Sueño y realidad de una tragedia: A 21 años del deslave de Vargas

                                                                              deslave

A Cerro grande 

                                                                              A las casas perdidas

                                                                             A la tierra arrasada

                                                                           A los que se fueron

                                                                         A los que se quedaron

                                                                  Al rio con su pasión terrestre y subterránea

Era el año de 1999. Después de la sequía inclemente de los primeros meses,  en diciembre las lluvias se  prolongaron mucho más allá del tiempo  acostumbrado por estas fechas  más bien luminosas y de clima benéfico.  Noche tras noche,  la muchacha del tiempo  con su cuerpo grácil como una espiga y su sonrisa de ángel comenzó a repetir por televisión, como en una letanía, noticias nada alentadoras acerca de los desmanes que estaban provocando unos chubascos inclementes a lo largo de todo el territorio nacional. Hacia el oeste de la capital se comenzaron a evidenciar los primeros embates del agua cuando las viviendas  de la gente sin recursos en barrios como Gramoven, Niño Jesús, 5 de Julio  o Independencia, una tras otra, se derrumbaban cerro abajo sin remedio.  Las regiones del interior  en medio de los estropicios de aquel diluvio vieron crecer sus ríos que pronto  comenzaron a desbordarse  haciendo estragos.

Día tras día la situación  se había ido tornando desoladora y yo comencé a presentir lo peor. Me asaltaban imágenes de la última vez que habíamos estado  en el litoral, cuando cierta tarde en que paseábamos por el malecón que  se extiende  entre El club Tanaguarenas y los antiguos hoteles  Meliá Caribe y Macuto Sheraton,    a pocas cuadras de nuestra casa de playa,  el mar había tenido un comportamiento bastante extraño: Revuelto y muy malhumorado se batía contra la costa como un carnero enfurecido dejando a lo largo de los  jardines de las casas aledañas un reguero nada despreciable de arena y piedras. El  cielo encapotado era como de presagio,  por lo que no era fácil divisar ni  la luna ni las estrellas. Y el ruido que producían las olas en su ir venir aquella tarde era verdaderamente siniestro,  por lo que decidimos alejarnos del lugar sin terminar aquel paseo, en otras oportunidades tan agradable.  Nos habíamos retirado corriendo con la sensación de que fuerzas como de otro mundo amenazaban con retenernos allí para siempre. Eso fue en septiembre, tres meses antes de las navidades más tristes que vivió el país a causa de  aquella inevitable tragedia.

Todo sucedió la mañana del 15 de diciembre, nunca más lo podré olvidar. Día tras día aquella lluvia  interminable amenazaba con borrarnos de la tierra.  Me levanté aterida de frío y descorrí la cortina de la habitación para mirar hacia la montaña  < ¿Esto no será fin de mundo? > – Interrogué a mí esposo, tratando de tomarme las cosas con un poco de  humor – Y acto seguido corrí hacia el teléfono con la intención de llamar a la vecina de  papá allá en Cerro Grande donde teníamos nuestra casa de playa. No podía borrar de mi cabeza la imagen del río desbordándose a lo largo de la  urbanización y a nuestra querida  Maríacoy, una morrocoya aun pequeña que habíamos adoptado como mascota y  dejado  allá en el litoral al cuidado de ella  en nuestras últimas vacaciones – ¡Qué contrariedad!   Me atendió la propia Carmen,  una enfermera que por  muchos años había  prestado  sus servicios  en el Hospital de Punta de Mulatos.  A decir verdad,  en un tono  demasiado optimista para mi gusto,   trató de consolarme diciéndome  que no me preocupara. Que llovía mucho pero que el rio no se iba a salir pues también en otras oportunidades había estado a muy poco de la orilla y no había pasado a mayores. De la morrocoya me dijo que estaba como una chompa y a buen recaudo ya que ella se estaría en su casa pues los ríos de Camurí si se habían desbordado y  no podría pasar al hospital de Punta de Mulatos  donde prestaba sus servicios.

 Pobre Carmen, seguramente al verme tan mortificada,  había intentado devolverme el alma al cuerpo. Y en su deseo de ver a salvo su casa y sus pertenencias  producto de tantos y tantos años de trabajo, no quería aceptar  que el caudal de aquel rio  que atravesaba la urbanización, a poco más de un metro de distancia de la orilla  y en aquellas condiciones climáticas  a nivel nacional, era una verdadera amenaza y  en un hecho absolutamente aterrador. Por lo que antes de despedirme le hice todo tipo de recomendaciones.   Cuando  colgué, no pude evitarlo, me eché a llorar inconsolablemente.

Esa noche todos en la casa la pasamos muy inquietos. Y muy temprano cuando despertamos, a través de llamadas recurrentes de familiares y amigos angustiados y de las imágenes dantescas que retransmitía la televisión, fue inevitable enterarnos  que había ocurrido lo peor. A través de los testimonios de amigos y vecinos que habían experimentado aquel horror, nos enteramos de que días  antes de aquella tragedia el cielo se había tornado totalmente plomizo tras una estampida de  pájaros y nubes transformadas en perros, ciempiés, y  grandes lagartos centenarios  corriendo despavoridos en manadas por la bóveda celeste como si aquello fuera un gran zoológico de algodón y de  humo.  Justo en la zona donde estaba ubicada la casa de papá el desastre había sido mayúsculo. El río Cerro Grande se había abierto paso destruyéndolo todo a lo largo de su loco itinerario hacia el océano. Y como en la montaña habían construido no sé por qué razón una cantera, cuando las aguas se precipitaron aquella madrugada cerro abajo, toneladas de arena, piedras picadas y cemento descendieron también aceleradamente  tapando toda la urbanización. Dijeron también los testigos que  la maquinaria de aquella inoportuna cantera: picadoras de piedra, mezcladoras, grúas y camiones de gran tamaño  flotaban en su accidentado descenso sobre casas y caminos  como carritos de juguete.    

Como nuestra casa  había sido construida  al pie de la montaña,  donde el río  anuncia su desembocadura  para correr luego a lo largo de su cauce natural por  la urbanización, había cedido irremediablemente  frente al desbordamiento imbatible del  agua, lodo y piedras que bajaron de la cantera,   al igual que la casa de Carmen, la de Emilio y la de Isabel, que fueron las primeras que se derrumbaron.  Se hablaba de un deslave y el panorama era realmente desesperanzador: Los ríos enfurecidos habían decidido reclamar sus espacios y por igual habían arremetido contras buenos y malos, tristes o alegres, pobres y ricos. Todo quedó  como un gran cementerio de casas derruidas de aspecto irreconocible. Los carros se apilonaban unos encimas de los otros junto a grandes pedruscos y troncos de árboles enormes: un Plymouth del año 58 junto a una camioneta 4 por 4, un escarabajo del 85 junto a un carro de lujo último modelo. Todo daba igual.

Poco a poco,  pasado lo peor,  la cortina gris de bruma fue dando paso al verdor humedecido de la cordillera y nuevamente las nubes se tiñeron de rosa y naranja para servir de fondo a una línea azul grisácea por donde las aves  revolotearon con  su repetida promesa de chillidos y de cantos. Pero poco o casi nada quedó de lo que fue la apacible y prometedora urbanización donde papá había construido su casa de playa. La montaña había quedado herida de muerte, lucía arañada y maltrecha como una gata peleona. Y entre el fango acumulado y piedras enormes asomaban tristemente trozos de antiguas paredes desvaídas,  el resto de un manubrio de bicicleta, la cabeza de una muñeca, o el tímido cogollo de algún árbol centenario que se negaba a morir. Como en un campo minado cada pieza dispersa de aquel gran rompecabezas permitía adivinar lo que antes había allí.

Recuperarnos de aquella pérdida no sería nada fácil. Treinta años de esfuerzos y dedicación de papá  y tantos vecinos habían desaparecido en un instante trágico e inesperado, quedando transformados solo en escombros y recuerdos. La pregunta que nos repetíamos todos una y otra vez era cómo había podido pasar aquel desastre.  Pero pasó y nadie pudo evitar que el río enardecido en su loca carrera hacia el mar se llevara los cantos, los sueños y los colores para dejarnos a todos tan tristes como nos dejó.  Papá  siempre había sido un romántico, por lo que su lugar estaba arriba en la bóveda estrellada del cielo donde podía disfrutar del brillo de las estrellas, y aspirar el aroma inconfundible de las flores. Y  así en esa aspiración de cielo  se había enamorado de la montaña y allí  cerca muy cerca del murmullo del mar, había construido su casa  sin pensar en emboscadas   entre guacharacas, grillos y ranas. Ahora, se consolaba pensando que nuestra amadísima casa, antes de ser arrasada definitivamente, había resistido en pié por más tiempo  que otras en apariencia más fuertes, más grandes y más modernas. Pero la verdad fue que el viejo había tenido tanta ilusión cuando la había construido que se  había olvidado del río con su pasión terrestre y subterránea.

¿Pero, y a dónde  habría ido a parar nuestra pequeña Maríacoy?  Ante tanta desolación no era fácil consolarse ni tener esperanzas.  Por las noches entre sueños la veía atrapada entre piedras y tierra como un fósil milenario. En ocasiones, dolorosamente,  la vislumbraba dando tumbos como un porfiado entre la penumbra de los caños por donde el río se había desplazado en su ciega desembocadura. ¿Quién se habría podido imaginar lo que sucedería aquel domingo en que nos disponíamos a regresar a Caracas de nuestras vacaciones y  dejé  a mi pequeña allí en la casa del litoral pensando en su goce y su libertad?   ¿Por qué no me la traje, Dios mío? Me repetía una y otra vez.  No podía consolarme, para qué.  Mamá que siempre sacaba fuerzas de donde no las tenía en las situaciones desesperadas, vino en mi auxilio ¿Y por qué descartar que  la Maríacoy se hubiera podido salvar? ¿Y qué tal si pudo ganar la costa como tantos otros animales que hicieron lo mismo sobre una tabla salvadora o sobre una piedra oportunamente colocada en el camino? ¿Había pensado yo acaso cuantos años tenían esos animales sobre la faz de la tierra sorteando todo tipo de obstáculos? Me incitó una y otra vez a que pensara en todas estas interrogantes. En actitud amorosa y convincente me recordó que ellos podían vivir bajo tierra por mucho tiempo. Se remontó al tiempo de los grandes saurios, se paseó por antiguos mitos amazónicos, y así amorosamente me tomó de la mano como cuando era una niña hasta salvarme de mi profunda tristeza.

Al cabo de un tiempo después de aquella tragedia,  vinieron unas nuevas vacaciones. El tiempo que es un bálsamo que todo lo cura había comenzado a sanar nuestras heridas por la inexplicable desaparición de nuestra casa y nuestra querida morrocoya. Un bañito de mar era definitivamente necesario tras tantos meses  sumergidos en las profundidades del agobiante tráfago citadino.  De tal manera que decidimos visitar un lugar que todos nuestros amigos  nos  pintaban como un verdadero paraíso terrenal: Mochima

Tras un viaje de aproximadamente seis o siete horas en carro desde Caracas, al fin vislumbramos la bahíaComo al tercer día, de una de nuestras  incursiones por la bahía en un batel bien conservado,  así como de plumas, cerca de la caída de la tarde cuando nos encontrábamos de regreso de un paseo por la ensenada del Tigrillo entre el laberinto de luces y sombras que van tejiendo con vista al mar los acantilados, logré vislumbrar algo que me dejó boquiabierta. A unos doscientos metros, no más, estaba ella: Nuestra querida Maríacoy. Cualquiera diría que aquello era una aparición, una alucinación tal vez producida por algo semejante a la ofuscación que produce el sol, el hambre y la desesperación a los viajeros del  desierto. Pero nada de eso, nunca habíamos estado más plácidos, mejor comidos y bebidos y más alegres por el maravilloso día que habíamos pasado.  Por lo que el corazón se me salió del pecho. Estaba segura, era ella que se desplazaba milímetro a milímetro por las aguas aterciopeladas de aquella  bahía.  Me quedé observándola detenidamente: Su caparazón dejaba ver un conjunto de numerosas conchas doradas que parecían hurtadas al sol de aquellos magníficos parajes. Había crecido y sus patas habían perdido la redondez y rugosidad que da a estos animales el contacto con la aspereza de los terrenos pedregosos que por siglos han transitado.  Claro, seguramente todo había sucedido como en mis sueños, la Maríacoy dando tumbos se había desplazado desde los predios de la urbanización donde fue víctima de aquella tragedia y en su instinto vital, a salvo en la costa,  indeteniblemente, había emprendido un inusitado viaje hasta llegar a Mochima. ¡Era posible! ¡Claro! ¿Acaso en remotos tiempos  no fuimos nosotros un poco anfibios, pequeños mamíferos saltando de rama en rama hasta adquirir esta forma que nos asemeja irremediablemente a nuestros parientes los monos?  De un salto brinqué al otro lado de la embarcación donde iban mi esposo y mi hija  para anunciarles la buena nueva: Maríacoy estaba allí. Era  mentira que hubiera muerto ni que ocho cuartos.  Había logrado desplazarse y estaba allí. Entre miradas, codazos y risas contenidas como en un acuerdo previo decidimos guardar el secreto, pues para el resto de nuestros acompañantes en ese viaje la historia de muestra mascota perdida y hallada habría seguramente resultado muy larga y complicada.  Así que preferimos no decir nada.  Además,  como todo esto vino a suceder con la caída de la tarde, de haber dicho algo la embarcación  se hubiera detenido y  quizá por distracción habríamos corrido el riesgo de quedarnos allí varados en la oscuridad sin brújula y sin norte. Así que antes de abandonar aquellos predios los tres,  silenciosamente, aguzamos la vista para quedarnos mirando una vez más a nuestra querida mascota.

Cuando arribamos al hotel, ya en la habitación, nos hicimos todo tipo de conjeturas. Al final, concluimos que era ella.  Coincidíamos que a nuestro paso la Maríacoy  había tornado a mirarnos y que había sido como la primera vez: Con su carita de viejita, sus patitas extendidas al sol como una bailarina y ese par de marquitas en la caparazón a los lados de la cabeza que había dejado su historia de quelonio única y particular cuando un mediodía había estado a punto de ser comida por nuestra perra Almendra en la casa grande de los abuelos. Imposible olvidar por otra parte que a la Maríacoy le gustaban las emociones extremas, de allí la vocación de equilibrista que la había conducido una tarde en que apareció en nuestro antiguo apartamento, desplazándose por la cornisa del edificio, sin ton ni son,  a siete pisos de altura de la planta baja.

Ya de regreso a nuestro hogar en Caracas veníamos contentos y con la certeza de que todo pasa, se transforma y quién sabe si así como sucedió con nuestra querida mascota, también la casa de la playa estaría en alguna parte, como en un sueño. Al menos, en nuestros corazones permanece, allí  llevamos las cosas y los seres que amamos  para que no desaparezcan definitivamente.

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