La ficción kirchnerista descarriló
Era un hombre enlutado, parco y diminuto, nada gregario, y concentrado día y noche en su magnífico arte, que consistía en escribir desmesuras sentimentales y truculentas intrigas de folletín para distintas radionovelas populares. Un artista genial, aunque de brocha gorda, que mantenía en vilo a su multitudinaria audiencia con sus ficciones desaforadas. Se llamaba Pedro Camacho y el joven Vargas Llosa lo apodaba «el escribidor». La deliciosa novela -recordarán- cuenta sus exitosas invenciones y el vuelco final, cuando de repente el público, los actores y los técnicos de Radio Central comienzan a preocuparse porque el escribidor confunde los personajes o los elimina abruptamente merced a absurdos incendios, terremotos, naufragios y descarrilamientos. Pronto se sabe toda la verdad: a Pedro Camacho le falla la memoria y lo aqueja una grave crisis nerviosa; el creador de tantas tramas ingeniosas y criaturas enfáticas va a parar directamente al manicomio. La parábola de sus seguidores -primero enamorados de su solvente verosimilitud y luego perplejos por sus incoherencias y su decadencia narrativa- hace acordar el espectacular derrotero del otrora eficaz escribidor del «relato» kirchnerista, que ha caído por estos días en una inédita fatiga mental: ahora sus argumentaciones no convencen ni a los propios, y cunde entre sus filas la confusión, la angustia y el desconcierto. Desde sus primeros tiempos, el kirchnerismo montó una persuasiva maquinaria de mentiras, sofismas e imposturas; el periodismo republicano se vio siempre obligado a desenmascarar cada uno de sus artificios semánticos, su contabilidad creativa, sus adulteraciones históricas y sus múltiples falsificaciones cotidianas. El caso del vacunatorio vip hundió al escribidor oficial en improvisaciones chambonas, en razonamientos pueriles y zigzagueantes (los funcionarios declaraban en un mismo día cinco cosas contradictorias entre sí) y sus ocurrencias en lugar de aclarar, oscurecían. Como si el libretista hubiera acusado alguna clase de daño psíquico (la pandemia no perdona) y como si este cuarto gobierno kirchnerista mostrara un galopante envejecimiento prematuro.
Por primera vez durante este prolongado y triste carnaval no fue necesario desenmascarar a los disfrazados, puesto que las máscaras se volvían transparentes. Repentinamente, hasta la propia tropa era capaz de ver la verdad dolorosa, siendo que los más creyentes tienen un mecanismo interno de negación que asusta y que debería ser estudiado alguna vez por la siquiatría. Si Horacio Verbitsky no hubiera admitido públicamente el pecado, los militantes habrían etiquetado la denuncia periodística bajo la consigna «Clarín miente», habrían agitado agresivamente ese mantra y las balas habrían rebotado una vez más contra su casco inoxidable de fanatismo ciego. Pero San Pedro en persona reveló que la multiplicación de panes y peces no era un milagro sino un mero truco de magia, y entonces la impiadosa realidad entró en el templo y la mismísima fe tembló como una débil llama en una violenta ventisca. El peronismo, sostiene Sebreli, adora el melodrama, y el «relato» no resiste el realismo sucio, sobre todo cuando la declamada ideología de la equidad recibe un golpe tan demoledor. Nunca antes los creyentes habían advertido la crudeza de lo obvio: sus referentes no luchan contra los privilegiados; se han convertido en ellos. Por unos días se quebró la célebre suspensión de la incredulidad, que Cristina Kirchner y sus plumas geniales lograron a pesar de mega corrupciones probadas, fortunas mal habidas, cataclismos económicos, clientelismo infame y otros horrores éticos y gestionarios que están a la vista desde hace años para cualquiera que no necesite vivir con una venda dogmática en los ojos.
El Presidente de la Nación intentó emular a su jefa frente a los granaderos de San Martín, uniéndose imaginariamente al fulgor de los próceres y fustigando a los medios críticos: el resultado fue una parodia forzada. La Pasionaria del Calafate es una actriz de la clásica escuela shakesperiana de Londres; su regente, apenas un colegial empeñoso en un acto de la primaria. Aunque, atención, un toque de justicia: la reacción de Cristina frente a la condena de Lázaro Báez tampoco le hizo honores a aquellos alegatos exuberantes y a los repentismos sagaces de ataño; mandó al senador Parrilli a denunciar que se trataba de un fallo racista. El uso trasnochado, fuera de contexto, del anatema del racismo habla más de quien lo lanza que de quien lo recibe. Como se decía en nuestra infancia, el que lo dice lo es. Hay que ser un racista íntimo y reprimido para pergeñar semejante extravagancia. La sentencia contra Báez, más allá del daño que le ocasione a la teoría literaria del lawfare y las inquietantes derivaciones penales que podría tener para la arquitecta egipcia, añade un ladrillo más a todo este muro de sentido: el kirchnerismo no solo constituye una nueva oligarquía de millonarios que utiliza el Estado y el «poder del pueblo» para su aprovechamiento particular, sino que ha entronizado a un empresario de cuño propio y de inexplicable patrimonio, y lo ha convertido en el terrateniente más importante de la Argentina. Otro ejemplo de que no vienen a destruir, por justicia o repugnancia progre, a la oligarquía vernácula, sino simplemente a desplazarla para ocupar su sitial. Exactamente lo mismo pretende la nomenklatura neocamporista con los barones del conurbano, a quienes no repudian por sus oscuras prácticas y sus inepcias antológicas; sólo necesitan sus despachos y chequeras: un mero juego de tronos.
La novedad más relevante de estas horas estriba en el hecho de que a la reina le acaban de abollar su lustrosa nave del capital simbólico (con eso no se juega) y que la respuesta política denuncia una alarmante precariedad intelectual. Y además que, como consecuencia de todo este aquelarre, descendió una cruel luz cenital sobre la gestión completa del conglomerado gobernante. El estilo es el defecto: un túnel secreto une entonces toda esta turbia rusticidad con aquella patética imagen de los piqueteros intentando bajar los precios de los supermercados, o la tosquedad con que se reparten analgésicos para enfermedades económicas invasivas y mortales, o la falta de rumbo y de tacto que se verifica cada semana en la burda política exterior. A esto se une el destartalado programa de vacunación y la performance general frente al Covid-19: en todas las latitudes hubo daños sanitarios, comerciales y financieros, pero la Argentina ya figura en el penoso y muy selecto club de los que tienen más muertos por millón de habitante y también entre los países con derrumbes económicos más estrepitosos. La única verdad es la realidad.
El peronismo falla incluso en una de sus especialidades: está gerenciando muy mal el pobrismo en verdaderas zonas de desastre, donde ya se experimentan situaciones peores a las del 2001. Los argentinos sobreestimamos nuestra resiliencia: cuando nos precipitamos en abismos y después nos recuperamos, lo hacemos invariablemente desde posiciones cada vez más bajas, y luego no hacemos nada para evitar la próxima caída. Esa es la trazabilidad de nuestra estupidez; así seguimos buscando neciamente nuestro punto sin retorno. Desde hace cincuenta años y tal vez desde la soledad de un neurosiquiátrico, un fantasmal Pedro Camacho nos escribe cada día, nos sume en naufragios y terremotos, y nos condena a un melodrama hipnótico, repetitivo y truculento.
Fuente: La Nación
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