurales del país. «La Justicia ha claudicado ante el poder político», dijeron.

La Corte también estableció que es inconstitucional el reglamento que regía para los concursos en el Consejo de la Magistratura. Las cosas empeoraron, entonces. ¿Qué sucederá con los jueces que concursaron los cargos que ocupan, y que luego tuvieron acuerdo del Senado, si todo el proceso comenzó con un reglamento inconstitucional? ¿La decisión de la Corte no habilita a cualquiera, acaso, a recusar a un juez que llegó al cargo promovido por ese reglamento? El número de jueces que vacilan en la precariedad se amplió. ¿Puede funcionar normalmente una Justicia en la que los jueces no saben si son jueces o si ocupan el cargo que les corresponde? La mala recepción que tuvo ese fallo entre los jueces es tal que la Asociación de Magistrados se pronunció por primera vez contra una sentencia judicial. Nunca opina, por principios, sobre la decisión de ningún juez. La Asociación le reclamó a la dirigencia política que advierta la gravedad de la situación porque «puede constituir un punto de quiebre en la historia del Poder Judicial de la Nación». Ese dramático párrafo lo escribieron los propios magistrados, no simples analistas.

Si a la Corte no le gustan los traslados, ¿qué debió hacer entonces? Ese tribunal no se puede olvidar de su propia historia. Avaló los traslados existentes, como lo hicieron en el pasado otros jueces supremos. Pudo ser leal con sus ideas. Pudo declarar inconstitucional la actual integración del Consejo de la Magistratura y cambiar el criterio de los traslados hacia adelante. Pero la constitucionalidad o la inconstitucionalidad de la conformación del Consejo es un asunto que la Corte tiene en remojo desde hace cuatro años. Una cosa es no tener plazos; otra cosa es la dejación de justicia por inacción. Esto último es lo que sucede cuando la Corte se toma más tiempo que el tiempo razonable. Ese desapego por su responsabilidad sucedía antes del último martes infiel.

La pérdida de confianza en la Corte hizo que se subvaluara una decisión que tomó el jueves pasado: desestimó por falta de sentencia definitiva un pedido de Julio De Vido para recabar más pruebas en la causa por irregularidades en la compra de trenes a España y Portugal. Descubrieron que se pagaron sobreprecios de hasta un 171 por ciento sin control de lo que adquirieron. Los trenes no servían y ahora duermen en depósitos ferroviarios. Si la Corte fuera coherente debería desestimar también por falta de sentencia definitiva los 13 recursos de queja que Cristina Kirchner presentó ante ese tribunal por distintas causas que la investigan, la mayoría por presuntos hechos de corrupción. Es el mismo caso de De Vido. Recurrió a la Corte sin que existan sentencias definitivas. ¿O habrá una jurisprudencia para De Vido y otra jurisprudencia para Cristina Kirchner? ¿Hasta tales cumbres llegó el nivel de desconfianza en el más alto tribunal de justicia?

Gobierno y oposición exhiben discordias internas por la designación del procurador general, que es el jefe de los fiscales. El caso es especialmente grave en ese contexto desastroso. Alberto Fernández propuso al Senado a un viejo compañero de cátedra, el actual juez Daniel Rafecas. La presentación se hizo ante el Senado el 10 de marzo pasado; dos días después, la propuesta tomó estado parlamentario. La nominación de Rafecas fue cajoneada desde entonces por el bloque peronista, que Cristina Kirchner maneja con rienda corta. La ministra de Justicia, Marcela Losardo, ratificó en los últimos días la propuesta de Rafecas. La mandó el Presiente; es imposible imaginar a esa ministra autónoma de su jefe político. Los cristinistas, consultados por la oposición, dieron una respuesta sencilla: «Tenemos que preguntarle a la presidenta». Se entiende: la presidenta es Cristina. Pero ella quiere modificar la ley para disminuir la mayoría necesaria para darle el acuerdo al procurador: que sea mayoría absoluta (que el peronismo la tiene), en lugar de los dos tercios actuales (que el peronismo no tiene). Rafecas no le importa.

Elisa Carrió pidió que el viejo Cambiemos apruebe cuanto antes el pliego de Rafecas porque teme que Cristina logre imponer su mayoría en el Congreso y termine nombrando a sus fieles más fanáticos: Maximiliano Rusconi, Graciana Peñafort o Indiana Garzón. Rafecas, dice Carrió, no es un fanático. A Macri no le gusta Rafecas, pero tampoco cierra los ojos a un plan alternativo. Solo espera que el oficialismo avance hacia alguna parte. De hecho, hoy el pliego de Rafecas no podría ser tratado porque no pasó por el período normativo de impugnaciones, defensa y audiencia pública. El cristinismo frena ese proceso en el Senado.

Carrió dulcificó su alusión a Macri. «Yo quise decir que ‘ya fue presidente’, no que ‘ya fue'», relativizó su anterior referencia peyorativa al expresidente. Macri cree que lo subestiman («otra vez», dice) cuando lo imaginan pensando ahora en 2023 en medio de semejante crisis económica y social. ¿Es cierto que puede haber un acuerdo sobre causas judiciales entre él y Cristina? «Es una calumnia», responde, seco. «Si nos convocaran, lo que no ha sucedido hasta ahora, el primer acuerdo deberá ser sobre el respeto a la Constitución y sus instituciones o no habrá acuerdo», explica luego. Una oposición segura de lo que quiere es una referencia importante en cualquier democracia. Pero lo es más cuando ya han caído casi todas las otras referencias.

Fuente: La Nación

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