El uso político de una muerte
En ese instante de desvarío, la pandemia no existió para un gobierno que jugaba como los jugadores compulsivos. Siempre confían en que la última carta convertirá la ruina en gloria. La carta salvadora falla, también siempre. Desde el momento en que se anunció la muerte de un inmortal, nada tuvo sentido (tampoco la crisis económica) para Alberto Fernández. La finitud de un mito viviente, como lo fue Diego Maradona, pareció la oportunidad perfecta para replicar el fenómeno político que representó la muerte de Néstor Kirchner. Grave error. La muerte tiene un significado humano, no político, a pesar de los esfuerzos de la política por sacar provecho de ella. El aborto o el impuesto a la riqueza habían sido también decisiones atolondradas para esconder las penurias económicas y el ajuste de los gastos del Estado. Nada, sin embargo, fue tan explícito ni patético como el intento fallido de vestir al Gobierno de viudo de Maradona. El apostador perdió al final hasta lo que no tenía: la violencia y el caos, los barrabravas y las fechorías en la propia Casa de Gobierno mostraron la impotencia de una administración frágil e incompetente.
Maradona fue un argentino universal que habitaba desde hacía mucho tiempo en el Olimpo de los dioses del deporte. Nunca pudo trasladar su incomparable genio de deportista a la vida cotidiana, llena de sucesivos dramas y de desmesurados excesos. Sus opciones políticas fueron siempre los regímenes autoritarios o los sistemas antidemocráticos. ¿Por qué no decirlo? La verdad no tiene remedio, como escribió Serrat. Le tocó la muerte trágica de los héroes argentinos. Murió solo, acompañado de lejos nada más que por unos pocos asistentes y enfermeros. Sin familia, sin la cohorte de amigos que lo siguió durante su época de esplendor y sin su habitual escenografía de monarca tropical. Ni siquiera se pudo establecer con precisión a qué hora se fue de este mundo. Nadie lo vio morir. Nadie lo acompañó en ese instante único en que la vida se convierte en nada. Triste, solitario y final, según la célebre descripción de Raymond Chandler.
El primer error del Gobierno fue tratar de extrapolar el efecto político de la muerte de Néstor Kirchner a la de Maradona. No faltó ni la presencia de Javier Grosman, el gran arquitecto del teatro y el relato del kirchnerismo, que imaginó en 2010, con una velocidad intelectual envidiable, la coreografía del velatorio del expresidente. Volvió el miércoles pasado. La administración se equivocó porque Kirchner fue un líder político que dejaba viuda a la presidenta de la Nación. No es lo mismo. Kirchner no tuvo el genio de Maradona, pero Maradona no tuvo la dimensión política de Kirchner. Lo que sucedió durante el velatorio del expresidente fue un desfile incesante de militantes bañados de lágrimas, envueltos por un silencio casi ritual. Fue una especie de misa pagana. Otra cosa es meter el fútbol en la Casa de Gobierno, con sus pasiones y sus emociones. También con sus barrabravas, que ningún político ni dirigente del fútbol pudo combatir eficazmente nunca. Muchos de esos violentos han estado en la cárcel o deberían estarlo. El dogma se quedó sin magia. Para peor, Cristina Kirchner ordenó cerrar las puertas de la sede gubernamental para que ella estuviera sola cuando se despidiera de Maradona y saludara a su familia. El gentío creyó que se había terminado el velatorio. Fue Cristina de cabo a rabo. Arbitraria y ególatra como el muerto del que se despedía. El fuego y la furia sucedieron a la mecha que se encendió cuando las puertas se entornaron. Los caprichos tienen un precio.
Maradona fue un ídolo excepcional, pero la peripecia de su muerte no tenía por qué ser excepcional. La Argentina sufre como pocos países los estragos de la pandemia del Covid-19. Esa fue otra partida que Alberto Fernández creyó que iba a ganar con una carta salvadora. Encerró al país en una cuarentena de la que los argentinos no han salido aún totalmente, y se pavoneó comparando los supuestos buenos resultados locales hasta con Suecia. La pandemia se abatió cruelmente sobre el país. Ya costó la vida de casi 40.000 argentinos mal contados. El Presidente casi no habla de la enfermedad. Tampoco su ministro de Salud. Volvieron al principio. Tapabocas y distanciamiento social, reclamaban insistentemente. Y tenían razón. Hasta que ocurrió la muerte de Maradona. Un millón de personas pasarían por la Casa de Gobierno, calcularon entusiasmados antes de que comenzara el velatorio. ¿Y la pandemia? ¿Y las precauciones? ¿No era que la salud estaba antes que la economía? Las filmaciones de la televisión, que no mienten, dan cuenta de que la multitud no usaba tapabocas (no todos, al menos) y que el distanciamiento no existió. ¿Por qué el resto de los argentinos no puede despedir a sus muertos y el Gobierno pudo hacer, en cambio, el espectáculo de una despedida masiva a Maradona? No se trata solo de los contagios que pudo haber habido entre la aglomeración de dolientes; también ellos pueden contagiar a muchos que no estuvieron en el velatorio. El tamaño de las consecuencias es impredecible. Pero lo cierto es que la estrategia del uso político de una muerte no miró más allá de los próximos tres metros.
Organizar el velatorio de un mito es siempre difícil. Pero no es imposible hacerlo bien cuando hay un Estado eficiente y cuando la muerte no se cruza con el intento del lucro político. Salió mal. Esa es la única conclusión posible. Otra vez: ¿por qué callarlo? El Presidente tiene por costumbre andar por la vida echando culpas de sus desgracias. La culpa de la debacle económica es solo de Macri. Absuelve a su socia, Cristina, que dejó un país en bancarrota. La culpa de la pandemia es de los porteños que viajaron al exterior. La culpa de la inflación es de los empresarios, no de la emisión descontrolada de dinero que él ordenó. Ahora, la culpa de los desmanes durante el velatorio de Maradona es de la familia de Maradona y de Horacio Rodríguez Larreta. En la víspera del velatorio, cuando el propio Alberto Fernández se imaginaba en el centro de una multitud amable, contó públicamente que él mismo llamó a la exesposa de Maradona para ofrecerle la Casa de Gobierno. Después, cuando todo se complicó, culpó a la familia. La familia, es cierto, aceptó la propuesta del Presidente. Pero ¿qué culpa pueden tener tres mujeres apenadas (exesposa y dos hijas) de lo que sucedió con la organización de un funeral multitudinario? ¿Qué hubieran podido hacer ellas para evitar lo que ocurrió? Si la culpa es realmente de esas tres mujeres, entonces resignémonos y aceptemos que el país está acéfalo. La Policía de la Ciudad no puede ingresar a la Casa de Gobierno, porque es territorio federal. La organización del velatorio popular estuvo siempre a cargo de la ministra de Seguridad nacional, Sabina Frederic , según se informó oficialmente. ¿Qué responsabilidad pudo tener entonces Rodríguez Larreta sobre la violencia frente a la Casa de Gobierno? ¿O, acaso, lo que se objetaba era que la policía porteña haya reprimido algunos desmanes que sucedieron a metros de la sede del gobierno federal? ¿Qué debió hacer entonces Rodríguez Larreta? ¿Permitir el vandalismo? La denuncia penal del kirchnerismo contra el gobierno porteño por reprimir la violencia fue un acto delirante de inconsciencia.
El viernes, el día después del sepelio de Maradona, a Cristina se le fue la tristeza. Siguió con su agenda imparable y le dio media sanción en el Senado de su propiedad al proyecto de ley que cambia las reglas para elegir al jefe de los fiscales según su gusto y paladar. Atrás había quedado el funeral de Maradona, tan estrafalario como su pobre país.
Fuente: La Nación
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