La impunidad de la nomenklatura populista

Jacobo Timerman, que con solo 24 años fue confinado por Apold a las listas negras del primer peronismo y que luego consideraba a los montoneros como verdaderos «fascistas de izquierda», que solía acusar recibo en su oficina de sobres anónimos y amenazantes con las credenciales de sus periodistas recién asesinados, que un día recibió por la mañana una condena a muerte de un grupo guerrillero y por la tarde, otra firmada por una organización paraestatal de extrema derecha, consideraba en el transcurso de los ahora romantizados años 70 que el país se debatía directamente entre dos fascismos. Vale la pena releer hoy, con la perspectiva que otorga el tiempo, los acontecimientos reales de esa época y los crudos diagnósticos políticamente incorrectos que revelaba en su libro Preso si nombre, celda sin número: estamos hablando del legendario editor del diario La Opinión, que fue secuestrado y torturado por el último régimen militar, y también del padre del fallecido excanciller de Cristina Kirchner. El ejercicio no resulta para nada anacrónico; al contrario, aporta un testimonio desmitificador de primera mano para seguir rompiendo el muro de tergiversaciones que se levantó en la posdictadura y que más tarde el kirchnerismo institucionalizó desde el Estado. Cuanto más se bucea en las bibliotecas, más evidencias se encuentran contra ese relato apócrifo que en la actualidad divulgan los medios públicos y que les enseñan a los chicos en no pocas escuelas y universidades estatales y privadas. La falsificación es tan grosera y ha sido tan exitosa que esta tarea arqueológica se vuelve absolutamente necesaria; asombra el talento de quienes han reescrito los hechos y los han sabido presentar de un modo incuestionable. Pasado y presente están unidos por ese discurso único, que crea prejuicios, héroes truchos y, sobre todo, un mundo paralelo y un catecismo de creencias. El historiador Federico Finchelstein, para quien «el populismo es el fascismo adaptado a la democracia», ha estudiado en su flamante ensayo el gran laboratorio de donde provienen los trucos para manipular la historia y confundir verdad con propaganda. Su obra se llama, significativamente, Breve historia de la mentira fascista, porque a pesar de que el engaño no respeta ninguna ideología, es en esos sistemas del socialismo nacional, del nacionalsocialismo y del reciente neopopulismo autoritario (Trump y el socialismo del siglo XXI incluidos) donde el fenómeno alcanza rango de política de Estado y visos patológicos. Allí se intenta crear un «universo alternativo» donde verdad y falsedad no pueden distinguirse, y donde imperan la lógica del mito y el culto al líder, que decide arbitrariamente el relato más allá de los datos constatables. Según Finchelstein, las fake news y la posverdad obedecen a este singular linaje fascista. Esa clase de caudillos -los originales y sus actuales herederos- tienden no solo a fabricar camelos, sino a sostener «una idea mágica de la verdad», para lo cual es imprescindible huir a toda máquina de la «veracidad»: no hace falta ninguna verificación empírica, compañeros, sino acatar la versión oficial como «un acto de fe». Para los creyentes, la ficción desplaza a la realidad y al final consigue transformarse en una realidad nueva y propia. El historiador recuerda, en ese sentido, algo esencial para esta metodología: el periodismo debe ser desacreditado frente a la opinión pública. «Acusar a los medios de mentir, de ser poco confiables, presupone la idea de que la única fuente de verdad es el líder», apunta. El medio como representante de intereses espurios y el periodista como «enemigo del pueblo» responden a ese imperativo.

Los escritores políticos del nacionalismo y del marxismo, que han reinventado a Perón y a Evita, que alentaron con su prosa una épica delirante y violenta, y deformaron a posteriori la «década revolucionaria» para justificar sus errores y sus crímenes, hoy encuentran en el kirchnerismo una herramienta fundamental para imponer su memoria interesada; también para bloquear cualquier debate histórico y proseguir con sus revanchismos. Esa extraordinaria fuerza intelectual está ahora al servicio de la arquitecta egipcia y sus adláteres, a quienes les embellecieron con retórica literaria su sinuoso prontuario. Es interesante ver cómo, bajo su inspiración, los museos y las cronologías formales del oficialismo han intentado suprimir de la larga saga justicialista los diez años de Carlos Menem. En un sublime acto de prestidigitación, consiguieron persuadir a su grey de que aquello no era peronismo, sino «neoliberalismo», y que esa misma «lepra» contagió la experiencia de la Alianza. El famoso mago enmascarado reveló alguna vez cómo era posible desaparecer un camión de diez toneladas ante la vista de un público atento; la trastienda mostraba que para operar ese «milagro» eran imprescindibles tramoyistas y tramoyas, y ayudantes disfrazados de testigos independientes. Del mismo modo lograron sustraer al menemismo de su gran fábula, siendo que la mitad de los kirchneristas más relevantes (principalmente el matrimonio Kirchner) fueron devotos del riojano y activistas de sus más cuestionables ocurrencias, y la otra mitad participó con fervor en el proyecto de Chacho Álvarez y en una administración que terminó pidiendo a gritos el regreso de Domingo Felipe Cavallo, aliado y amigo de Néstor y Cristina. No está de más insistir sobre un episodio crucial: los «progresistas» del feudo santacruceño se negaron a acompañar a Bordón en 1995 y decidieron seguir respaldando a Menem, aun cuando este ya había impulsado las «devastadoras» privatizaciones, había encarnado el Consenso de Washington, había establecido «relaciones carnales», había protagonizado escándalos y venalidades, y había indultado a los genocidas condenados bajo el gobierno de Alfonsín.

La principal mentira fascista que hoy mismo está en marcha se llama lawfare, artefacto ficcional para que la audiencia más ingenua acepte un nuevo acto de sugestión que no sería digna ni de un mago gagá. Se trata de que las imágenes, los arrepentidos, los testimonios, las pruebas, los documentos y los fallos se desvanezcan en el aire, y la «corrupción del siglo» nunca haya existido. En esa faena se concentra la nomenklatura de la izquierda populista, integrada por la ya veterana «juventud maravillosa», por continuadores culposos y tardíos y por apropiadores de los distintos sellos de goma de los «derechos humanos»; también por víctimas profesionalizadas, periodistas e intelectuales: fueron todos ellos -hoy convertidos en una auténtica realeza- quienes les han extendido a los señores feudales sus diplomas de progres, quienes los han alfabetizado con un discurso de superioridad moral, quienes los han inscripto en una epopeya presuntamente prestigiosa y quienes han dotado a la Pasionaria del Calafate de un contenido, una identidad ficticia y un capital simbólico. He aquí el enorme poder de esa casta, que es obedecida fatalmente por la vacua oligarquía peronista y que provoca balbuceos en Alberto Fernández toda vez que, en lugar de responder una entrevista con el más inteligente de ellos, parece un alumno nervioso ante una mesa examinadora. Esa nomenklatura es experta en ilusionismo y tiene razón para pensar que puede redactar a su antojo el presente, puesto que viene redactando con maña y notable pericia los acontecimientos desde el siglo pasado y construyendo el gran sentido común que nos condujo a esta desgracia.

Fuente: La Nación

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